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—Te llamaré por teléfono.

Él me miró con una esperanza que se mudó en estupor cuando vio mi cara llena de lágrimas. Pero no tuvo tiempo de hablar porque, con un gesto de saludo y una sonrisa forzada, me alejé.

CAPÍTULO IX

Y así, la vida volvió a girar para mí siempre en el mismo sentido y con idénticas figuras, como los tiovivos de Luna-Park que veía cuando era niña desde las ventanas de mi casa y me metían tanto júbilo en el corazón con sus luces deslumbrantes.

También en los tiovivos las figuras son pocas y siempre las mismas. Al son de una música estridente, tintineante y lamentosa, se ve pasar el cisne, el gato, el automóvil, el caballo, el trono, el dragón y el huevo, siempre los mismos durante toda la noche. Igualmente empezaron de nuevo a girar a mi alrededor las figuras de mis amantes. Aunque fueran nuevos, se parecían a los primeros. Volvió Giacinti de Milán, trayéndome unas medias de seda como regalo, y durante unos días lo vi cada noche. Después Giacinti volvió a marcharse y vi nuevamente a Gino, una o dos veces por semana. Las demás noches iba con otros hombres que encontraba por la calle o que Gisella me presentaba. Los había jóvenes, menos jóvenes y viejos; algunos, simpáticos que me trataban con cortesía, y otros, desagradables que me consideraban como un objeto de compraventa. Pero, en resumidas cuentas, como había decidido no aficionarme a ninguno, en el fondo era siempre el mismo cantar. Nos encontrábamos por la calle o en el café, algunas veces íbamos a cenar y después corríamos a mi casa. Allí nos encerrábamos en mi habitación, hacíamos el amor, hablábamos un poco y después el hombre pagaba y se iba y yo volvía a la sala, donde encontraba a mi madre que me esperaba. Si tenía hambre, cenaba, y después me acostaba.

En algunas ocasiones, si todavía era temprano, salía otra vez a la calle en busca de otro hombre. Pero también pasaban días enteros sin ver a ninguno y me quedaba en casa sin hacer nada. Me había hecho muy perezosa, de una indolencia triste y voluptuosa en la que parecía desahogarse el hambre de descanso y de tranquilidad, no sólo mía sino también de mi madre y de toda la gente siempre fatigada y siempre pobre. A veces, sólo la vista de la caja de nuestros ahorros vacía conseguía echarme de casa y pasear por las calles del centro en busca de compañía, pero muchas veces mi pereza era más fuerte y prefería que Gisella me prestara el dinero o que mi madre fuera a las tiendas a comprar a crédito.

Y sin embargo, no puedo decir que aquella vida me disgustara realmente. Pronto me di cuenta de que mi inclinación por Gino no tenía nada de particular ni era única, pues, en el fondo, casi todos los hombres me gustaban por algún motivo. No sé si esto les sucede a todas las mujeres que hacen el mismo oficio que yo o si indica la presencia de una vocación especial; sólo sé que cada vez experimentaba un estremecimiento de curiosidad y de esperanza y que pocas veces sufría una decepción. De los jóvenes me gustaban los cuerpos longuilíneos, delgados, todavía adolescentes, los gestos torpes, la timidez, los ojos acariciantes, la frescura de labios y de cabellos; de los maduros me gustaban los brazos musculosos, los pechos amplios y llenos, aquel no sé qué de macizo y poderoso que la virilidad pone en los hombros, en el vientre y en las piernas, y por último hasta los viejos me gustaban, porque el hombre, a diferencia de la mujer, no está ligado a la edad y aun en la vejez conserva su atractivo o adquiere otros de un género peculiar.

Cambiar cada día de amante me permitía distinguir a simple vista cualidades y defectos, con aquella observación exacta y penetrante que se adquiere sólo a través de la experiencia. Además, el cuerpo humano era para mí una fuente inagotable de misteriosa e irascible complacencia, y más de una vez me sorprendí escrutando con los ojos o acariciando con las puntas de los dedos los miembros de mis compañeros de una noche, como si más allá de las relaciones superficiales que nos unían quisiera descubrir el significado de su atractivo y explicarme a mí misma por qué me sentía tan atraída a ellos. Pero procuraba disimular todo lo posible aquella atracción porque aquellos hombres, en su vanidad siempre despierta, hubieran podido interpretarla por amor y pensar que estaba enamorada de ellos, cuando en realidad el amor, por lo menos tal como ellos lo entendían, no tenía nada que ver con mi sentimiento que, a lo sumo, se parecía a la reverencia y al estremecimiento que experimentaba antes al realizar ciertos actos religiosos en la iglesia.

Pero el dinero que ganaba de este modo no era tan abundante como podría creerse. Ante todo, no sabía ser tan ávida y tan mercantil como Gisella. Desde luego procuraba que se me pagara, porque no iba con hombres por diversión pero mi misma naturaleza me llevaba a darme más por una especie de exuberancia física que por cálculo y no pensaba en el dinero hasta el momento de hacerme pagar, es decir, demasiado tarde. Siempre me quedaba la oscura convicción de que daba a los hombres una mercadería que no costaba nada y que habitualmente no se pagaba, una sensación de recibir aquel dinero más como regalo que como un salario. Me parecía que el amor no debía pagarse o que nunca era pagado suficientemente, y entre esta modestia y esta presunción me sentía incapaz de fijar un precio que no me pareciera arbitrario.

Así, cuando me daban mucho, lo agradecía excesivamente, y cuando me daban poco, no lograba sentirme defraudada y no protestaba. Sólo más tarde, amaestrada por alguna amarga experiencia, me decidí a imitar a Gisella, que hacía tratos antes de aceptar. Pero en principio siempre me avergonzaba, y no lograba dar una cifra sino entre dientes, de manera que muchos no entendían y tenía que repetirla.

Otro motivo contribuía a hacer insuficiente el dinero ganado. Era el hecho de que, reparando mucho menos en gastos y habiéndome extendido bastante en la compra de algún vestido, perfumes, objetos de tocador y cosas por el estilo que necesitaba por mi profesión, el dinero que recibía de mis amantes no me bastaba, exactamente como el que ganaba antaño haciendo de modelo y ayudando a mi madre en sus trabajos. De este modo me parecía seguir tan pobre como antes, a pesar del sacrificio de mi honor. Como antes y aún más a menudo había días que no teníamos un céntimo en casa. Como antes y aún peor, me angustiaba la inseguridad del mañana.

Soy bastante despreocupada y flemática por naturaleza y esta inquietud nunca llegaba a tener un carácter obsesivo como ocurre en tantas personas menos equilibradas y despreocupadas. Pero quedaba en el fondo de la oscuridad de mi conciencia como una carcoma en las fibras de un mueble viejo, y me advertía continuamente que estaba desprovista de todo y que no podía olvidar aquel estado y descansar, ni mejorarlo definitivamente con la profesión que había escogido.

Quien no sentía o por lo menos no parecía sentir ya inquietud alguna, era mi madre. Yo le había advertido que ya no era necesario que se matara cosiendo todo el día, y ella, como si lo hubiera esperado toda su vida, abandonó de golpe la mayor parte de sus trabajos, limitándose a aceptar poquísimos encargos y aún de mala gana, más por pasatiempo que por interés de ganancia. Era como si el esfuerzo de tantos años, iniciado cuando era niña y servía en la familia de un empleado, se hubiera venido abajo de repente, sin dejar rastro y sin remedio, a la manera de esas viejas casas que se hunden disolviéndose y de las que no queda ni una pared en pie, sino solamente un montón de polvo.