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El rubio saltó a tierra y con burlona cortesía ayudó a Gisella a salir. También salimos nosotros; abrí el portal de casa y entramos. Por la escalera nos precedió el rubio junto con Gisella. Era bajo y grueso, con unos vestidos que parecían ir a estallar, pero no era decididamente gordo. Gisella resultaba más alta que él, A mitad de la escalera, se rezagó un poco, quedó un peldaño más abajo que Gisella, y cogiendo el borde de la falda de ésta lo levantó, dejándole al descubierto los muslos blancos ceñidos por las ligas y parte de las nalgas, que eran pequeñas y enjutas.

—¡Arriba el telón! —gritó con una carcajada. Gisella se limitó a bajarse la falda de un manotazo. Pensé que tanta desfachatez disgustaría a mi compañero y quise darle a entender que también a mí me disgustaba.

—Su amigo es muy alegre —dije.

—Sí —respondió brevemente.

—Se ve que las cosas le van bien.

Entramos en casa, de puntillas, y los llevé directamente a mi cuarto. Una vez cerrada la puerta nos quedamos un rato de pie los cuatro, porque la habitación era pequeña y la llenábamos. El rubio fue el primero en deshacer el embarazo sentándose en la cama y empezando sin más preámbulos a desnudarse como si estuviera a solas. Mientras se desnudaba, no dejaba de reír y de parlotear, incansable. Hablaba de habitaciones de hotel y de cuartos privados y contó una aventura suya reciente:

—Me dijo que era una señora educada y que no quería ir a un hotel… Yo le dije que los hoteles están llenos de señoras educadas… Me contestó que ella no quería dar su nombre… Yo le propuse hacerla pasar como mi esposa. Al fin y al cabo, una más o menos… Bien, fuimos al hotel, la presenté como mi mujer. Subimos a la habitación… pero cuando se trató de pasar a los hechos, empezó a hacer una serie de melindres… que estaba arrepentida, que ya no quería, que verdaderamente era una dama educada… Entonces perdí la paciencia e intenté actuar por la fuerza… Nunca lo hubiera hecho, porque abrió la ventana y me amenazó con arrojarse a la calle… «Está bien —le dije—. La culpa es mía por haberte traído aquí…» Ella se sentó en la cama y empezó a lloriquear. Me contó una larga historia tristísima, muy conmovedora, capaz de destrozar el corazón, pero si tuviera que contárosla no podría hacerlo, porque la he olvidado… Sólo sé que al final me sentí tan emocionado que casi me eché de rodillas a sus pies para pedirle perdón por haberla tomado por lo que no era… «Está bien —dije—. No haremos nada.

Nos limitaremos a acostarnos y a dormir cada uno por su lado». Y dicho y hecho; yo me dormí inmediatamente… Bueno, a media noche me desperté, miré hacia su lado y vi que había desaparecido. Miré entonces mis vestidos y noté que estaban en desorden… Fui en seguida a ver y descubrí que también había desaparecido mi cartera… ¡Una señora educada, sí señor!

Estalló en risas con una alegría realmente irrefrenable y contagiosa que hizo reír a Gisella y a mí me obligó a sonreír. Se había quitado el traje, la camisa, los calcetines y los zapatos, y se había quedado con un vestido interior de lana, muy adherente, color tórtola, que lo cubría desde los tobillos al cuello y le daba el aspecto de un equilibrista o un bailarín de la ópera. El indumento, habitual en los hombres de cierta edad, aumentaba la comicidad de su figura, y en aquel momento olvidé la brutalidad de antes y casi sentí simpatía por él porque siempre me han gustado las personas alegres y yo misma soy más inclinada a la alegría que a la tristeza. Él empezó a dar vueltas por la habitación, haciendo mil muecas y gesticulaciones graciosas, pequeño, redundante, con un tórax abultado, orgulloso de su indumento de lana como de un uniforme.

Después, desde el rincón de la cómoda, dio un salto repentino sobre la cama cayendo encima de Gisella, que dio un chillido de sorpresa, y derribándola boca arriba como para abrazarla. Pero de pronto, de una manera cómica, como dominado por una idea repentina, quedando a cuatro patas sobre Gisella, levantó la cara roja y desenfrenada, se volvió a mirarnos a nosotros dos como hacen los gatos antes de tocar la comida, y preguntó:

—Y vosotros, ¿qué esperáis?

Miré a mi compañero y le pregunté:

—¿Quieres que me desnude?

El conservaba todavía levantado el cuello del abrigo y contestó temblando:

—No, no… Después de ellos.

—¿Quieres que salgamos?

—Sí.

—Dad una vuelta en coche —gritó el rubio, todavía inclinado sobre Gisella—. Las llaves están puestas.

Pero su compañero fingió no haber oído el ofrecimiento y salió de la habitación.

Pasamos a la antesala. Hice un gesto al joven para que me esperara allí y entré en la sala. Mi madre estaba sentada ante la mesa del centro, entretenida en distribuir las cartas de un solitario. En cuanto me vio, sin esperar siquiera a que yo dijese una palabra, se puso de pie y salió hacia la cocina. Entonces me asomé a la puerta y dije al joven que podía entrar.

Cerré la puerta y fui a sentarme en el canapé, en el rincón junto a la ventana. Hubiera querido que él se sentara a mi lado y me acariciara. Con otros hombres siempre ocurría así. Pero él no hizo caso alguno del canapé y se puso a dar pasos de un lado a otro, con las manos en los bolsillos, alrededor de la mesa. Creí que estaría disgustado por tener que esperar y dije:

—Lo siento, pero sólo tengo una alcoba disponible.

El joven se detuvo y me preguntó con aire ofendido y cortés:

—¿Acaso te he pedido una habitación?

—No, pero creí…

Dio unos pasos más por el cuarto, y entonces yo no pude resistir más y le pregunté, señalando el canapé:

—¿Por qué no te sientas aquí, a mi lado?

Me miró, y después, como decidiéndose, vino a sentarse y me preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Adriana.

—Yo me llamo Giacomo —dijo cogiéndome la mano.

Eran unos modales insólitos, y de nuevo pensé que era tímido. Dejé que me cogiera la mano, y para animarle, le sonreí. Pero él dijo:

—Entonces, dentro de poco tendremos que hacer el amor, ¿no?

—Eso es.

—¿Y si yo no tuviera ganas?

—Entonces no haríamos nada —respondí con ligereza creyendo que bromeaba.

—Pues bien —exclamó con énfasis—, no tengo ganas, no tengo ninguna gana de hacer el amor.