Así supo Gino mi nuevo género de vida. Pero el día en que volvimos a vernos no hablamos para nada ni de la polvera ni de mi oficio como si se tratara ya de cosas aceptadas y carentes de interés cuya importancia hubiera consistido solamente en su novedad. En fin de cuentas, se comportó más o menos como mi madre, pero no parecía haber sentido por un solo momento la tristeza de mi madre el primer día que llevé a Giacinti a casa y que todavía creía adivinar de vez en cuando bajo su satisfacción y hasta bajo el aspecto insano de su gordura. El carácter principal de Gino consistía, en cambio, en una cierta astucia no muy inteligente y de cortos horizontes. Creo que después de haber sabido mi cambio de vida a partir de su traición, debió de encogerse de hombros y decir: «¡Bah, dos pájaros de un tiro! Así no puede reprocharme nada y sigo siendo su amante». Hay hombres que consideran una suerte conservar lo que poseen, lo mismo si se trata de dinero o de la mujer como de la vida, aun a costa de su dignidad, y Gino era uno de esos.
Seguía viéndole porque, como ya he dicho varías veces, a pesar de todo seguía gustándome y no había otro que me gustara tanto como él, y además porque aunque pensara que todo había acabado ya entre nosotros, no deseaba que el fin fuera brusco y desagradable. Nunca me han gustado los cortes en seco, las interrupciones repentinas. Creo que las cosas de la vida mueren por sí mismas, tal como nacieron, por aburrimiento, por indiferencia o hasta por costumbre, que es una especie de aburrimiento fiel, y me gusta sentirlas morir así, naturalmente, sin culpa mía ni de otros, y poco a poco verles ceder el puesto a las demás. Al fin y al cabo, nunca se dan en la vida cambios decididos y netos, y quien quiere cambiar con precipitación corre peligro de ver reaparecer cuando menos lo espera, todavía vivas y tenaces, las viejas costumbres que creía haber extirpado de golpe y de una manera definitiva. Yo deseaba también que las caricias de las manos de Gino me dejaran indiferente igual que sus palabras y temía que, si no daba tiempo al tiempo, podría reaparecer en cada momento en mi vida y obligarme contra mi voluntad a reanudar nuestras antiguas relaciones.
Otra persona que entonces reapareció en mi vida fue Astarita. Con él todo fue más sencillo que con Gino. Gisella lo veía a escondidas y creo que Astarita hacía el amor con ella sólo por tener ocasión de hablar de mí. Como quiera que fuese, Gisella acechaba la ocasión propicia para hablarme de él y cuando le pareció que ya había pasado bastante tiempo y me habría apaciguado, procuró hablar conmigo a solas y me dijo que se había encontrado con Astarita y que le había preguntado por mí.
—No me ha dicho nada en concreto —prosiguió—, pero he entendido que sigue enamorado de ti. Si he de decirte la verdad, me ha dado lástima… Parece realmente desgraciado. Te repito que no me ha dicho nada, pero he adivinado que tiene grandes deseos de volver a verte… Ahora, al fin y al cabo… Pero la interrumpí diciendo:
—Oye, es inútil que sigas hablando así.
—¿Cómo, así?
—Bueno, con tantas precauciones… Vale más que digas claramente que él te manda, que quiere volver a verme y que le has prometido llevarle mi respuesta.
—Supongamos que sea así —admitió, desconcertada—. ¿Y entonces?
—Entonces —repuse tranquilamente—, dile, si quieres, que no me opongo a verlo. Naturalmente, como veo a los demás, sin ningún compromiso, de vez en cuando…
Gisella se quedó realmente asombrada de mi actitud. Estaba convencida de que yo odiaba a Astarita y que por nada del mundo consentiría en volver a verlo. No comprendía que para mí ya no existían ni el odio ni el amor y, como de costumbre, pensó que yo ocultaba una segunda intención.
—Haces bien —dijo al cabo de un rato con aire reflexivo y astuto—. Yo, en tu lugar, haría lo mismo. En ciertos casos, conviene pasar por encima de las antipatías. Astarita te ama de veras y sería capaz de hacer anular su matrimonio y casarse contigo… ¡Vaya, veo que eres lista! ¡Y pensar que te creía una ingenua!
Gisella nunca había comprendido nada de mí, y yo sabía por experiencia que sería en vano tratar de abrirle los ojos. Por eso aprobé con fingida desenvoltura:
—Eso es, precisamente…
Y la dejé en un estado de ánimo mezcla de envidia y de injuriosa admiración.
Comunicó a Astarita mi respuesta y volví a verlo en el mismo bar en el que me encontré por primera vez con Giacinti. Como había dicho Gisella, me amaba aún furiosamente y cuando me vio se puso pálido como un muerto, perdió toda su gallardía y no volvió a abrir la boca. Debía de ser más fuerte que él, y creo que tienen razón ciertas mujeres sencillas del pueblo como, por ejemplo, mi madre, cuando hablando de casos de amor dicen que ciertos hombres han sido embrujados por sus amantes. Sin darme cuenta ni quererlo, había echado una especie de embrujo sobre él, y por mucho empeño que él pusiera en sustraerse a su efecto, no lograba desprenderse de mi influencia. De una vez por todas lo había hecho inferior, dependiente de mí, sometido. Lo había desarmado, paralizado y puesto a mi merced.
Más tarde me explicó que a veces se preparaba a solas para representar el papel frío y desdeñoso que hubiera querido representar conmigo, aprendiéndose incluso las palabras de memoria. Pero después, apenas me veía, la sangre se le iba de las mejillas, una especie de angustia le oprimía el pecho, la mente se le vaciaba y la lengua se negaba a hablar. Hasta mi mirada se le hacía insostenible. Perdía la cabeza y experimentaba un irresistible deseo de ponerse de rodillas ante mí y de besarme los pies.
Realmente no era como los demás hombres. Quiero decir que había en él algo de obsesivo. La noche de nuestro encuentro, después de haber comido juntos en el restaurante, en un silencio tenso y convulso, fuimos a mi casa y allí me rogó que le contara detalladamente, sin omitir nada, mi vida desde el día de la excursión a Viterbo hasta la ruptura con Gino.
—Pero, ¿por qué te interesa tanto? —le pregunté, asombrada.
—Así, por ninguna razón… Pero, «qué te cuesta? No pienses en mí, cuéntamelo, y nada más.
—Por mí —dije encogiéndome de hombros—, si realmente te gusta…
Y con toda minuciosidad, como me había pedido, le conté todo lo sucedido desde el día de la excursión: la explicación que tuve con Gino, cómo seguí los consejos de Gisella, mi encuentro con Giacinti. Tan sólo callé el asunto de la polvera, ni siquiera sé por qué, quizá por no inquietarlo dada su profesión de policía. Me hizo muchas preguntas, sobre todo acerca de mi encuentro con Giacinti. No parecía saciarse de los pormenores como si, más que saber las cosas, quisiera incluso verlas y tocarlas y, en resumen compartirlas. No podría decir cuántas veces me interrumpió con frases como: «¿Y tú que hiciste?», o también: «¿Y qué hizo él?» Y cuando acabé mi relato, me abrazó farfullando:
—Todo ha sido por mi culpa.
—No, no… —repliqué, un poco aburrida—. No ha sido culpa de nadie.
—Sí, ha sido culpa mía… Soy yo quien te ha arruinado… Si no me hubiera portado de aquella manera en Viterbo, todo hubiera sido diferente.
—Esta vez te equivocas —respondí con vivacidad—. A lo sumo, la culpa habrá sido de Gino… Tú no tienes nada que ver… Tú, querido, quisiste poseerme por la fuerza en Viterbo, y las cosas obtenidas por la fuerza no cuentan. Si Gino no me hubiera traicionado, me hubiese casado con él, le habría contado después todo lo ocurrido y las cosas seguirían como si no te hubiese conocido.
—No. Ha sido por mi culpa… Aparentemente, tal vez la culpa sea de Gino, pero en el fondo la culpa es mía.
Parecía bastante aferrado a esta idea de su culpabilidad, pero, según creí entender, no porque sintiera remordimiento, sino al contrario, porque le complacía pensar que me había corrompido y arruinado. Pero decir que le complacía es decir poco: lo excitaba, y tal vez éste era el motivo principal de su pasión por mí. Esto lo entendí después, cuando me di cuenta de que a menudo, en nuestros encuentros, insistía para que le contara con toda clase de detalles cuanto ocurría entre mis amantes circunstanciales y yo. Durante estos relatos, ponía una cara turbada, tirante y atenta, que acababa turbándome a mí y llenándome de vergüenza. Inmediatamente después se echaba sobre mí y mientras me poseía repetía con pasión palabras injuriosas, brutales, obscenas, que no quiero repetir aquí y que parecerían ofensivas incluso a la más depravada de las mujeres.