—Tengo hambre.
Era verdad porque en el restaurante, con el nerviosismo, casi no había probado bocado.
—Ahí está tu cena —dijo mi madre, bastante satisfecha de que le propusiera ser útil y hacer lo que hacía las demás noches—. Ahora voy a preparártela.
Salió y yo me quedé sola.
Me senté a la mesa, en el puesto de siempre, y esperé que ella volviera. Sentía la cabeza vacía y de todo lo ocurrido no me quedaban más que el olor dulzón del amor en los dedos y las huellas saladas y secas de las lágrimas en las mejillas. Estaba quieta y miraba las sombras que la lámpara de contrapeso difundía en las paredes desnudas de la habitación. Después volvió mi madre con carne y verdura.
—No te he recalentado la sopa porque no iba a estar buena… Y había poca.
—No importa, así está bien.
Me llenó el vaso de vino hasta los bordes y se quedó como siempre de pie a mi lado, inmóvil y atenta a mis órdenes, mientras yo comía.
—¿Está bueno el filete? —preguntó al cabo de un rato, preocupada.
—Sí, está bueno.
—He insistido con el carnicero para que me lo diera tierno.
Parecía más serena y todo volvía a ser realmente como cualquier noche. Acabé lentamente de comer y después bostecé un poco estirando los brazos y el cuerpo. De pronto me sentí bien y aquel gesto me inspiró una sensación de complacencia porque sentí mi cuerpo joven, fuerte y satisfecho.
—Tengo mucho sueño —dije.
—Espera, voy a arreglarte la cama —se ofreció mi madre con premura.
Iba a salir, pero yo la detuve:
—No, no… Ya lo haré yo.
Me levanté y mi madre cogió el plato vacío.
—Mañana déjame dormir —dije—. Ya me despertaré.
Contestó que lo haría así y tras haberle deseado una buena noche y haberla besado me fui a mi cuarto. La cama estaba en desorden, como Giacinti y yo la habíamos dejado. Me limité a dar un repaso a la almohada y a la colcha, me desnudé y me metí dentro. Estuve un rato con los ojos muy abiertos, en la oscuridad, sin pensar en nada. «Soy una puta», dije por fin en voz alta, para ver qué efecto me hacía. Me pareció que no me hacía ningún efecto y, cerrando los ojos, me dormí inmediatamente.
CAPÍTULO VIII
Los días siguientes volví a ver a Giacinti cada noche. Telefoneó a Gisella a la otra mañana y ella me dio el recado por la tarde. Giacinti tenía que ir a Milán la noche anterior al día de mi cita con Gino y por ello consentí en recibirlo todas aquellas noches. De lo contrario, hubiera dicho que no, porque me había jurado a mí misma que no volvería a tener relaciones continuadas con ningún hombre. Creía que era preferible, si iba a dedicarme al oficio, hacerlo francamente, cambiando de amante cada vez, sin engañarme a mí misma con la ilusión de no hacerlo porque me dejaba mantener por un solo hombre. Además, había el peligro de aficionarme a él o de que él se aficionara a mí, con lo que no sólo perdería la libertad física, sino también la de los sentimientos.
Por lo demás, aún conservaba intactas mis ideas acerca de la vida conyugal y normal, y pensaba que, si algún día llegaba a casarme, no sería con un amante que me mantuviera y por fin se decidiese a legalizar, aunque sin hacerla moral, una relación interesada. Me casaría con un joven que me amara y al que yo amara también, un hombre de mi clase, con mis gustos y con mis ideas. En fin, quería que el oficio escogido por mí quedara enteramente al margen de mis viejas aspiraciones, sin contaminaciones ni compromisos, ya que en cierto sentido me veía igualmente inclinada a ser una buena esposa que una buena cortesana, pero completamente incapaz, como pensaba hacer Gisella, de seguir un prudente e hipócrita camino intermedio. Entre otras razones, porque en fin de cuentas se podía sacar mucho más del escrúpulo de muchos que de la generosidad de uno solo.
Todas aquellas noches me llevó Giacinti a cenar al restaurante de siempre y después me acompañó a casa quedándose conmigo hasta bien entrada la noche. Mi madre había renunciado ya a hablar de esas horas mías y se limitaba a preguntarme si había dormido bien, cuando por la mañana, a hora avanzada, entraba en mi cuarto llevándome el café en una bandeja. En otros tiempos iba yo a la cocina a tomar el café, muy temprano, de pie ante el fogón, con el frío del agua helada del lavabo en las manos y la cara. Pero ahora mi madre me lo llevaba a la habitación y yo lo tomaba en cama mientras ella abría las contraventanas y se ponía a arreglar el cuarto.
Nunca le decía nada que ya no le hubiera dicho en otros tiempos, pero ella había comprendido que todo era diferente en nuestra vida y demostraba con su conducta haber entendido muy bien de qué clase de cambio se trataba. Obraba como si existiera un tácito acuerdo entre las dos y con sus premuras parecía pedirme humildemente que le concediera, en nuestra nueva vida, servirme y serme útil como en el pasado. Debo añadir que el llevarme el café al cuarto debía tranquilizarla en cierto sentido, porque hay muchos, y entre ellos mi madre, que atribuyen a las costumbres un valor positivo aunque, y éste era el caso, no sean positivas. Con el mismo celo introdujo otros mil pequeños cambios en nuestra vida diaria, como, por ejemplo, prepararme un gran cubo de agua caliente para lavarme cuando me levantaba o poner unas flores en mi cuarto y otras cosas por el estilo.
Giacinti me daba siempre la misma cantidad de dinero y yo, sin decir nada a mi madre, iba a ponerla en una cajita en la que entonces ella guardaba sus ahorros. Para mí apenas me reservaba unas liras. Supongo que se daba cuenta de los aumentos diarios de nuestro patrimonio, pero ni una palabra sobre ese tema medió entre las dos. A lo largo de mi vida he observado que aun aquellos cuyas ganancias tienen un origen lícito no gustan hablar de ello, no ya con extraños, sino ni siquiera con los más íntimos. Probablemente va unido al dinero un sentimiento de vergüenza, o por lo menos de pudor, que lo borra de la lista de los temas normales de conversación y lo relega entre las cosas de las que no está bien hablar, secretas e inconfesables, como si el dinero fuera siempre mal ganado, cualquiera que fuese su origen. Pero tal vez es verdad que a nadie le gusta mostrar el sentimiento que el dinero despierta en el ánimo, sentimiento muy fuerte que casi nunca va separado de una sombra de culpa.
Una de aquellas noches, Giacinti manifestó el deseo de dormir conmigo en mi habitación, pero con el pretexto de que los vecinos lo verían por la mañana al salir de casa, lo eché fuera. Realmente, mi intimidad con él no había dado un solo paso desde la primera noche, y no por culpa mía. Hasta el día de su marcha se había portado igual que la primera vez. Era realmente un hombre de poco o ningún valor, por lo menos en las relaciones afectivas, y todo el sentimiento que pudiera experimentar por él lo experimenté ya en la primera noche, mientras él dormía, un sentimiento vago, que tal vez ni siquiera se refería a él. Me repugnaba la idea de dormir con aquel hombre y temía el aburrimiento, pues estaba segura de que me tendría despierta toda la noche haciéndome confidencias y hablándome de sí mismo. Con todo, Giacinti no se dio cuenta de mi hastío ni de mi antipatía y me dejó convencido de haberse hecho en pocos días muy simpático a mis ojos.
Llegó el día de mi cita con Gino y habían sucedido tantas cosas aquellos diez días que me parecían cien años desde que lo veía antes de ir al estudio y trabajaba para ganar dinero y poner nuestra casa y podía considerarme una novia a punto de casarse. Gino estaba en el sitio de siempre a la hora fijada, con exacta puntualidad. Mientras me instalaba en el coche me pareció muy pálido y como alicaído. Ni al más intrépido traidor le gusta verse echar en cara una traición, y él debía haber pensado y sospechado mucho durante aquellos diez días de interrupción de nuestras relaciones habituales. Pero yo no mostré resentimiento alguno y a decir verdad no tenía que fingir, ya que no sólo me sentía perfectamente tranquila, más aún, pasada la amargura del primer desengaño, casi me sentía inclinada a un indulgente y escéptico afecto. Al fin y al cabo, Gino seguía gustándome, según me di cuenta en cuanto lo vi, y eso era ya mucho.