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—Vámonos, vámonos —supliqué—. Ahora saldrá alguien ¿y qué le diremos?

—¿Qué dirá mamá? —repitió como un estribillo, dejándose arrastrar—. ¿Qué hará mamá?

—La tienes tomada con eso de la madre —dije caminando apresuradamente.

Llegábamos al Luna Park. De la última vez que había estado allí recordaba el gentío reunido en aquel lugar, las guirnaldas de bombillas de colores, los puestos con candiles de aceite, los decorados de los pabellones, la música y el bullicio de la gente. Quedé un poco decepcionada al no encontrar nada de todo aquello. El vallado del Luna Park parecía rodear, más que un lugar de diversión, un oscuro y abandonado depósito de materiales de construcción. Sobre las puntas de la valla se alzaban los arcos de los ocho volantes con los pequeños carruajes suspendidos aquí y allá, semejantes a panzudos insectos detenidos en su vuelo por una parálisis repentina. Los tejados puntiagudos de los pabellones, sin lámparas, ceñudos y bajos, producían una sensación de sueño. Todo parecía muerto, cosa lógica puesto que estábamos en invierno. La plaza que había delante del parque estaba desierta y llena de charcos. Sólo una farola la iluminaba débilmente.

—Aquí, en verano, está el Luna Park —dije—. Siempre hay mucha gente… pero en invierno está cerrado… ¿Donde vamos?

—A ese café, ¿no?

—Realmente es una taberna.

—Pues vamos a la taberna.

Pasamos la puerta de la muralla. Enfrente, en la planta baja de una hilera de casuchas, había una puerta de cristales iluminada. Sólo cuando estuve dentro me di cuenta de que era la misma taberna en la que tiempo atrás había cenado con Gino y mi madre, cuando Gino se enfrentó con el impertinente borracho. En las mesitas no había más de tres o cuatro personas que comían sobre el mármol cosas envueltas en papel de periódico y bebían el vino de la taberna. Hacía más frío que fuera; el aire olía a lluvia, a vino y a virutas y era de suponer que los hornillos estaban apagados. Nos sentamos en un rincón y Giacomo pidió un litro de vino.

—¿Y quién va a beberse un litro? —pregunté.

—¿Por qué? ¿No bebes?

—Bebo poco.

Se sirvió un vaso hasta el borde y se lo bebió de un trago, pero con esfuerzo y sin gusto. Ya lo había observado, pero aquel gesto me lo confirmó. Hacía siempre las cosas como por fuerza, externamente, sin participar en ellas, como si estuviera representando un papel. Permanecimos un rato en silencio. Él me miraba con sus ojos brillantes e intensos y yo paseaba mi mirada a nuestro alrededor. El recuerdo de la lejana noche en la que había acudido allí con Gino y mi madre volvía a mi memoria y no acababa de comprender si sentía nostalgia o fastidio. Entonces era muy feliz, es verdad, pero al mismo tiempo bastante ilusa. Por último, para mis adentros, decidí que era como cuando se abre un cajón hace tiempo cerrado y en vez de la buena ropa que una espera sólo se encuentran harapos, polvo y polilla. Todo había acabado, y no sólo mi amor a Gino, sino también la adolescencia y sus sueños traicionados. Y que esto era verdad lo demostraba el hecho de haber podido servirme con cálculo y a conciencia de mis recuerdos con el propósito de conmover a mi compañero. Dije al azar.

—Tu amigo me era antipático al principio, pero ahora casi siento simpatía por él… Es muy alegre.

Me respondió bruscamente:

—Primero, no es amigo mío, y segundo, de simpático no tiene nada.

Quedé asombrada por la violencia de su voz. Dije blandamente:

—¿Lo crees así?

Bebió y dijo:

—Habría que guardarse de las personas graciosas como de la peste… Bajo toda esa gracia casi nunca hay nada. Tendrías que verlo en su despacho. Allí no gasta bromas.

—¿Qué negocio tiene?

—No lo sé, algo así como un despacho de patentes.

—¿Y gana mucho?

—Muchísimo.

—¡Dichoso él!

Me sirvió vino y pregunté:

—¿Y tú por qué vas con él, si te resulta tan antipático?

—Es un amigo de la infancia —respondió haciendo un gesto—. Fuimos juntos a la escuela… los amigos de la infancia son todos así.

Bebió otra vez y añadió:

—Pero en cierto sentido es mejor que yo.

—¿Por qué?

—Cuando hace una cosa, la hace en serio… Yo, en cambio, primero quiero hacerla y después…

Su voz pasó repentinamente al falsete y se estremeció:

—Cuando llega el momento, no la hago… Por ejemplo, esta noche me ha telefoneado y me ha dicho si quería, como suele decirse, ir de mujeres… Yo he aceptado y cuando os encontramos deseé realmente hacer el amor contigo, pero después, una vez en tu casa, todos los deseos se me han esfumado…

—Se te ha esfumado el deseo —repetí mirándolo—. Y me has convertido en un objeto, en una cosa…

—¿Te acuerdas cuando te he torcido el dedo y te he hecho daño?

—Sí.

—Pues bien, lo he hecho para darme cuenta de que existías realmente… así, haciéndote sufrir.

—Sí, desde luego existía —dije sonriendo—. Y me has hecho mucho daño.

Ahora empezaba a comprender con alivio que su distanciamiento no se debía a antipatía. Por lo demás, nunca hay nada de extraño en las personas. En cuanto se intenta comprenderlas se descubre que su conducta, aunque insólita, se debe a algún motivo perfectamente plausible.

—De manera que no te he gustado…

Él movió la cabeza:

—No, no es eso… Con otra muchacha hubiera ocurrido lo mismo.

Después de un momento de vacilación pregunté:

—Dime, ¿no serás impotente?

—¡Qué va!

Ahora sentía un fuerte deseo de mostrarme cariñosa con él, de salvar la distancia que nos separaba, de amarlo y ser amada por él. Había negado que su repulsa me hubiese ofendido, pero en realidad, si no estaba ofendida precisamente, me sentía mortificada, herida en mi amor propio. Me sentía segura de mi atractivo y creía que él no podía tener ninguna razón válida para no desearme. Propuse con sencillez:

—Mira, ahora acabemos de beber y vámonos a casa a hacer el amor.

—No, es imposible.

—Eso significa que no te gusté ni siquiera cuando nos vimos por primera vez en la calle.

—No… Trata de comprenderme…

Sabía que no hay hombre que resista a ciertos argumentos. Repetí con calma fingidamente amarga:

—Se ve que no te gusto.

Y al mismo tiempo tendí la mano y le cogí la barbilla. Tengo una mano larga, grande y cálida, y si es verdad que el carácter se lee en la mano, mi carácter no debe tener nada de vulgar, al contrario de Gisella, que tiene una mano roja, tosca y deforme. Empecé a acariciarle poco a poco la mejilla, la sien, la frente, mirándolo al mismo tiempo con una dulzura insistente y ansiosa. Recordé que Astarita, en el ministerio, había hecho conmigo el mismo gesto, y comprendí una vez más que estaba realmente enamorada de aquel joven, ya que no había duda de que Astarita me amaba y aquél era un gesto propio de amor. Bajo mi caricia permaneció primero tranquilo e impasible; después, el mentón empezó a temblarle, lo que era en él, como pude observar después, señal de turbación, y todo el rostro se llenó de una expresión trastornada, inmensamente juvenil, como de un muchacho. Sentí compasión y alegría de sentir compasión porque quería decir que me acercaba a él.

—¿Qué haces? —murmuró como un muchacho avergonzado—. Estamos en un lugar público.

—¿Y qué me importa? —respondí tranquilamente. Sentía fuego en mis mejillas, a pesar del frío de la taberna, y casi me asombraba al ver cada vez que respirábamos una nubecilla de vapor ante nuestras bocas.

—Dame la mano —le dije.