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Hizo una mueca significativa y me tendió el dinero.

Como me había dicho Gisella, era generoso. En efecto, el dinero que me dio superaba todas mis previsiones. Al cogerlo volví a experimentar aquella sensación tan fuerte de complicidad y sensualidad que me había inspirado el dinero de Astarita al regreso de Viterbo. Pensé que esto denotaba en mí una vocación y que yo debía estar hecha precisamente para aquel oficio, aunque con el corazón aspiraba a algo muy diferente.

—Gracias —dije.

Y antes de que pudiera darse cuenta, le besé impetuosamente la cara, llena de gratitud.

—Gracias a ti —respondió mientras se iba.

Le cogí una mano y lo guié en la oscuridad hacia el recibidor y hacia la puerta. Durante un momento, cerrada la puerta de mi habitación y sin abrir aún la de la escalera, anduvimos en la oscuridad más absoluta. Y entonces no sé qué intuición casi física me reveló que mi madre debía de estar en algún rincón del recibidor, en las mismas tinieblas en las que yo vagaba con Giacinti. Debía de haberse acurrucado detrás de la puerta, o en el otro rincón entre el aparador y la pared, y ahora esperaba que Giacinti se hubiera ido. Recordé la otra vez que había hecho lo mismo, la noche que volví tarde después de haber estado con Gino en la villa de sus amos, y me invadió un gran nerviosismo al pensar que como entonces al irse Giacinti mi madre pudiera echárseme encima, cogerme por el pelo, arrastrarme al canapé de la sala y allí darme de bofetadas.

La notaba en la sombra, casi creía verla y sentía un estremecimiento en los hombros como si su mano estuviera sobre mi cabeza, dispuesta a agarrarme por el cabello. Con una mano retenía la de Giacinti y en la otra apretaba el dinero. Pensé que cuando mi madre se me echara encima, le enseñaría el dinero. Era una manera callada de decirle que ella me había empujado siempre a ganarlo de aquel modo, y un intento de cerrarle la boca cogiéndola por la pasión de la avaricia que yo sabía predominaba en su alma. Entre tanto, yo había abierto la puerta.

—Entonces, hasta la vista —dijo Giacinti—. Llamaré a Gisella.

Lo vi bajar la escalera, ancho de hombros, con sus cabellos blancos erguidos sobre la cabeza, agitando sin volverse una mano en señal de saludo, y cerré la puerta. Inmediatamente, en la sombra, como había previsto, mi madre se me vino encima. Pero no me cogió por los cabellos como temí, sino que, de una manera tan torpe que al principio no lo comprendí, pareció abrazarme. Fiel a mi plan, busqué su mano con la mía y le dejé el dinero. Pero ella lo rechazó y el dinero cayó al suelo. Lo encontré, la mañana siguiente, cuando salí de mi cuarto. Todo esto ocurrió un poco precipitadamente, pero sin que ninguna de nosotras abriera la boca.

Entramos en la sala y me senté junto a la mesa. Mi madre se sentó también y me miró. Parecía ansiosa y yo me sentí inquieta. Ella dijo de pronto:

—¿Sabes que mientras estabas ahí he tenido miedo?

—¿Miedo de qué? —pregunté.

—No lo sé —dijo—. Ante todo, me sentí sola y tuve mucho frío… Y después ya no me parecía ser yo misma. Todo me daba vueltas, ¿sabes?, como cuando una ha bebido… Todo me parecía extraño. Pensaba: «Eso es la mesa, aquello es la silla, y aquello la máquina de coser», pero no me convencía de que eran realmente la mesa, la silla o la máquina de coser… Y hasta me parecía que yo misma no era yo. Me he dicho: «Soy una vieja que trabaja en coser, tengo una hija que se llama Adriana», pero no me convencía… Para tranquilizarme me he puesto a pensar en lo que fui cuando era pequeña, cuando tenía tu edad, cuando me casé y naciste tú… Y he tenido miedo porque todo ha pasado como en un día y de pronto me he hecho vieja sin darme cuenta… Y cuando me haya muerto será como si nunca hubiera existido.

—¿Por qué piensas en eso? —dije lentamente—. Todavía eres joven… ¿Qué tiene que ver la muerte?

No pareció oírme y siguió con aquel énfasis que me daba pena y me parecía falso:

—Te digo que he tenido miedo, y he pensado que si una no quiere seguir viviendo no tiene que continuar en la vida a la fuerza… No digo que una tenga que matarse porque para matarse se necesita valor, pero solamente no querer vivir más, como no se quiere comer o caminar más… Pues bien, te juro por el alma de tu padre que quisiera no vivir más.

Tenía los ojos llenos de lágrimas y los labios le temblaban. También sentí ganas de llorar, aunque no sabía por qué. Me levanté, la besé y fui a sentarme con ella en el canapé. Allí estuvimos un rato, abrazadas, llorando las dos. Yo me sentía desorientada, en parte porque estaba muy cansada, y las palabras de mi madre, con su incoherencia y su oscura lógica, aumentaban mi desorientación. Pero fui la primera en reaccionar porque, al fin y al cabo, lloraba por simpatía. Hacía tiempo que había acabado de llorar por mí misma.

—Vaya, vaya…

—empecé a decirle dándole golpecitos en el hombro.

—Te aseguro, Adriana, que no quisiera vivir más —repitió llorando.

Yo seguía dándole palmadas en el hombro y, sin hablar, la dejé sollozar a gusto. Pensaba que sus palabras eran una clara expresión de remordimiento. Había predicado siempre que debía seguir el ejemplo de Gisella y venderme al mejor postor, esto era cierto. Pero del dicho al hecho hay un gran trecho, y verme llevar un hombre a casa y sentir el dinero en la mano debió ser para ella un golpe muy fuerte. Entonces tenía ante los ojos el resultado de sus sermones y no podía por menos de horrorizarse. Pero al mismo tiempo debía de haber en ella no sé qué incapacidad de reconocer que se había equivocado y, quizá, como una amarga complacencia en la ineficacia ya irreparable de aquel reconocimiento. Y así, en vez de decirme abiertamente: «Has hecho mal… No lo hagas más», preferiría hablarme de cosas que nada tenían que ver conmigo, de su vida y de su deseo de no vivir más.

He observado a menudo que muchos, en el mismo momento en que se abandonan a una acción que saben reprobable, tratan de rehacerse y rescatarse hablando de cosas más altas que los muestren, a sí mismos y a los demás, con un aspecto de desinterés y de nobleza, a mil millas de distancia de lo que hacen o, como en el caso de mi madre, de lo que dejan hacer. Sólo que la mayoría procede así con perfecto conocimiento de lo que hace, y en cambio mi madre, pobrecilla, lo hacía sin darse cuenta, tal como su ánimo y las circunstancias se lo dictaban.

Pero su frase sobre la voluntad de no vivir más me parecía justa. Pensé que tampoco yo querría vivir, después de haber descubierto el engaño de Gino. Sólo que mi cuerpo seguía viviendo por su cuenta, sin preocuparse de mi voluntad. Seguían viviendo el pecho, las piernas, las caderas que tanto gustaban a los hombres, y seguía viviendo, entre mis muslos, el sexo, haciéndome desear el amor aun cuando no lo hubiera querido más. Podía echarme cuanto quisiera en la cama y decidir no vivir más y no despertarme por la mañana, pero mientras dormía mi cuerpo seguía viviendo, mi sangre corría por las venas, el estómago y los intestinos digerían, el vello en las axilas apuntaba de nuevo donde lo había depilado, las uñas crecían, la piel se bañaba de sudor, mis fuerzas se rehacían, y a cierta hora de la mañana, sin quererlo yo, mis párpados se abrirían y mis ojos volverían a ver aquella realidad que odiaban y, en fin, me daría cuenta de que no obstante mi voluntad de morir, estaba aún viva y tenía que seguir viviendo. Lo mejor era, como pensé a manera de conclusión, adaptarse a la vida y no preocuparse más.

Pero a mi madre no le dije nada de esto porque me daba cuenta de que eran pensamientos tan tristes como los suyos y no la consolarían. En cambio, cuando me pareció que ya no lloraba, me aparté un poco de ella y dije: