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Se metía un pedazo de carne en la boca, se apresuraba con la mano izquierda a cortar un trozo de pan, lo masticaba, con la otra mano se servía un vaso de vino y lo bebía antes de haber concluido la masticación. Y todo lo hacía chasqueando los labios, moviendo de un lado para otro las pupilas y sacudiendo la cabeza de vez en cuando como hacen los gatos cuando el bocado es demasiado grande. En cambio yo, contra mi costumbre, no tenía hambre. Era la primera vez que me disponía a hacer el amor con un hombre al que no amaba y al que ni siquiera conocía, y lo miraba con atención, tratando de imaginarme cómo iba a salir de aquella aventura.

Después no he vuelto a prestar atención a la apariencia de los hombres a los que he acompañado, tal vez porque, empujada por la necesidad, he aprendido muy pronto a encontrar a la primera mirada el aspecto bueno y atractivo que bastara para hacerme soportable la intimidad. Pero aquella noche aún no había aprendido esa sutileza de mi profesión que consiste en captar a la primera ojeada algo simpático que haga menos desagradable el amor venal. Por decirlo así, lo buscaba instintivamente y sin darme cuenta de ello.

Ya he dicho que el rostro de Giacinti no era feo, más aún, cuando estaba callado y no manifestaba las pasiones que lo dominaban, podía hasta parecer bello. Esto era ya mucho porque, al fin y al cabo, el amor es en gran parte comunión física, pero no me bastaba, porque nunca he podido, no ya amar, sino ni siquiera soportar a un hombre sólo por sus cualidades corporales. Y cuando la cena hubo concluido y Giacinti, calmada su desaforada voracidad, después de uno o dos eructos, volvió a ponerse a hablar, me di cuenta de que en él no había, o por lo menos yo no era capaz de descubrirlo, nada que pudiera hacérmelo simpático, ni siquiera débilmente.

No sólo hablaba siempre de sí mismo, como me había advertido Gisella, sino que lo hacía de una manera desagradable, vanidosa y aburrida, contando en general cosas que no le hacían ningún honor y que confirmaban de lleno mi primer e instintivo sentimiento de repulsión. Realmente no había nada en él que me gustara y las cosas que él presentaba como cualidades, ufanándose de ellas y potenciándolas, me parecían horribles defectos. Más tarde he vuelto a encontrar, aunque raras veces, hombres semejantes a él, que no valen nada ni ofrecen nada bueno a lo que acogerse para sentir alguna simpatía por ellos, y siempre me he extrañado que pueda haberlos y me he preguntado sí no será culpa mía no poder descubrí a primera vista la cualidad que, sin duda alguna, poseen.

Como quiera que sea, con el tiempo he ido acostumbrándome a estas desagradables compañías y finjo reír, bromear y ser como ellos quieren que sea. Pero aquella noche, mi primer descubrimiento me proporcionó bastantes reflexiones melancólicas. Mientras Giacinti parloteaba hurgándose en los dientes con un palillo, yo me decía a mí misma que era un oficio muy duro el que había elegido, que consistía en fingir transportes de amor cuando en realidad me inspiraban, como en el caso de Giacinti, sentimientos opuestos. Que no había dinero que pudiera compensar aquellos favores. Que era imposible, por lo menos en casos como éste, no portarse como Gisella, que pensaba únicamente en el dinero y no lo disimulaba.

Pensé también que aquella noche iba a llevar aun ser tan antipático como Giacinti a mi pobre habitación destinada a usos tan diferentes y pensé que no tenía suerte y que el azar había querido que desde la primera vez no pudiera hacerme ilusiones, haciéndome encontrarme precisamente a Giacinti y no un joven ingenuo en busca de aventuras o un buen hombre sin pretensiones, como los hay tantos, y que, en fin, la presencia de Giacinti entre mis muebles sellaría mi renuncia a los viejos sueños acariciados de seguir una vida decente y normal.

Él seguía hablando, pero no era tan estúpido como para no darse cuenta de que apenas lo escuchaba y de que no estaba alegre.

—Muñeca —me preguntó de pronto—, ¿estamos tristes?

—No, no —contesté de prisa, reaccionando.

Pero casi sentía la tentación, frente a aquel tono ilusorio suyo, de confiarme y hablarle un poco de mí después de haberle dejado hablar tanto tiempo de sí mismo.

Giacinti siguió:

—Así es mejor porque la tristeza no me gusta y además no te he invitado para que estés triste… No dudo de que tendrás tus razones, pero mientras estés conmigo, deja la tristeza en casa…

A mí no me interesan tus cosas, no quiero saber quién eres, ni qué te sucede, ni nada… Hay cosas que no me interesan… Entre nosotros hay un contrato, aunque no lo hayamos escrito… Yo me comprometo a pagarte una cierta cantidad de dinero y tú, a cambio, te comprometes a hacerme pasar agradablemente la noche. Lo demás no me importa.

Dijo todo esto sin reír, tal vez un poco fastidiado porque yo no había dado señales de escucharle con bastante atención.

Sin mostrarle en absoluto los sentimientos que me agitaban el ánimo, contesté:

—No estoy triste… Sólo que aquí hay humo y mucho ruido…

Me siento un poco aturdida.

—¿Nos vamos? —preguntó, solícito.

Dije que sí. Cuando estuvimos en la calle propuso:

—¿Vamos a un hotel?

—No, no —dije de prisa.

Me asustaba la perspectiva de tener que enseñar mi documentación. Además, ya lo tenía decidido:

—Vamos a mi casa.

Cogimos un taxi y le di al chofer la dirección de mi casa. Apenas el taxi se puso en marcha, Giacinti se echó sobre mí manoseándome el cuerpo y besándome el cuello. Por su aliento comprendí que había bebido mucho y debía de estar borracho. Repetía la palabra «muñeca» que se suele decir a las niñas y que, en su boca, me irritaba como un término ridículo y de un tono ligero de profanación. Le dejé hacer un momento y después le dije señalando a la espalda del chofer:

—Será mejor que esperemos a haber llegado, ¿no?

No dijo nada y volvió a caer pesadamente sobre el asiento, con el rostro rojo y congestionado, como fulminado por un repentino malestar. Después farfulló con despecho:

—Le pago para que me lleve a donde quiero y no para que fisgonee lo que hago en el taxi.

Era una idea fija en él eso de que el dinero pudiera cerrar todas las bocas, sobre todo su dinero. Yo no contesté y durante el resto del recorrido permanecimos inmóviles, uno junto a otro, sin tocarnos. Las luces de la ciudad entraban por la ventanilla, nos iluminaban un instante las caras y las manos y después desaparecían. Me parecía extraño hallarme junto a aquel hombre cuya existencia ignoraba unas horas antes y correr en su compañía hacia mi casa, para darme a él como a un querido amante. Estas reflexiones me hicieron breve el viaje. Tuve casi un estremecimiento de asombro al ver que el taxi se detenía en mi calle, en la puerta de mi casa.

En la escalera dije a Giacinti en la oscuridad:

—Por favor, no hagas ruido al entrar; vivo con mi madre.

—No te preocupes, muñeca —contestó.

Al llegar al descansillo, abrí la puerta. Giacinti estaba detrás de mí, lo cogí por la mano y sin encender luces, lo llevé a través del recibidor hasta la puerta de mi habitación, que era la primera a la izquierda. Le hice entrar delante, encendí la lámpara que había junto al lecho y desde el umbral dirigí a mis muebles una mirada que parecía un adiós. Contento de haber encontrado una habitación nueva y limpia cuando quizá temía verse entre miseria y suciedad, Giacinti exhaló un suspiro de satisfacción y se quitó el abrigo echándolo sobre una silla. Le dije que me esperara y salí del cuarto.