Para una persona como mi madre, el dinero significaba sobre todo comer y descansar hasta la saciedad. Comía más que antes y se concedía aquellas comodidades que distinguían, de acuerdo con sus ideas, a las personas ricas de las pobres. Se levantaba tarde, dormía después de comer y paseaba de vez en cuando. Debo añadir que el efecto de estas novedades en ella era quizás el aspecto menos grato de mi nueva vida. Es probable que quien está acostumbrado a trabajar no debiera dejarlo nunca, pues el ocio y el bienestar lo corrompen y aunque éste no era su caso, tenga unos orígenes buenos y justos.
Cuando mejoraron nuestras condiciones, mi madre engordó o, mejor dicho, dada la rapidez con que desapareció su ansiosa y ajetreada delgadez, se hinchó torpemente, de una forma que se me hacía significativa aunque no llegara a comprender su significado. Las caderas, que en otro tiempo eran huesudas, se le redondearon; los hombros enjutos se le llenaron; las mejillas, que siempre había tenido como tirantes y anhelosas, se le pusieron floridas y de buen ver. Pero el detalle más triste de ese engrosamiento de mi madre eran los ojos, que antes eran grandes y muy abiertos, con expresión siempre abierta y vigilante y ahora parecían pequeños, llenos de no sé qué luz incierta y ambigua. Había engordado, pero sin rejuvenecer ni hacerse más bella. Me parecía que llevaba en la cara, en vez de hacerlo yo, las huellas visibles de nuestro cambio de vida, y me era imposible mirarla sin sentir un cierto penoso remordimiento, mezcla de compasión y repugnancia.
Además, mi madre aumentaba mi malestar cayendo continuamente en actitudes de satisfacción golosa y beatífica. En realidad, le parecía mentira no tener que volver a penar, y sus gastos y actitudes eran los de quien en su vida no había comido ni descansado lo bastante.
Naturalmente, yo no le dejaba adivinar esos sentimientos, porque no quería molestarla y además me daba cuenta de que ciertas cosas debiera decírmelas a mí misma antes que a ella. Pero de vez en cuando se me escapaba algún gesto de disgusto, y creía amarla menos ahora que estaba gorda, hinchada y caminaba balanceando las caderas, que cuando chillaba y corría y se lamentaba todo el día, flaca y desvencijada. A menudo me hacía esta pregunta: «Si yo me hubiera hecho rica por un buen matrimonio, ¿hubiera engordado mi madre de la misma manera?» Hoy pienso que sí, y aquella especie de elemento innoble que me parecía observar en su gordura, lo atribuyo a las miradas que le dirigía yo, cargadas, a mi pesar, de conformidad y de remordimiento.
A Gino no le oculté mucho tiempo mi nueva condición. Más aún, me propuse revelársela pronto, la primera vez que volví a verlo, unos diez días después de haber hecho el amor en la villa. Una mañana, mi madre acudió a despertarme y con una voz cómplice y baja me dijo:
—¿Sabes quién está ahí y quiere hablarte? Gino.
—Hazlo pasar —dije simplemente.
Un poco decepcionada por mi brevedad, abrió la ventana y salió. Al poco tiempo entró Gino e inmediatamente me di cuenta de que estaba turbado y furioso. No me saludó, dio la vuelta alrededor de la cama y vino a ponerse delante de mí, que lo miraba aún tendida y somnolienta. Después preguntó:
—Oye, el otro día, por casualidad, ¿no cogiste equivocadamente un objeto del tocador de la señora?
«Ya está» —pensé. Observé que no experimentaba ningún sentimiento de culpabilidad. En cambio, me producía la misma penosa impresión de siempre el espanto servil de Gino.
—¿Por qué me lo preguntas? —dije.
—Ha desaparecido una polvera de gran valor, de oro con un rubí… La señora ha organizado una escena de mil diablos… y como en cierto modo la villa quedó confiada a mí, no es que lo digan, pero yo comprendo que sospechan de mí. Menos mal que no se ha dado cuenta hasta ayer, al cabo de una semana de su regreso, y así hay también la probabilidad de que lo haya robado una de las doncellas… De lo contrario, ya me habrían echado, denunciado, arrestado, o qué sé yo…
Temí que por mi culpa hubiera pagado algún inocente y pregunté:
—¿Y no les han hecho nada a las doncellas?
—No —contestó bastante nervioso—. Pero ha venido un comisario de la Policía y desde hace dos días es imposible vivir en aquella casa.
Vacilé un momento y dije:
—Yo cogí la polvera.
Gino abrió mucho los ojos, hizo una horrible mueca y exclamó:
—La cogiste tú… ¿Y me lo dices así?
—¿Y cómo iba a decírtelo?
—Pero, eso se llama robar.
—Ya.
Me miró y de pronto se puso furioso. Quizá temía las consecuencias de mi acción o tal vez, de una manera oscura, adivinaba que yo le atribuía la responsabilidad última del robo.
—Pero, ¿en qué estabas pensando? ¿De manera que por eso querías ir a la habitación de la señora…? Ahora comprendo, pero yo, querida, no quiero entrar en el juego… ¡Ladrona! Estaba apañado si llego a casarme contigo… ¡Casarme con una ladrona!
Le dejé desahogarse, observándolo con atención. Ahora me asombraba el haber pensado durante tanto tiempo que era perfecto. Por fin, cuando creí que había agotado todos los reproches, dije:
—¿Por qué te enfureces tanto, Gino? Al fin y al cabo, no te acusan de que la hayas robado tú… Hablarán de eso unos días y después no volverán a pensar en ello… Además, quién sabe cuántas polveras tendrá tu señora…
—¿Pero por qué la has robado? —preguntó. Era evidente que deseaba oír lo que, como ya he dicho, intuía oscuramente.
—Así.
—Así, no es una respuesta.
—Entonces, si realmente quieres saberlo —dije tranquilamente—, no lo he robado porque lo deseara ni por necesidad, sino porque, al fin y al cabo, ahora puedo incluso robar.
—¿Qué quieres decir? No le dejé acabar:
—Cada noche voy por la calle, busco un hombre, lo traigo a casa y después me paga… Comprenderás que si puedo hacer eso, también puedo robar, ¿no?
Gino comprendió y su reacción fue característica:
—De manera que también haces eso… Está bien. ¡Pobre de mí si llegaba a casarme contigo!
—No lo hacía —dije—. Lo hago desde que supe que estás casado y que tienes una hija.
Gino había esperado todo aquel tiempo esta frase y la refutó rápidamente:
—No, querida… Ahora no vengas a echarme a mí la culpa… Sólo se hace puta y ladrona la que quiere serlo.
—Se ve que yo lo era sin saberlo —repuse—, y tú me has dado la ocasión de llegar a serlo.
Por mi calma comprendió que no tenía nada que esperar y cambió de táctica.
—Bueno, lo que eres o lo que haces no me atañe, pero tienes que devolverme la polvera… De lo contrarío, tarde o temprano pierdo mi puesto. Tienes que devolvérmela y fingiré haberla encontrado en cualquier sitio, en el jardín, por ejemplo.
—¿Por qué no lo has dicho antes? Si es para que no pierdas tu puesto, puedes cogerla… Está ahí, en el primer cajón del armario.
Inmediatamente, con una prisa impregnada de alivio, fue al armario, abrió el cajón, cogió la polvera y se la metió en el bolsillo. Se volvió a mirarme, con unos ojos que ya eran diferentes, en los que parecía alborear una disposición de ánimo mortificada y conciliadora. Pero no tuve el valor de enfrentarme con la escena embarazosa que anunciaba su mirada.
—¿Tienes el coche abajo? —pregunté.
—Sí.
—Bien, es tarde y no te conviene quedarte. Hablaremos de todo la próxima vez que nos veamos.
—¿Estás enfadada conmigo?
—No, no estoy enfadada contigo.
—Sí lo estás…
—Te repito que no. Suspiró, se inclinó sobre el lecho y dejé que me besara.
—¿Me llamarás por teléfono? —preguntó desde la puerta.
—Puedes estar tranquilo.