Выбрать главу

Poco después, mientras el coche corría hacia la villa, me preguntó:

—¿Así, pues, tu confesor ha cambiado de idea?

Su tono era ligeramente burlón y al mismo tiempo inseguro. Yo contesté con sencillez:

—No… Soy yo quien ha cambiado de idea.

—¿Y han terminado los trabajos que tenías con tu madre?

—Por ahora, sí.

—¡Qué raro!

Gino no sabía lo que decía, pero era evidente que me zahería para saber si sus sospechas eran ciertas.

—¿Por qué ha de ser raro?

—Lo decía por decir…

—¿No crees que es verdad lo del trabajo?

—No creo ni dejo de creer.

Había decidido avergonzarlo, pero a mi manera, jugando un poco con él, como el gato con el ratón, sin las violencias que me había aconsejado Gisella y que, desde luego, no cuadraban con mi temperamento. Le pregunté con coquetería:

—¿Estás celoso?

—¿Celoso yo?

—Sí… Y si fueras sincero, lo confesarías.

Se tragó el anzuelo que yo le echaba y dijo de pronto.

—Cualquiera en mi lugar estaría celoso.

—¿Por qué?

—Vamos a ver, ¿quién puede creer en un trabajo tan importante que ni siquiera te dejaba cinco minutos para verme?

—Pues es la verdad —dije tranquilamente—. He trabajado mucho.

Y era verdad. ¿Qué era sino trabajo, y muy fatigoso por cierto, lo que había hecho con Giacinti todas aquellas noches?

—Y he ganado lo suficiente para pagar todos los plazos y el ajuar —añadí burlándome de mí misma—. Así, por lo menos, podremos casarnos sin deudas.

No dijo nada. Era evidente que trataba de convencerse de la verdad de cuanto yo decía abandonando sus primeras sospechas. Hice entonces un gesto que me era habitual en otro tiempo. Le eché los brazos al cuello y le besé con fuerza debajo de la oreja, murmurando:

—¿Por qué estás celoso…? Ya sabes que en mi vida no hay nadie más que tú.

Llegamos a la villa. Gino entró con el coche en el jardín, cerró la verja y fue conmigo hacia la puerta de servicio. Era la hora del crepúsculo y ya las luces brillaban en las ventanas de las casas de alrededor, rojizas en la niebla azulina de la tarde invernal. El pasillo del sótano estaba casi a oscuras y había olor de humedad y de ambiente cerrado. Me detuve y le dije:

—Esta noche no quiero ir a tu habitación.

—¿Por qué?

—Quiero que hagamos el amor en la alcoba de tu dueña.

—Tú estás loca —exclamó, escandalizado.

Habíamos estado a menudo en las habitaciones superiores de la villa, pero el amor lo habíamos hecho siempre en el sótano, en el cuarto de Gino.

—Es un capricho —dije—. ¿Qué te importa?

—Me importa y mucho… Imagínate que se rompe algo… ¿Cómo hago yo si después lo notan?

—¡Pobre, qué desastre! —contesté con ligereza—. Pues te echarán de la casa y se acabó.

—Y lo dices como si tal cosa.

—¿Y cómo voy a decirlo? Si me amaras de verdad, ni lo pensarías un momento.

—Te amo, pero eso ni pensarlo… No hablemos de ello, no tengo ganas de historias.

—Pero tendremos cuidado… Ni siquiera se darán cuenta.

—No… no.

Me hallaba perfectamente tranquila, y fingiendo sentimientos que no experimentaba, exclamé:

—Yo que soy tu novia te pido este favor y tú, por miedo a que ponga mi cuerpo donde lo pone tu ama y apoye mi cabeza donde ella apoya la suya, me lo niegas… ¿pero qué te crees? ¿Que ella es mejor que yo?

—No pero…

—Pues valgo mil veces más que ella —proseguí—. Pero peor para ti… Puedes hacer el amor con las sábanas y la almohada de tu señora… Yo me voy.

Como ya he observado, en Gino eran muy fuertes el respeto y la sumisión a sus amos, de los cuales estaba ingenuamente orgulloso, como si todas sus riquezas le pertenecieran también a él, pero al verme hablar de aquella manera y marcharme impetuosamente, con una decisión desconocida en mí y a la que no estaba acostumbrado, perdió la cabeza y corrió detrás de mí, diciendo:

—Espera, ¿dónde vas? No ha sido más que una broma… Vamos arriba, si quieres.

Me hice rogar todavía un poco, fingiéndome ofendida. Después acepté y, abrazados, deteniéndonos de vez en cuando en los peldaños para besarnos como hicimos la primera vez, pero con el ánimo muy distinto, al menos por mi parte, subimos al piso.

Una vez en la alcoba de la dueña, me dirigí directamente a la cama y descubrí el lecho. Gino objetó, presa del temor otra vez:

—No pensarás meterte bajo las sábanas…

—¿Y por qué no? —respondí tranquilamente—. No pienso pasar frío.

Calló, con visible disgusto, y yo, una vez preparada la cama, pasé al baño, encendí el gas y abrí el grifo del agua caliente, dejando salir apenas un hilo de agua, para que la bañera se llenara despacio. Gino me seguía, preocupado y con disgusto, y protestó de nuevo:

—¿También el baño?

—Ellos se bañan después del amor, ¿no?

—¡Qué sé yo lo que hacen! —repuso encogiéndose de hombros.

Pero vi que mi atrevimiento no le disgustaba; sólo que le costaba aceptarlo. Era un hombre poco valeroso y le gustaba sobre todo estar siempre en regla. Pero las infracciones a la regla lo atraían porque se las permitía pocas veces.

—Al fin y al cabo, tienes razón —observó al poco tiempo con una sonrisa entre mortificada y complacida mientras probaba con la mano el colchón—. Aquí se está bien… Mejor que en mi cuarto.

—¿No te lo había dicho?

Nos sentamos en el borde de la cama.

—Gino —le dije echándole los brazos al cuello—, imagínate lo bonito que será cuando tengamos una cama para los dos… No será como ésta pero será nuestra.

Ignoro por qué hablaba así. Probablemente porque sabía con certeza que todas esas cosas eran ya imposibles y me gustaba pincharme a mí misma allí donde más me dolía el alma. Él dijo:

—Sí… sí…

Y me besó.

—Yo sé la vida que me gusta —proseguí con aquel cruel sentido de describir una cosa perdida para siempre—. No una casa tan bella como ésta… Me bastarían dos habitaciones y la cocina, pero con todas las cosas de mi propiedad y limpia como un espejo… Y vivir tranquilos en ella, y los domingos pasear juntos… Comer juntos, dormir juntos… Imagínate, Gino, lo hermoso que será.

No dijo nada. A decir verdad, yo no me conmovía al decir todo aquello. Me parecía estar recitando un papel, como un actor en el escenario. Por eso mismo era más amargo, porque aquel papel tan frío, tan exterior, que no despertaba en mi ánimo la más lejana participación, aquel papel había sido realmente el mío diez días antes. Entre tanto, mientras hablaba, Gino iba desnudándome con impaciencia y una vez más, igual que en el momento de subir a su coche, me di cuenta de que me gustaba aún y pensé con triste despecho que mi cuerpo estaba siempre dispuesto a aceptar el goce, mucho más que mi ánimo, tan distante ya, a hacerme tan bondadosa y dispuesta al perdón. Gino me acariciaba y besaba y bajo aquellas caricias y aquellos besos, sentí que mi mente se confundía y que el placer de los sentidos se imponía a la reluctancia del corazón.

—Me haces morir —murmuré por fin con sinceridad dejándome caer de espaldas sobre el lecho.

Más tarde metí las piernas entre las sábanas y él hizo lo mismo.