—¿Por qué me ofendes? Ya te he dicho que para mí todos los hombres sois iguales.
—Si fuera así, no pondrías esa cara… No te gusto, ¿eh? Conque no te gusto, ¿eh?
—Pero si acabo de decirte…
—No te gusto, ¿eh? Pues lo siento porque he de gustarte a la fuerza.
—Déjame en paz —exclamé con repentina irritación.
—Cuando te he servido para librarte de tu chulo, me querías… Después hubieras preferido alejarme, pero ya lo ves, aquí estoy… Conque no te gusto, ¿eh?
Yo ahora tenía realmente miedo. Sus palabras apresuradas, su voz tranquila y despiadada, la mirada fija de sus ojos que de azules parecían haberse puesto rojos, todo parecía guiarlo hacia no sé qué meta espantosa. Y me daba cuenta, ya demasiado tarde, de que detenerlo en aquel camino sería una empresa tan desesperada como detener una roca cuando se precipita por una ladera hacia el abismo. Me limité a mover con violencia los hombros. Él siguió:
—No te gusto, ¿eh? Pones cara de asco cuando te toco, pero ahora mismo te voy a cambiar la cara, simpática.
Alzó la mano para abofetearme. Yo esperaba un gesto así y procuré evitarlo protegiéndome con el brazo, pero Sonzogno consiguió golpearme con dureza ultrajante, primero en una mejilla y después en la otra. Era la primera vez en mi vida que me sucedía una cosa semejante y, a pesar del dolor de los golpes, durante un momento quedé más sorprendida que dolorida. Retiré mi brazo de la cara y le grité:
—¿Sabes lo que eres? ¡Un desgraciado, eso es lo que eres!
Pareció sorprendido por esta frase. Se sentó en el borde de la cama y cogiendo el colchón con ambas manos se balanceó un momento. Después, sin mirarme, dijo:
—Todos somos unos desgraciados.
—Realmente se necesita valor para pegar a una mujer —añadí.
De pronto no pude seguir y los ojos se me llenaron de lágrimas, no tanto por los golpes como por el agotamiento de toda aquella noche en la que habían ocurrido tantos acontecimientos desagradables. Recordé a Gino arrojado al barro y pensé que me había desentendido de él yéndome alegremente con Sonzogno, deseosa solamente de tocar aquellos músculos extraordinarios, y sentí piedad y remordimiento por Gino y disgusto por mí misma y comprendí que se me castigaba por mi insensibilidad y mi estupidez y que el castigo venía de la misma mano que había tirado al suelo a Gino. Me había complacido en la violencia y ahora esa misma violencia se volvía contra mí. Entre lágrimas, miré a Sonzogno. Estaba sentado al borde de la cama, completamente desnudo, blanco y sin vello, un poco encorvado de espaldas; los brazos le colgaban y no dejaban ver en modo alguno su fuerza. Experimenté un deseo repentino de anular la distancia que nos separaba y dije con esfuerzo:
—¿Pero se puede saber por lo menos por qué me has pegado?
—Estabas poniendo una cara…
La piel le saltaba en la mandíbula. Parecía estar reflexionando.
Comprendí que si quería acercarme a él tenía que decirle todo lo que pensaba, no ocultarle nada, y respondí:
—Creíste que no me gustabas… y te engañaste.
—Será así…
—Te engañaste… En realidad, no sé por qué me das miedo, y por eso puse esa cara que dices.
Al oír estas palabras se volvió bruscamente hacia mí, con una expresión de recelo, pero se calmó en seguida y preguntó, no sin cierta vanidad:
—¿Te daba miedo?
—Sí.
—¿Y ahora sigo dándote miedo?
—No. Ahora puedes matarme si quieres… Ya no me importa nada.
Y decía verdad; más aún, en aquel momento casi deseaba que me matara porque, de pronto, me sentía sin ganas de vivir. Pero él se irritó y dijo:
—¿Quién habla de matarte…? Y dime, ¿por qué te daba miedo?
—¡Qué se yo! Me dabas miedo… Hay cosas que no pueden explicarse.
—¿Te daba miedo Gino?
—¿Por qué tenía que dármelo?
—Y entonces, ¿por qué te lo doy yo?
Ahora había perdido su tono de vanidad y volvía a haber en su voz un oscuro furor.
—Bueno —dije para aplacarlo—, me dabas miedo porque se nota que tú eres un hombre capaz de cualquier cosa.
No dijo nada y permaneció meditabundo un instante. Después, volviéndose, preguntó con un tono amenazador:
—¿Quiere decir esto que debo vestirme y marcharme?
Lo miré y comprendí que estaba otra vez furioso y que cualquier negativa mía lo hubiera impulsado a una nueva y peor violencia. Había que aceptarlo. Pero recordé sus ojos claros y sentí cierta repugnancia al pensar que los tendría clavados en los míos. Dije blandamente:
—No… Si quieres, quédate… pero antes apaga la luz.
Se levantó, blanco, pequeño, pero muy bien proporcionado, excepto el cuello, un poco corto, y anduvo de puntillas hasta el interruptor, junto a la puerta. Pero inmediatamente comprendí que no había sido una buena idea hacerle apagar la luz. Porque, cuando la estancia quedó a oscuras, me asaltó de nuevo, inevitablemente, aquel miedo del que creía haberme liberado. Era verdaderamente como si en la habitación tuviera conmigo no un hombre, sino un leopardo u otro animal feroz que lo mismo podía estar acurrucado en un rincón que lanzarse sobre mí y destrozarme.
Quizá tardó más al volver a la cama buscando el camino a tientas entre las sillas y los otros muebles o quizás el miedo me hizo mucho más largo aquel tiempo. Me pareció una eternidad hasta que llegó al lecho y cuando sentí sus manos en mi cuerpo no pude evitar un fuerte estremecimiento. Esperaba que no lo hubiera notado, pero, como los animales, tenía un finísimo instinto y oí su voz, muy próxima, que me preguntaba:
—¿Todavía tienes miedo?
Seguramente mi ángel de la guarda debía de estar presente en aquella oscuridad. No sé qué matiz de su voz me hizo intuir que había levantado el brazo y que, según fuera mi respuesta, se disponía a golpearme. Comprendí que Sonzogno sabía el miedo que producía y que deseaba no causar miedo, sino ser amado como los demás hombres. Pero para lograrlo no encontraba otro medio que causar más miedo. Alcé una mano y fingiendo acariciarle el cuello y el hombro derecho reconocí que, como me había imaginado, tenía el brazo levantado, dispuesto a golpearme. Intentando dar a mi voz su habitual entonación suave y tranquila, dije:
—No… esta vez es realmente el frío. Podemos meternos debajo de las mantas.
—Así va bien —dijo.
Y este «va bien» en el que aún quedaba un eco de amenaza, confirmó mis temores si es que necesitaba confirmarlos. Entonces, mientras bajo las mantas me abrazaba y estrechaba y en torno a nosotros todo era sombra, pasé un momento de angustia aguda, uno de los peores de mi vida. El miedo me dejaba rígidos los miembros, que muy a pesar mío parecían retirarse y temblar al contacto con su cuerpo singularmente liso, huidizo y serpeante, pero al mismo tiempo me decía a mí misma que era absurdo que yo experimentara miedo de él en tal momento, y con toda la fuerza de mi alma trataba de dominar el espanto y de abandonarme a él, sin temor, como a un amante querido. Sentía el miedo, no tanto en mis miembros, que todavía me obedecían, aunque llenos de repugnancia, como en lo profundo de mi regazo, que parecía cerrarse y rechazar con horror el acto amoroso.
Por último, me tomó y experimenté un placer que el espanto hacía negro y atroz, y no pude por menos que proferir un grito agudo, largo, como un lamento en aquella oscuridad, como si el abrazo final no hubiera sido el del amor sino el de la muerte y aquel grito hubiera sido el de mi vida que se me iba sin dejar tras de sí más que un cuerpo inánime y destrozado.