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En aquellos momentos me arrodillaba y me ponía a rezar, tal vez más por una costumbre de la infancia que por clara voluntad y pleno conocimiento. Pero no rezaba con las palabras de las oraciones habituales, que me parecían demasiado largas para mi repentino estado de ánimo. En cambio, me dejaba caer de rodillas con tal violencia que a veces me dolían las piernas durante varios días y oraba brevemente: «Cristo, ten piedad de mí», en voz alta y desesperada. No era realmente una oración, sino una especie de fórmula mágica con la que pensaba disipar mi desaliento y volver a encontrar la realidad de siempre. Después de haber clamado de esta manera, impetuosamente, con toda mi fuerza, me quedaba absorta, con la cara entre las manos, un buen rato. Por último me daba cuenta de que ya no pensaba en nada, que estaba aburriéndome, que era la Adriana de siempre, que me hallaba en mi habitación. Me tocaba el cuerpo, como incrédula de poder encontrarlo intacto y presente y, levantándome, me iba a la cama. Estaba cansada y dolorida, como si todas mis articulaciones se hubieran endurecido, y me dormía inmediatamente.

Pero esos estados de ánimo no influían en nada en mi vida habitual. Seguía siendo la Adriana de cada día, con mi carácter, que por dinero llevaba hombres a casa, acompañaba a Gisella y hablaba de cosas sin importancia con su propia madre y con los demás. A veces se me hacía extraño ser tan distinta en la soledad de cuando estaba acompañada, en mis relaciones conmigo misma y con los demás. Pero no me hacía la ilusión de estar sola y experimentar sentimientos tan violentos y desesperados. Creía que por lo menos una vez al día todos debían sentir la propia vida reducirse a una situación de angustia inefable y absurda. Sólo que a los demás ese conocimiento no les producía ningún efecto visible. Salían después de sus casas como yo, e iban de un lado para otro representando sinceramente sus papeles que no tenían nada de sinceros. Y ese pensamiento me confirmaba en la convicción de que todos los hombres, sin excepción, son dignos de compasión, aunque no sea más que porque viven.

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I

Ahora Gisella y yo, más que amigas éramos socias. Verdad es que no nos poníamos de acuerdo en cuanto a los lugares de reunión, pues Gisella prefería los restaurantes y los locales de lujo y yo los cafés más humildes e incluso la calle, pero habíamos decidido una especie de acuerdo incluso para esta diferencia de gustos: íbamos por riguroso turno a los sitios preferidos por cada una. Una noche, después de haber cenado en vano en el restaurante, volvíamos juntas a casa cuando me di cuenta de que un coche nos seguía. Se lo dije a Gisella y aun me atreví a añadir que podríamos dejarnos abordar. Gisella estaba aquella noche de pésimo humor porque había tenido que pagar la cena sin provecho alguno y desde hacía algún tiempo estaba pasando verdadera estrechez. Me contestó de mala manera:

—Ve tú… Yo me voy a dormir.

Entre tanto, el coche se había acercado a la acera y caminaba lentamente a nuestro lado. Gisella iba junto al muro y yo por el borde de la calzada. Miré a hurtadillas y vi que en el coche iban dos hombres. Pregunté a Gisella en voz baja:

—¿Qué hemos de hacer? Si no vienes tú también, yo no hago nada.

—Yo no voy. Ve tú… ¿Acaso tienes miedo?

Ella lanzó a su vez una ojeada de través al coche y, por un momento, pareció vacilar, malhumorada.

—No, pero sin ti no voy —respondí.

Ella movió la cabeza, echó otra ojeada al coche que todavía iba lentísimo a nuestro lado y, como resignándose de pronto, contestó:

—Está bien, pero sigue como si tal cosa y vamos adelante… Aquí, en el Corso, no me gusta.

Caminamos todavía unos cincuenta metros, seguidas siempre por el automóvil. Entonces Gisella dobló una esquina y las dos nos metimos por una calleja oscura transversal, en una estrecha acera a espaldas de una vieja pared tapizada de carteles publicitarios. Oímos cómo el coche tomaba la misma dirección y después, con los faros encendidos, se nos plantó delante, envolviéndonos en un haz de luz blanca. Era como si aquella claridad nos desnudara, clavándonos a la húmeda pared entre los carteles descoloridos y arrancados en parte. Nos detuvimos. Gisella, irritada, me dijo en voz baja:

—¿Qué modales son éstos? ¿Es que ya no nos miraron bastante en el Corso? Estoy a punto de irme a casa.

—No, no —dije apresuradamente, como suplicando.

Yo misma ignoraba por qué, pero me interesaba muchísimo conocer a los dos hombres del automóvil.

—¿Qué te importa, al fin y al cabo? Todos hacen más o menos lo mismo.

Gisella se encogió de hombros y al mismo tiempo los faros trazaron un círculo, se apagaron y el coche se detuvo junto a la acera, delante de nosotras. El que conducía sacó por la ventanilla una cabeza rubia y rosada y dijo con voz sonora:

—Buenas noches.

—Buenas noches —respondió Gisella, conteniéndose.

—¿Dónde vais tan sólitas las dos? —siguió el otro—. ¿Podemos acompañaros?

A pesar del tonillo irónico, como de quien sabe que tiene gracia, eran las frases rituales que he oído centenares de veces.

Todavía envarada, Gisella contestó:

—Depende…

También ella decía siempre las mismas cosas.

—Bueno, bueno —insistió el del coche—. ¿De qué depende?

—¿Cuánto pensáis darnos? —replicó Gisella acercándose y poniendo una mano sobre la portezuela.

—¿Cuánto queréis?

Gisella dijo una cantidad.

—Vaya, sois caras —canturreó el hombre—. Sois verdaderamente caras.

Pero parecía dispuesto a aceptar. Su compañero, cuyo rostro yo no veía aún, se inclinó y le dijo algo al oído, pero el rubio movió los hombros y volviéndose hacia nosotras añadió:

—Está bien… Subid.

El compañero abrió la portezuela, descendió, volvió a subir a la parte posterior. Una vez dentro, abrió desde dentro la portezuela y me invitó con un gesto a subir a su lado. Gisella se instaló junto al rubio. Éste se volvió hacia ella y preguntó:

—¿Adonde vamos?

—A casa de Adriana —contestó Gisella.

Y dio mi dirección.

—Muy bien —dijo el rubio—. Vamos a casa de Adriana.

Habitualmente, cuando me encontraba con esta clase de hombres todavía desconocidos, lo mismo en un coche que en otro lugar, me mantenía inmóvil y silenciosa esperando que ellos me hablaran o hicieran algo. Sabía por experiencia que los hombres son impacientes cuando se trata de tomar la iniciativa y que no necesitan en absoluto que se les anime. También aquella noche me quedé muda y quieta mientras el coche corría por las calles de la ciudad. De mi vecino, a quien la disposición de los puestos en el automóvil designaba como mi amante de turno, sólo veía las manos largas, delgadas y blancas, posadas sobre las rodillas. Tampoco él hablaba ni se movía y mantenía la cabeza echada hacia atrás, en la sombra. Pensé que debía de ser tímido y de pronto sentí simpatía por él. También yo había sido tímida y cualquier timidez me conmovía porque me llevaba a pensar cómo era yo misma antes de mis relaciones con Gino. En cambio, Gisella hablaba. Gustábale, mientras podía hacerlo, conversar con cierto distanciamiento y una especie de educación, como si fuera una señora de charla con hombres que la respetan. De pronto, le oí preguntar: