—Gino, ¿por qué no te vas?
—Te quiero.
—También yo te he querido, pero ahora hemos terminado… Vete, será mejor para ti y para mí.
Estábamos en un lugar oscuro de la ancha calle, donde no había ni farolas ni comercios. Gino me cogió por la cintura y trató de besarme. Hubiera podido librarme por mis propios medios porque era fuerte y nadie puede besar a una mujer si ella no quiere. Pero no sé qué espíritu malicioso me sugirió llamar a Sonzogno que, al otro lado, al pie de la muralla, se había detenido y nos miraba inmóvil, con las manos en los bolsillos del impermeable. Creo que lo llamé porque habiendo hallado el medio de salir al paso de la mala acción de Gino volvía a aflorar en mi ánimo la coquetería y la curiosidad. Grité dos veces:
—Sonzogno, Sonzogno…
Él, inmediatamente, atravesó la calle y Gino, desconcertado, me dejó.
—Dígale que se vaya —dije con calma cuando Sonzogno se acercó a nosotros—. Ya no lo quiero y no me cree… Tal vez le crea a usted que es su amigo.
Sonzogno dijo:
—¿Has oído lo que dice la señorita?
—Pero yo… —empezó Gino.
Pensé que seguiría discutiendo un poco, y que, por último, acabaría resignándose y se alejaría. Pero, inesperadamente, vi que Sonzogno hacía un gesto que no entendí y Gino, después de mirarlo atónito un instante, sin decir una palabra, cayó redondo a tierra, rodando de la acera a la calzada. Quizá solamente vi a Gino caer y, por su caída, reconstruí el gesto de Sonzogno. Porque aquel gesto había sido tan rápido y tan silencioso que me parecía sufrir una alucinación. Moví la cabeza y volví a mirar. Sonzogno estaba ante mí, con las piernas separadas y se miraba el puño, aún cerrado. Gino, en el suelo, de espaldas a nosotros, iba reanimándose y, apoyando un codo en tierra, había levantado poco a poco la cabeza. Pero no parecía querer ponerse en pie. Diríase que estaba mirando fijamente a unos papeles blancos que resaltaban entre el fango de la calle. Sonzogno dijo:
—Vamos.
Un poco confusa me dirigí con él a mi casa.
Caminaba apretándome un brazo y en silencio. Era más bajo y yo sentía su mano alrededor de mi brazo semejante a una garra metálica. Al cabo de un rato le dije:
—Ha hecho usted mal en golpear así a Gino… Se hubiera ido sin necesidad de ese puñetazo.
—Así no la fastidiará más —contestó.
—Pero ¿cómo lo hace usted? —pregunté—. Ni siquiera he visto su mano, sólo he visto caer a Gino.
—Cosa de costumbre.
Hablaba como masticando las palabras antes de pronunciarlas o, mejor dicho, como probando su consistencia entre dientes, que mantenía siempre apretados y que yo me imaginaba encajados como los de los felinos. Experimenté un gran deseo de tocarle el brazo y de sentir bajo mis dedos todos sus músculos, duros y tensos. Me inspiraba más curiosidad que atracción y, sobre todo, miedo. Pero el miedo, hasta que se aclara el motivo, puede ser un sentimiento grato y, en cierto modo, excitante.
—Pero ¿qué tiene en el brazo? Todavía me cuesta creerlo.
—Y sin embargo, ya lo ha tocado antes —repuso con un tono de vanidad que me pareció siniestro.
—No del todo bien porque Gino estaba delante… Déjeme tocarlo otra vez.
Se detuvo y dobló el brazo, mirándome serio y, en cierto modo, ingenuo. Pero con una ingenuidad que no tenía nada de infantil. Tendí la mano y lentamente, desde el hombro, fui palpando sus músculos. Era para mí una extraña sensación sentirlos tan vivos y tan duros. Y dije con voz incolora:
—Realmente es usted muy fuerte.
—Sí, soy fuerte —confirmó con sombría convicción.
Y reanudamos nuestro camino.
Empezaba a arrepentirme de haberlo llamado. No me gustaba aquella seriedad y sus modales me daban miedo. En silencio llegamos a mi casa. Saqué la llave del bolso y dije:
—Gracias por haberme acompañado.
Y le tendí la mano.
Se acercó a mí.
—Voy a subir contigo —dijo.
Hubiera querido decirle que no. Pero su modo de mirar con fijeza, con increíble insistencia, a los ojos, me subyugó y me confundió.
—Si quieres… —dije.
Y sólo después de haber hablado, me di cuenta que lo tuteaba.
—No tengas miedo —murmuró interpretando a su manera mi desánimo—. Tengo dinero. Te daré el doble de lo que te dan los demás.
—¿A qué viene eso? —protesté—. No es por el dinero…
Pero le vi hacer un gesto extraño, como si una amenazadora sospecha le atravesara la mente. Entre tanto, yo había abierto la puerta.
—Es que me siento un poco cansada…
Él entró conmigo en el portalón.
Cuando estuvo en mi alcoba, se desnudó con unos gestos precisos de hombre ordenado. Llevaba una bufanda en el cuello y la enrolló con cuidado y la guardó en el bolsillo del impermeable. Puso la chaqueta en el respaldo de la silla y dobló los pantalones para que no se estropeara la raya. Dejó los zapatos debajo de la silla, con los calcetines dentro. Noté que iba vestido con prendas nuevas, de la cabeza a los pies, y no eran prendas finas, sino sólidas y de excelente calidad. Lo hacía todo en silencio, ni despacio ni apresuradamente, con una regularidad sistemática, sin preocuparse de mí que, entre tanto, me había desnudado y me había tendido en el lecho. Si me deseaba, desde luego no lo daba a conocer, a menos que aquel continuo «tic» de los músculos bajo la piel de la mandíbula no delatara una turbación, pero no podía ser así, puesto que lo tenía ya antes, cuando aún no pensaba en mí.
Ya he dicho que el orden y la limpieza me gustan mucho y me parecen cualidades correspondientes del alma. Pero el orden y la limpieza de Sonzogno aquella noche despertaron en mí sentimientos completamente diversos, entre el horror y el miedo. No pude por menos que pensar que de aquella manera se preparan en los hospitales los cirujanos cuando se disponen a efectuar una operación peligrosa. O peor aún, los matarifes, ante los mismos ojos del cordero que van a degollar. Me sentía, tendida así en el lecho, indefensa e impotente como un cuerpo exánime que va a sufrir algún experimento. Y su silencio y su despreocupación me hacían dudar acerca de lo que se proponía hacer conmigo cuando hubiera acabado de desnudarse. Así pues, cuando se acercó totalmente desnudo a la cabecera y me cogió de una manera extraña por los hombros con las dos manos como si quisiera mantenerme quieta, no pude evitar un estremecimiento de espanto. El lo notó y me preguntó entre dientes:
—¿Qué te pasa?
—Nada. Tienes las manos heladas —contesté.
—No te gusto, ¿eh? —repuso manteniéndome aún por los hombros, erguido junto a la cabecera—. Prefieres a los hombres que te pagan, ¿verdad?
Y al hablar me miraba fijamente, con una mirada realmente insoportable.
—¿Por qué? —dije—. Eres un hombre como los demás y tú mismo has dicho que vas a pagar el doble.
—Yo sé lo que digo. Tú y las que son como tú no amáis más que a los ricos, a la gente fina… Yo, en cambio, soy uno como tú… Y vosotras, desvergonzadas, no queréis más que a los señores.
Reconocí en el tono de su voz la misma inflexible inclinación a buscar pelea que poco antes le había inducido a insultar a Gino con un ligero pretexto. Creí entonces que sentiría algún rencor especial por Gino. Pero ahora comprendía que su sombría e imprevisible susceptibilidad estaba siempre dispuesta a excitarse y que cuando aquella especie de furor lo dominaba, uno se equivocaba siempre de cualquier manera que actuase con él. Un poco resentida, le pregunté: