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Fui directamente a la sala y encontré a mi madre cosiendo, sentada ante la mesa. Al verme, dejó el trabajo y se dispuso a levantarse pensando quizá que debía prepararme la cena como las demás noches. Pero le dije:

—No te muevas, porque ya he cenado… y… tengo a alguien ahí… No vengas por nada del mundo.

—¿Alguien? —preguntó con extrañeza.

—Sí, alguien —contesté rápidamente—. Pero no es Gino… Es un señor.

Y sin esperar otras preguntas, salí de la sala.

Volví a mi cuarto y cerré la puerta con llave. Giacinti, impaciente y con el rostro encarnado, vino a mi encuentro al centro de la habitación y me cogió entre sus brazos. Era bastante más bajo que yo y para llegar a mi cara con los labios me inclinó hacia atrás contra la madera de la cama. Yo procuraba no dejarme besar en la boca y ya volviendo el rostro como por pudor, ya echándolo hacia atrás como por voluptuosidad, conseguí lo que deseaba.

Giacinti amaba como comía, con avidez, sin discriminación ni delicadeza, yendo de una parte a otra del cuerpo, como temiendo dejarse algo, cegado por la comida. Después de haberme abrazado, pareció querer desnudarme, de pie como estaba. Primero un brazo y un hombro y como si aquella desnudez le confundiera las ideas, comenzó de nuevo a besarme. Temí que con sus gestos bruscos fuera a desgarrarme el vestido y por fin dije, aunque sin rechazarlo:

—Desnúdate.

Me dejó inmediatamente, se sentó en la cama y empezó a desnudarse. Yo, en el otro lado, hice lo mismo.

—¿Y lo sabe tu madre? —preguntó.

—Sí.

—¿Y qué dice?

—Nada.

—¿Le disgusta?

Era evidente que aquellas informaciones no eran para él más que un condimento más para la picante aventura. Éste es un rasgo común a casi todos los hombres. Son pocos los que resisten a la tentación de mezclar con el placer un interés de diverso género o incluso de compasión.

—Ni le gusta ni le disgusta —respondí secamente poniéndome de pie y quitándome la combinación—. Soy libre para hacer lo que quiera.

Cuando estuve desnuda ordené mi ropa sobre una silla y me eché en la cama, boca arriba, con un brazo doblado bajo la nuca y el otro estirado hasta cubrir el regazo con la mano. No sé por qué, recordé que tenía la misma postura de la diosa pagana que se me parecía en el grabado en color que el pintor grueso había enseñado a mi madre y experimenté de pronto un dolor despechado al pensar en el enorme cambio sufrido en mi vida en aquel tiempo. Giacinti debió de quedar asombrado de la belleza plena y sólida de mi cuerpo que, como ya he dicho, no se notaba bajo los vestidos, porque interrumpió su operación de desnudarse y me miró con un rostro atónito, la boca abierta y los ojos más abiertos todavía.

—Date prisa —le dije—. Tengo frío.

Acabó de desnudarse y se echó sobre mí. Ya he hablado de su modo de amar: incluso porque ese modo se parecía a él y de él creo que he dicho lo bastante. Básteme añadir que era uno de esos hombres a quienes el dinero que han pagado o se disponen a pagar inspira una exigencia meticulosa como si, al renunciar a cualquier cosa a la que creen tener derecho, temieran ser defraudados. Era muy ávido, como he dicho, pero no tanto como para no tener siempre presente en el pensamiento su dinero y procurar sacar de él el máximo rendimiento posible. Su propósito, según observé en seguida, era prolongar cuanto pudiera nuestro encuentro y obtener de mí todo el goce que creía debérsele.

Con este fin, se afanaba en torno a mi cuerpo como un instrumento que exigiera una larga preparación antes de ser usado y me incitaba continuamente a hacer lo mismo con el suyo. Pero, aun obedeciéndole, empecé en seguida a aburrirme y a observarlo con frialdad, como si sus cálculos transparentes me lo hicieran de pronto distante y viera desde muy lejos, a través de un vidrio de desamor y de disgusto, no sólo a él sino también a mí misma. Era precisamente lo contrario del sentimiento de simpatía que instintivamente había tratado de experimentar por él al principio de la noche. De pronto, tuve no sé qué vergonzosa sensación de remordimiento y cerré los ojos.

Por fin se cansó y yacimos juntos, el uno junto al otro, sobre la cama. Dijo con voz satisfecha:

—Debes reconocer que, aunque ya no soy joven, soy un amante excepcional.

—Sí, es verdad —repuse con indiferencia.

—Todas las mujeres me lo dicen —prosiguió—. ¿Y sabes qué pienso? Que en los toneles pequeños está el mejor vino… Hay hombrones que me llevan el doble de tamaño y no valen para nada.

Empecé a sentir frío y, sentándome, tiré lo mejor que pude un pedazo del cobertor sobre nuestros cuerpos. El interpretó ese gesto como una señal de afecto y dijo:

—¡Estupendo! Ahora dormiré un poco.

Y se acurrucó contra mí, durmiéndose de veras.

Quedé quieta, boca arriba, con su cabeza de cabello blanco junto a mi pecho. El cobertor nos envolvía a los dos hasta la cintura, y mirando su torso velludo y con arrugas que delataban su edad madura tuve una vez más la impresión de estar con un extraño. Pero Giacinti dormía y, por lo tanto, ya no hablaba, no miraba, no hacía gestos. Dado su carácter poco grato, durante el sueño quedaba, por decirlo así, lo mejor de él, que en fin de cuentas consistía en ser un hombre como los demás, ya sin profesión ni nombre, sin cualidades ni defectos, sino sólo un cuerpo humano con una respiración que elevaba su pecho.

Parecerá extraño, pero al mirarlo y observar su sueño confiado casi sentí afecto, y lo comprendí por el cuidado que ponía en evitar algún movimiento que fuera a despertarlo. Era el sentimiento de simpatía que en vano había buscado hasta entonces, y que, por fin, la visión de su cabeza canosa, pesadamente reclinada sobre mi pecho joven, despertaba en mi alma. Este sentimiento me consoló y casi me pareció tener menos frío. Por un momento experimenté una especie de exaltación amorosa que me humedeció los ojos. En realidad, tenía entonces en el corazón el mismo exceso de afecto que tengo ahora. Ese afecto que, a falta de objetos legítimos en los que centrarse, no vacilaba en cubrir a personas y cosas incluso indignas con tal de no quedar suspendido e inoperante.

Pasados unos veinte minutos, se despertó y preguntó:

—¿He dormido mucho?

—No.

—Me encuentro bien —dijo levantándose y frotándose las manos—. ¡Ah, qué bien me siento! Lo menos veinte años más joven.

Comenzó a vestirse sin dejar de proferir exclamaciones de gozo y alivio. También yo me vestí, en silencio. Cuando estuvo listo, preguntó:

—Quiero volver a verte, muñeca… ¿Cómo he de hacerlo?

—Telefonea a Gisella —contesté—. La veo todos los días.

—¿Y siempre estás libre?

—Siempre.

—¡Viva la libertad!

Y sacando el billetero, añadió:

—¿Cuánto quieres?

—Lo que te parezca —dije.

Y añadí con sinceridad:

—Si me das mucho, harás una buena acción, porque lo necesito.

Pero él, de rechazo, replicó:

—Si te doy mucho, no será para hacer una buena acción. Yo no hago nunca buenas acciones… Será porque eres una guapa chica y porque me has hecho pasar unas horas deliciosas.

—Como quieras —repuse encogiéndome de hombros.

—Todo tiene un valor y cada cosa debe pagarse según su valor —prosiguió sacando el dinero del billetero—. Las buenas acciones no existen… Tú me has proporcionado ciertas cosas de una calidad superior a las que me hubiera dado, por ejemplo, Gisella, y es justo que recibas más que Gisella. Las buenas acciones nada tienen que ver… Y otro consejo: no digas nunca: «Como quieras…» Eso déjalo a los vendedores ambulantes. A quien me dice : «Como quieras», estoy tentado de darle menos de lo que se merece.