Después permanecimos en la oscuridad sin hablar. Yo estaba extenuada y me dormí casi inmediatamente. Inmediatamente sentí una sensación de peso sobre el pecho, como si Sonzogno se hubiera acurrucado sobre él, recogido en sí mismo, tal como estaba, desnudo, con las rodillas entre los brazos y el rostro sobre las rodillas. Se había sentado sobre mi pecho, con las nalgas desnudas y duras apretadas contra mi cuello y los pies sobre el estómago. A medida que me dormía, el peso de él iba en aumento y aun dormida procuraba moverme a un lado y a otro, como intentando liberarme de él, o por lo menos hacer que se moviera. Por último creí que me ahogaba y quise gritar. Mi voz quedó en el pecho sin poder salir durante un tiempo que me pareció una eternidad. Por fin conseguí emitirla y con un fuerte lamento me desperté.
La lámpara de la mesita estaba encendida y Sonzogno, con la cabeza apoyada en el codo, me miraba.
—¿He dormido mucho? —pregunté.
—Una media hora —dijo entre dientes.
Le dirigí una mirada breve en la que debía de reflejarse aún el terror de la pesadilla porque me preguntó, con un curioso acento, como para iniciar una conversación:
—¿Y ahora sigues teniendo miedo?
—No lo sé.
—Si supieras quién soy —dijo—, tendrías aún más miedo que antes.
Después de haber hecho el amor todos los hombres se sienten inclinados a hablar de sí mismos y a hacer confidencias. Sonzogno no parecía ser una excepción de la regla. El tono de su voz, contra lo que era habitual en él, era casual, lánguido, casi afectuoso, con una punta de vanidad y complacencia. Pero me asusté de nuevo, terriblemente, al oír sus palabras, y el corazón empezó a saltarme en el pecho con tanta fuerza como si quisiera destrozarlo.
—¿Por qué lo dices? —pregunté—. ¿Quién eres?
Me miró, no tanto vacilando como saboreando el visible efecto de sus palabras.
—Yo soy el de la calle Palestro —dijo por fin lentamente—. Ya sabes quién soy.
El pensaba que no tenía necesidad de explicar lo que había ocurrido en la calle Palestro, y esta vez su vanidad no se equivocaba. En una casa de aquella calle había sido cometido, precisamente aquellos días, un horrible delito del que habían hablado todos los periódicos y que había sido comentado por la gente sencilla que se apasiona por este género de cosas. Más aún, mi madre, que se pasaba las horas muertas llevando la cuenta de los sucesos, había sido la primera en contarme lo ocurrido. Un joven platero había sido asesinado en su propia casa, en la que vivía solo. Al parecer, el arma de la que se había servido Sonzogno, puesto que ahora sabía quién era el asesino, había sido un pesado pisapapeles de bronce. La Policía no había encontrado ningún indicio útil. Al parecer, el platero recibía también objetos robados y se suponía, justamente, como se verá, que había sido asesinado durante alguna transacción ilícita.
He notado a menudo que cuando una noticia nos llena de estupor o de horror, nuestra cabeza se vacía y nuestra atención se fija en un objeto cualquiera, el primero que se pone ante sus ojos, de un modo particular, como si quisiera atravesar su superficie y alcanzar no sé qué secreto que se oculta en él. Así me ocurrió aquella noche cuando Sonzogno hizo su declaración. Tenía los ojos muy abiertos y mi mente se había vaciado de golpe, como un recipiente con un líquido o con polvo fino, que de pronto es agujereado; sólo que, aun estando vacía, me daba cuenta de que mi mente estaba dispuesta a contener otra materia y esta sensación era dolorosa porque hubiera querido llenar el vacío y no lo conseguía. Entre tanto, yo fijaba mi mirada en el pulso de Sonzogno que, echado junto a mí, apoyaba el codo en la cama. Tenía un brazo blanco, liso, redondo y sin vello, sin ninguna señal de aquellos músculos suyos extraordinarios. También la muñeca era redonda y blanca, y en la muñeca, única cosa que Sonzogno conservaba en su desnudez total, había una correa de cuero, semejante a la de un reloj, pero sin el reloj.
El color negro y brillante de la correa parecía dar un significado, no sólo al brazo, sino a todo el cuerpo blanco y desnudo, y yo me distraía con aquel significado, aunque sin lograr explicármelo. Era un significado de color sombrío que sugería el eslabón de una cadena de prisionero. Pero también había algo de gracioso y de cruel en aquella simple correa negra, como de un adorno que confirmara el carácter repentino y felino de la ferocidad de Sonzogno. Esta distracción duró un instante. Después, de repente, mi mente se llenó de un enjambre de pensamientos tumultuosos que se agitaban en ella como pájaros en una jaula estrecha. Recordé que había tenido miedo de Sonzogno desde el primer instante, pensé que había hecho el amor con él y comprendí que en aquella oscuridad, al ceder a su abrazo, había sabido lo que él me ocultaba, con mi cuerpo horrorizado antes que con mi mente ignorante, y por esto había gritado de aquella manera.
Por último le dije lo primero que se me ocurrió:
—¿Por qué lo hiciste?
Contestó, casi sin mover los labios:
—Tenía un objeto de valor que vender. Sabía que aquel comerciante era un bandido, pero era el único que yo conocía. Me propuso un precio ridículo, y yo, que lo odiaba ya porque me había estafado otra vez, le dije que me llevaba el objeto y añadí que era un estafador… Y él me contestó algo que me hizo perder la paciencia…
—¿Qué? —pregunté.
Ahora me daba cuenta, asombrada, de que a medida que Sonzogno me contaba lo ocurrido, mi terror disminuía por primera vez y que, a pesar mío, mi ánimo iba calentándose con un sentimiento de participación. Y al preguntarle qué le había dicho el platero, me di cuenta de que esperaba que hubiera sido algo atroz, capaz de excusar, si no de justificar, el delito. Y Sonzogno dijo brevemente:
—Dijo que si no me largaba iba a denunciarme… Bien, yo pensé que era demasiado… y cuando se volvió… No terminó y se quedó mirándome.
Le pregunté cómo era aquel hombre y en el acto me pareció que aquella curiosidad no tenía ningún motivo.
—Calvo, bastante bajo —contestó—, con una cara astuta, como de liebre…
Pero dijo estas cosas con una entonación de tranquila antipatía que me hizo ver y odiar al encubridor de cara leporina mientras sopesaba con desconfianza y falsedad el objeto que le ofrecía Sonzogno. Ahora ya no tenía miedo. Era como si Sonzogno hubiera conseguido comunicarme su rencor contra su víctima, y ya no estaba ni siquiera segura de condenarlo. En realidad, me parecía comprender tan bien lo ocurrido que estaba segura de haber sido capaz de cometer yo misma aquel delito. ¡Cómo comprendía la frase: «Me contestó algo que me hizo perder la paciencia»! Había perdido ya la paciencia una vez con Gino y otra conmigo, y sólo la casualidad había hecho que ni Gino ni yo fuéramos asesinados. Lo entendía tan bien, me hallaba hasta tal punto dentro de él, que ya no sólo no sentía miedo, sino que experimentaba hacia él una especie de horrorizada simpatía, la simpatía que no había sabido inspirarme mientras ignoraba el delito y él no era más que uno de tantos amantes.
—¿Y no estás arrepentido? —pregunté—. ¿No sientes remordimiento?
—Ya no tiene remedio —dijo.
Lo miré intensamente y me sorprendí aprobando con la cabeza, bien a pesar mío, su respuesta. Recordé en aquel momento que también Gino era una carroña, como decía Sonzogno, y, sin embargo, era igualmente un hombre que me había amado y a quien yo había amado; pensé que del mismo modo hubiera podido aprobar, el día de mañana, el asesinato de Gino; pensé que el platero muerto no era ni mejor ni peor que Gino, con la única diferencia de que no lo conocía y que me parecía justo que hubiera sido asesinado, sólo porque había oído decir con un cierto tono de voz que tenía una cara de liebre, y todos estos pensamientos suscitaron en mí remordimiento y horror. Pero no por Sonzogno, que era así y a quien había que comprender antes de juzgarlo, sino por mí misma, que no era como Sonzogno y a pesar de ello me dejaba conquistar por el contagio del odio y de la sangre. Me invadió una especie de agitación y de un salto me senté en la cama.