—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Dios mío! ¿Por qué lo hiciste? ¿Y por qué me lo has contado?
—Tenías tanto miedo —respondió con simplicidad— y no sabías nada… Me parecía extraño y te lo he dicho… Y como si le divirtiera su propia reflexión, añadió:
—Por fortuna, los demás no son como tú… De lo contrario, ya me habrían descubierto.
—Es mejor que te vayas —le dije—. Vete.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó.
Reconocí el tono de voz de cuando se ponía furioso. Pero creí descubrir también no sé qué dolor de saberse solo, condenado incluso por mí, que unos momentos antes me había entregado a él. Y añadí apresuradamente:
—No creas que te tengo miedo… No tengo miedo, pero he de acostumbrarme a la idea, he de pensar… Después puedes volver y seré distinta.
Sonzogno dijo:
—¿Qué es lo que has de pensar? No estarás maquinando denunciarme, ¿eh?
Al oír sus palabras, experimenté otra vez la sensación que me había producido la actitud de Gino cuando me contaba su traición a costa de la camarera, la sensación de estar hablando con una persona que viviera en un mundo diferente del mío. Hice un gran esfuerzo y repliqué:
—Ya te he dicho que puedes volver… ¿Sabes lo que te hubiera dicho otra mujer? «No quiero saber más de ti, no quiero volver a verte.» Eso es lo que te hubiera dicho.
—Pero el hecho es que quieres que me vaya.
—Creí que querías irte, y un minuto más o menos… pero si quieres quedarte, quédate. ¿Quieres dormir aquí? Si quieres, puedes dormir conmigo y marcharte mañana… ¿Quieres?
A decir verdad, le proponía todo esto con voz apagada, triste y confusa, y debía de haber en mis ojos una expresión de extravío. Pero aun así le hacía proposiciones y me sentía contenta al hacérselas. Me dirigió una mirada en la que creí entrever una lucecita de gratitud, aunque es posible que me engañara. Después movió la cabeza:
—He hablado por hablar… Realmente, debo irme. Se levantó y fue hacia la silla donde había colocado su ropa.
—Como quieras —dije—, pero si quieres quedarte, quédate… Y si uno de estos días necesitas dormir aquí, ven.
Sonzogno, sin decir nada, iba vistiéndose. Me levanté también y me eché por encima una bata.
Al moverme experimentaba una sensación de locura, como si la habitación estuviera llena de voces que me susurraban al oído palabras intensas y locas. Tal vez fue esta sensación la que me llevó a hacer un gesto cuyo objeto no entendí bien entonces. Mientras daba vueltas por la habitación, lenta en mis gestos, pero con la sensación de frenesí, vi que se inclinaba para atarse los zapatos. Me arrodillé ante él, diciendo:
—Déjame que te lo haga yo.
Él pareció asombrado, pero no protestó. Cogí su pie derecho y apoyándomelo en el regazo, hice un nudo doble en el zapato. Después hice lo mismo con el pie izquierdo. No me dio las gracias ni dijo nada; probablemente ninguno de los dos comprendíamos por qué había hecho yo aquello. Se puso la chaqueta, sacó del bolsillo el billetero e hizo acción de darme dinero.
—No, no —dije con un temblor involuntario en la voz—. No me des nada… No importa.
—¿Por qué? ¿No es bueno mi dinero como el de los demás? —preguntó con voz ya alterada por la ira.
Me pareció extraño que no entendiera mi repugnancia por aquel dinero, sustraído quizá del bolsillo todavía caliente del muerto. O tal vez lo entendía, pero deseaba comprometerme en una especie de complicidad y al mismo tiempo conocer mis verdaderos sentimientos para con él. Objeté:
—No… No pensaba en el dinero cuando te llamé… Déjalo. Pareció aplacarse.
—Bien, pero por lo menos aceptarás un recuerdo. Se sacó del bolsillo un objeto y lo puso sobre el mármol de la cómoda.
Lo miré sin cogerlo y reconocí la polvera de oro que unos meses antes yo misma había robado en la casa de la dueña de Gino.
—¿Qué es? —murmuré.
—Me lo dio Gino… Es el objeto que yo tenía que vender y que aquel maldito quería quedarse por nada… Pero creo que tiene un cierto valor, pues es de oro.
Me serené y dije:
—Gracias.
—De nada —contestó.
Puesto el impermeable, se ceñía el cinturón.
—Entonces, hasta la vista —dijo desde la puerta.
Al cabo de un rato oí que la puerta de la casa se cerraba de golpe.
Una vez sola, me dirigí a la cómoda y cogí la polvera. Me sentía confusa y al mismo tiempo sombríamente maravillada. La polvera brillaba en mi mano y el rubí engarzado en el cierre pareció de pronto ensancharse, redondo y rojo; se ensanchaba cada vez más en mi mano hasta cubrir todo el oro. De pronto tuve la mano cubierta por una mancha como de sangre, que me pesaba con todo el peso de la polvera. Moví la cabeza y la mancha rojiza desapareció y volví a ver la polvera de oro con el rubí en el cierre. La dejé sobre la cómoda, me eché en la cama, con el cuerpo envuelto en la bata, apagué la luz y me puse a reflexionar.
Pensé que si alguien me hubiera contado la historia de la polvera, me hubiese divertido como si se tratara de un caso extraordinario y casi inverosímil. Era una de esas historias fantásticas que hacen exclamar: «¡Qué casualidad»,y de ellas, las mujeres como mi madre acababan deduciendo los números para la lotería: éste para el muerto, éste para el oro, éste para el ladrón. Pero esta vez la cosa me había sucedido a mí, y con sorpresa me daba cuenta de la diferencia que existe entre estar dentro y no fuera de ciertas cosas. En realidad me había sucedido como a quien, después de haber enterrado una semilla y habiéndola olvidado luego, la encuentra al cabo de algún tiempo convertida en una planta crecida y lozana, cargada de hojas y con todos los retoños a punto de estallar. ¡Pero había que ver qué semilla, qué ramas y qué retoños eran aquéllos! Mentalmente retrocedía en el tiempo, dé una cosa a otra, sin hallar el principio. Me había entregado a Gino porque esperaba que se casara conmigo, pero él me engañó y yo por despecho robé la polvera. Después le había revelado el hurto, él se asustó, y, para evitar que lo expulsaran, le devolví el objeto robado para que lo restituyera a su dueña. Pero Gino no lo devolvió, se quedó con él y en cambio hizo que fuera a la cárcel la camarera, que era inocente y a la que golpeaban en prisión. Entre tanto, Gino había dado la polvera a Sonzogno para que la vendiese, y Sonzogno había ido a Ver al platero para venderla y el platero había ofendido a Sonzogno, y éste, furioso, lo había matado. El platero había muerto y Sonzogno se había convertido en un asesino. Yo comprendía que la culpa no procedía de mí, pues de otro modo, habría deducido que el deseo de casarme y tener una familia era la causa primera de tantas desventuras, pero tampoco lograba liberarme de un sentimiento de remordimiento y de consternación. Por último, a fuerza de pensar, se me ocurrió que, en resumidas cuentas, la culpa era de aquellas piernas, de aquel pecho, de aquellas caderas, de aquella belleza de la que mi madre estaba tan orgullosa y que en sí misma no tenía nada de culpable como todas las cosas que proceden de la naturaleza.
Pero pensé todo esto por irritación y por desesperación, como se piensa una cosa absurda para resolver otras que son cien veces más absurdas. En el fondo sabía que nadie era culpable y que todo había sido como tenía que ser, aunque todo ello fuese insoportable, y que si realmente era necesario que hubiese culpa e inocencia, todos eran inocentes y culpables al mismo tiempo. Entre tanto la oscuridad entraba en mí lentamente como el agua de una inundación sube desde la planta baja a los pisos superiores de una casa.