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—¿No te encuentras mejor ahora? —murmuré.

—Sí —respondió en tono neutro y lejano.

—Espera —dije.

Pero cuando me disponía, con ímpetu renovado, a abrazarlo otra vez, su mirada fría y fija, tensa sobre su propio pecho, semejante a un hilo de hierro, volvió a penetrar en mí y al instante me sentí perdida y avergonzada. Cesó mi ardor, lentamente me separé de él y me dejé caer boca arriba a su lado. Había hecho un gran esfuerzo de amor poniendo en él todo el ímpetu de una desesperación inocente y antigua y el sentimiento repentino de lo vano de este esfuerzo me llenó los ojos de lágrimas y me coloqué el brazo sobre la cara para ocultarle que estaba llorando. Parecía haberme engañado, que no podía amarle y ser amada, y pensaba además que estaba viéndome y me juzgaba sin ilusiones, tal como yo era en realidad. Yo sabía estar viviendo en una especie de niebla que me había creado a mí misma a fin de no reflejarme más en mi propia consciencia. Él, en cambio, con aquellas miradas suyas disipaba esa niebla y colocaba de nuevo el espejo ante mis ojos. Y me vi tal como era realmente o, mejor aún, tal como debía de ser para él, porque de mí misma nada sabía ni pensaba, como he dicho, puesto que aun a duras penas creía en mi existencia. Por fin, dije:

—Vete.

—¿Por qué? —preguntó incorporándose sobre el codo y mirándome turbado—. ¿Qué sucede?

—Es mejor que te vayas —dije con calma manteniendo el brazo sobre mi rostro—. No creas que esté enfadada contigo, pero me doy cuenta de que no sientes nada por mí y por lo tanto… No pude terminar y moví la cabeza.

No contestó, pero noté que se movía y se apartaba de mi lado y empezaba a vestirse. Sentí entonces una pena aguda, como si me hubieran herido profundamente y me hurgaran con un hierro agudo y sutil en lo más vivo de mi herida. Sufría al sentir que se vestía, sufría al pensar que poco después se habría ido para siempre y no volvería a verlo, sufría por sufrir.

Se vistió lentamente, tal vez esperando que yo volviera a llamarlo. Recuerdo que por un momento esperé poder retenerlo excitando su deseo. Me había tumbado sobre el pecho, cubriéndome con la manta. Con una coquetería triste y desesperada, me volví y moví una pierna de modo que la manta se deslizara dejando mi cuerpo al aire. Nunca me había ofrecido de aquel modo y, por un instante, mientras yacía desnuda con las piernas abiertas y el brazo sobre los ojos, tuve casi la ilusión física, de sus manos en los hombros y de su respiración sobre mi boca. Pero casi al mismo tiempo oí que la puerta se cerraba.

Quedé como estaba, boca arriba e inmóvil. Creo que pasé sin darme cuenta del dolor a una especie de duermevela y después al sueño. Muy avanzada la noche me desperté y por primera vez me di cuenta de que estaba sola. Durante aquel primer sueño, aun en la amargura de la separación, me había quedado la sensación de su presencia. No sé cómo, volví a dormirme.

CAPÍTULO II

Con gran sorpresa mía, el día siguiente me sentí lánguida, melancólica y decaída como si hubiera pasado una enfermedad de un mes. Tengo un carácter alegre y la alegría, que procede de la salud y el vigor corporal, ha sido siempre en mí más fuerte que cualquier adversidad hasta el punto de que alguna vez me he enfadado conmigo misma al sentirme alegre aun a mi pesar y en circunstancias adversas. Por ejemplo, al levantarme cada día era raro que no me vinieran ganas de cantar o decir alguna frase ocurrente a mi madre. Pero aquella mañana, aquella alegría involuntaria me faltó del todo; sentíame dolorida, opaca, carente del habitual e impetuoso apetito por las doce horas de vida que la jornada me ofrecía. Dije a mi madre, que inmediatamente se dio cuenta del insólito mal humor, que había dormido mal.

Era verdad, pero yo sólo daba como causa uno de los muchos efectos de la profunda mortificación inferida a mi ánimo por la repulsa de Giacomo. Como ya he dicho, hacía tiempo que no me importaba nada ser lo que era: frente a mí misma no hallaba razón alguna para no serlo. Pero había esperado amar y ser amada y la negativa de Giacomo, a pesar de las complicadas razones que me había dado, me parecía achacable a mi oficio, el cual, por este motivo, se me hacía de repente odioso e intolerable.

El amor propio es una bestia curiosa que puede dormir aun bajo los golpes más crueles y en cambio se despierta herido de muerte aun por el más leve rasguño. Sobre todo me punzaba un recuerdo y me llenaba de amargura y vergüenza: el de una frase que yo misma había pronunciado la víspera mientras colgaba mi abrigo en la percha. Le había preguntado:

—¿Qué te parece esta habitación? ¿Verdad que es cómoda?

Recordaba que él no había contestado, reduciéndose a mirar a su alrededor con una mueca que por e! momento no comprendí. Ahora entendía que se trataba de un gesto de disgusto. Desde luego, debió de haber pensado que era el cuarto de una mujerzuela. Al pensar en ello, me quemaba sobre todo el haber dicho esa frase con una complacencia tan ingenua. Por el contrario, debería haber pensado que a una persona como él, tan educada y sensible, aquel cuarto debió parecerle un antro sórdido, doblemente feo por los muebles, bastante modestos, y por el uso que de él hacía.

Hubiera deseado no haber dicho aquella desdichada frase, pero estaba dicha y no tenía remedio. Aquellas palabras me parecían una prisión de la que no podía salir por nada del mundo. La frase era yo misma, inalterable, tal como me había hecho por propia voluntad. Olvidarla o hacerme la ilusión de no haberla dicho sería como olvidarme a mí misma o hacerme la ilusión de no existir.

Estas reflexiones me envenenaban como una pócima que avanzaba maligna poco a poco hacia la mejor sangre de mis venas. Habitualmente, por las mañanas, aunque intentara prolongar mi ocio, llegaba siempre el momento en que las sábanas me disgustaban y mi cuerpo, como movido por una voluntad independiente, se liberaba de ellas saltando fuera del lecho. Pero aquel día sucedió lo contrario. Pasó toda la mañana, llegó la hora de comer y yo, por mucho que me animara a levantarme, seguía sin moverme. Me sentía como atada, inerte, impotente y torpe y al mismo tiempo dolorida como si la inmovilidad me costara un enorme y desesperado esfuerzo. Era como una de esas viejas barcas que aparecen atracadas en una ensenada pantanosa con la panza llena de agua negra y fétida y cuyas maderas podridas, si alguien se aventura a subir, ceden al peso y se hunden en el acto.

No sé cuánto tiempo estuve así, torpemente envuelta en las sábanas, mirando el vacío y tapada hasta la nariz por el embozo. Oí sonar las campanadas de mediodía; después, el toque de la una, de las dos, de las tres, de las cuatro. Había cerrado la puerta con llave. De vez en cuando mi madre, preocupada, venía a llamar y yo le contestaba que iba a levantarme en seguida y que me dejara en paz.

Cuando la luz empezó a descender, con un esfuerzo que me pareció sobrehumano, arrojé las mantas y me levanté.

Sentía los miembros como hinchados por la inercia y el disgusto. Me lavé y me vestí arrastrándome más que caminando de una parte a otra de la estancia. No pensaba en nada; sólo sabía, pero no con la mente sino con todo el cuerpo, que al menos aquel día no sentía el menor deseo de ir en busca de amantes. Cuando me hube vestido, le dije a mi madre que aquella noche estaríamos juntas y que saldríamos las dos a pasear por las calles de la ciudad y a tomar un aperitivo en un café.

La alegría de mi madre, no acostumbrada a invitaciones de aquella clase, me irritó sin saber por qué, y una vez más pude observar sin simpatía hasta qué punto sus mejillas eran blandas y estaban hinchadas y sus ojos pequeños y llenos de una luz falsa e insegura. Pero rechacé la tentación de decirle alguna frase molesta que hubiera podido destruir su alegría y, mientras esperaba que se vistiera, me senté en la sala semioscura, junto a la mesa. La luz blanca del farol, que entraba a través de los vidrios de la ventana sin cortinas, iluminaba la máquina de coser alargándola por la pared. Bajé los ojos hacia la mesa y, en la penumbra, entreví, alineadas, las figuras de las cartas del solitario con el que mi madre engañaba el aburrimiento de las largas veladas. Entonces, de pronto, experimenté una sensación extraña: me pareció que yo misma era mi madre, en carne y hueso, esperando a que su hija Adriana, en su cuarto, hubiera acabado de hacer el amor con el amante de turno. Probablemente esta sensación procedía del hecho de haberme sentado en su silla, junto a su mesa, ante sus cartas. A veces los lugares tienen esas sugestiones, y más de uno, al visitar una cárcel, por ejemplo, cree experimentar el mismo frío, la misma desesperación, el mismo sentimiento de aislamiento del prisionero que durante algún tiempo languideció allí. Pero la sala no era una cárcel ni mi madre sufría penas tan pesadas y tan fácilmente imaginables. No hacía más que vivir como siempre había vivido. Pero, quizá precisamente porque un instante antes había sentido un impulso de hostilidad contra ella, el sentimiento de aquella vida suya bastó para causar en mí una especie de reencarnación. La buena gente, para excusar ciertas acciones reprochables suele decir: «Ponte en su lugar». Pues bien, en aquel momento yo me había puesto en el lugar de mi madre hasta el punto de hacerme la ilusión de ser ella misma.