Al volver a encontrarme en aquella calle, entre todas aquellas cosas conocidas, experimenté un fúnebre sentimiento de inmovilidad que me estremeció profundamente y por un instante tuve la impresión de estar desnuda, como si entre la ropa y mi piel me hubiera pasado un hálito glacial de espanto. La radio de un café dejaba oír la voz apasionada y clamorosa de una mujer que cantaba. Era el año de la guerra de Etiopía y la mujer cantaba Faccettañera.
Naturalmente mi madre no se daba cuenta de estos sentimientos míos, ni yo los dejaba traslucir. Como ya he dicho, tengo un aspecto bondadoso, dulce, flemático y es difícil que los demás adivinen lo que pienso. Pero de pronto me sentí conmovida contra mi voluntad (la voz de la mujer había atacado una canción sentimental), los labios me temblaron y dije a mi madre:
—¿Recuerdas cuando me traías a pasear por esta calle y a mirar los escaparates?
—Sí —contestó ella—. Pero entonces todo costaba menos… Ese bolso, por ejemplo, te lo llevabas a casa por treinta liras.
Pasamos de la tienda de bolsos a la de un platero. Mi madre se detuvo a contemplar las joyas y dijo extasiada:
—Mira ese anillo… ¡Quién sabe lo que costará! Y ese brazalete de oro macizo… Yo no siento gran pasión por los anillos y los brazaletes, pero por los collares sí… Tenía uno de coral, pero tuve que venderlo.
—¿Cuándo?
—Bueno, hace muchos años.
No sé por qué, pensé que, a pesar de las ganancias de mi profesión, todavía no había podido comprarme siquiera un miserable anillo. Y dije a mi madre:
—¿Sabes? He decidido que de ahora en adelante no volveré a llevar a nadie a casa… Se acabó.
Era la primera vez que hablando con mi madre aludía explícitamente a mi oficio. Puso una cara que en aquel momento no comprendí, y dijo:
—Ya te lo he dicho muchas veces… Haz lo que quieras… Si tú estás contenta, yo también estoy contenta. Pero no parecía contenta. Yo continué:
—Habrá que volver a la vida de antes… Tendrás que volver a cortar y coser camisas.
—Lo he hecho tantos años…
—No tendremos el dinero de ahora —insistí un poco cruelmente—. Ahora nos habíamos acostumbrado bien… En cuanto a mí, no sé qué haré.
—¿Qué harás? —preguntó mi madre con esperanza.
—No lo sé —dije—. Volveré a hacer de modelo… o tal vez te ayudaré en tu trabajo.
—¿Y en qué vas a ayudarme? —preguntó en un tono desanimado.
—O puedo ponerme a servir… ¿Qué se le va a hacer?
Mi madre había puesto una cara amarga y triste, como si de pronto hubiese sentido destacarse de ella toda la gordura de los últimos tiempos, como las hojas muertas de los árboles con los primeros fríos del otoño. Con todo, dijo convencida:
—Haz lo que quieras… con tal que estés contenta.
Comprendí que en ella luchaban dos sentimientos opuestos: su amor por mí y su afición a la vida cómoda. Me dio pena y hubiera preferido que tuviese la fuerza de sacrificar decididamente uno de esos dos sentimientos: o todo amor o todo cálculo. Pero esto ocurre pocas veces y nos pasamos la vida anulando los efectos de nuestras virtudes con los de nuestros vicios.
—No estaba contenta antes —dije— y no estaré contenta ahora… Sólo que no puedo seguir más de esta manera.
Después de estas palabras, no dijimos nada más. Mi madre tenía una cara gris y descompuesta; parecía delinearse ya otra vez, bajo la reciente floridez, la antigua y tensa delgadez. Miraba los escaparates con el mismo cuidado, con las mismas prolongadas contemplaciones de poco antes, pero sin ninguna alegría ni ninguna curiosidad, mecánicamente y como pensando en otra cosa. Quizá no veía nada mientras miraba, o ya no veía las cosas expuestas en las tiendas, sino la máquina de coser con su infatigable pedal, con su aguja subiendo y bajando como una loca, los montones de camisas a medio coser sobre la mesa de trabajo, el paño negro en el que se envuelven las piezas ya dispuestas para ser llevadas a los clientes a través de la ciudad. En cambio, yo no tenía esos fantasmas entre mis ojos y los escaparates. Los veía muy bien y pensaba con claridad.
Distinguía detrás de los cristales todos los objetos, uno a uno, con los letreritos de los precios, y me decía que podría no querer, como en efecto no quería, seguir haciendo mi oficio, pero que, en realidad, no podía hacer otra cosa. Aunque dentro de ciertos límites, ahora hubiera podido comprar algunas de aquellas cosas, pero el día en que volviera a trabajar de modelo o en otro empleo semejante, tendría que renunciar para siempre a todo esto y empezaría de nuevo para mí y para mi madre la vida incómoda y avara, llena de deseos reprimidos, de sacrificios inútiles y de ahorros sin resultados. Ahora podría aspirar hasta a tener una joya, si encontraba alguien que me la regalara. Pero si volvía a la vida de antes, las joyas se convertirían para mí en algo tan inaccesible como las estrellas del cielo. Sentí un fuerte disgusto por la vieja existencia que se me presentaba estúpidamente dura y desesperante y, al mismo tiempo, experimenté una viva sensación de absurdo al pensar en los motivos que me impelían a cambiar de vida. Porque un estudiante, por el que me había encaprichado, no había querido saber nada de mí. Porque se me había metido en la cabeza que aquel joven me despreciaba. Porque me hubiera gustado no ser lo que en aquel momento era. Pensé que no era más que orgullo y que no podía, por un simple orgullo, volver a ponerme, y sobre todo poner otra vez a mi madre, en nuestras antiguas y míseras condiciones de vida.
De pronto vi cómo la vida de Giacomo, que por un momento se había acercado a la mía y confundido con ella, se alejaba en otra dirección, mientras yo proseguía por el camino iniciado.
—Si encontrara alguien que me quisiera bien y se casara conmigo, entonces sí, aunque fuese pobre —me dije—, pero por una contrariedad no vale la pena.
Con este pensamiento me llenó el alma una gran tranquilidad hecha de liberación y de dulzura. Era un sentimiento que después he experimentado a menudo, cada vez que, no sólo no he rechazado el destino que la vida parecía imponerme, sino que he salido a su encuentro. Yo era la que era y debía ser aquello y nada más. Podía ser una buena esposa, aunque esto pueda parecer extraño, o bien una mujer que se vende por dinero, pero no una pobrecilla que se afana y sufre penalidades sin otro fin que el de dar satisfacción a su propio orgullo. Reconciliada por fin conmigo misma, sonreí.
Estábamos delante de una tienda de ropa femenina, de prendas de lana y de seda, y mi madre dijo:
—Fíjate qué bonito pañuelo… Uno así me gustaría. Tranquila y serena, levanté la vista y miré al pañuelo que indicaba mi madre. Realmente era un bonito pañuelo, negro y blanco, con un dibujo de pájaros y de ramas. La puerta de la tienda estaba abierta y podía verse el mostrador y, sobre el mostrador, una especie de anaquel con diversos compartimientos llenos de pañuelos por el estilo, revueltos y en desorden.