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Mi facultad de juicio fue la primera en quedar anegada. En cambio, mi imaginación estuvo hasta el final dando vueltas, fascinada, al delito de Sonzogno. Pero apartado de toda reprobación y de todo horror, como un acto incomprensible y por esto extrañamente agradable a su manera. Me parecía ver a Sonzogno vagando por la calle Palestra, con las manos en los bolsillos del impermeable, entrar en la casa, esperar de pie en la salita del platero. Me parecía ver a éste entrar y estrechar la mano de Sonzogno. Estaba detrás de su escritorio y Sonzogno le tendía la polvera. El otro la examinaba y sacudía falsamente la cabeza en señal de menosprecio. Después levantaba su cara de liebre y decía una cifra irrisoria. Sonzogno lo miraba fijamente, con los ojos llenos ya de furor y le arrancaba el objeto de la mano con violencia. Después lo acusaba de querer estafarlo. El platero le amenazaba con denunciarlo y le decía que se marchara. Además, como quien no quiere discutir más, se volvía de espaldas o se inclinaba. Sonzogno cogía entonces el pisapapeles de bronce y le golpeaba la cabeza una primera vez. El otro intentaba escapar y entonces Sonzogno lo golpeó otras veces hasta que estuvo seguro de haberlo matado. Después Sonzogno lo arrastraba por el suelo, abría los cajones, se apoderaba del dinero y huía. Pero antes de salir, como yo había leído en los periódicos, en un nuevo arrebato de furor, golpeaba la cara del muerto tendido en el suelo con el tacón del zapato.

Arrebatada, me detenía mentalmente en todos los detalles del delito. Seguía a Sonzogno casi acariciando sus gestos; yo misma era su mano que llevaba la polvera, que cogía el pisapapeles, que golpeaba al platero; era su pie airado que en el último instante destrozaba el rostro del cadáver. Como ya he dicho, en estas imaginaciones no había horror y reprobación, pero tampoco había aprobación. A lo sumo experimentaba el mismo sentimiento de singular delicia que sienten los niños al oír las fábulas que les cuenta su madre: están calientes, recogidos alrededor de la madre y su fantasía sigue arrebatada las aventuras de los héroes fabulosos. Sólo que mi fábula de ahora era sombría y sangrienta, que el héroe era Sonzogno y que mi encanto iba mezclado con una tristeza impotente y atónita.

Como para comprender del todo el significado secreto de la fábula, empezaba de nuevo, recorría una vez más las fases del delito, saboreaba nuevamente el oscuro placer y me encontraba otra vez frente al misterio. Mientras volvía a estos pensamientos, como quien saltando de una a otra orilla del precipicio no mide bien el salto y se hunde en el vacío, me adormecí.

Tal vez dormí un par de horas y volví a despertarme. O acaso empecé a despertarme con el cuerpo, mientras la mente, presa de una especie de estupor, dormía aún. Comencé a despertarme con las manos que, como las de un ciego, tendía en las tinieblas sin conseguir reconocer el sitio en que me encontraba. Me había dormido echada en mi cama, pero ahora estaba de pie, en un lugar muy estrecho entre unas lisas y herméticas paredes verticales. Inmediatamente se me ocurrió la idea de una celda en la prisión, y, al mismo tiempo, el recuerdo de la camarera a la que Gino había hecho encarcelar. Yo era la camarera y sentía en mi ánimo el dolor por la injusticia que estaba sufriendo. De este dolor procedía la sensación física de no ser yo misma, sino la camarera, y sentía que este dolor me transformaba, me encerraba en su cuerpo, me imponía su rostro, me forzaba a hacer sus gestos. Me llevaba las manos a la cara y lloraba y pensaba que estaba cerrada injustamente en una celda de la cárcel y que no podía salir de ella de ningún modo. Pero al mismo tiempo sentía que seguía siendo aquella Adriana con la que no se había cometido ninguna injusticia, que no había sido encarcelada, y comprendía que me hubiera bastado un solo gesto para liberarme de la pesadilla y no ser ya la camarera. Pero no conseguía adivinar cuál debiera ser aquel gesto, aunque sufría indeciblemente por el deseo de salir de aquella cárcel mía de piedad y de angustia.

Después, inesperadamente, rodeado de aquella luz hecha de espasmos y de tinieblas que suele deslumbrar un ojo cuando se le golpea con violencia, el nombre de Astarita brilló en mi mente. «Iré a Astarita y la haré poner en libertad» —pensé. Tendí nuevamente las manos y en seguida descubrí que las paredes de la celda estaban separadas por una estrecha hendidura vertical por la que podía salir. Di unos pasos en la oscuridad, hallé bajo los dedos el interruptor de la luz y le di la vuelta con una prisa histérica. La habitación se iluminó. Me hallaba junto a la puerta, jadeante y desnuda, con el rostro y el cuerpo bañados en un abundante sudor frío. La celda en la que creía estar encerrada no era más que el espacio comprendido entre el armario, el rincón de la alcoba y la cómoda, espacio estrecho casi completamente cerrado por las paredes y los dos muebles. En sueños me había levantado y había ido a encerrarme allí.

Apagué otra vez la luz y midiendo los pasos volví a la cama. Antes de dormirme otra vez pensé que no podía resucitar al platero, pero podía salvar a la camarera, o por lo menos intentarlo, y esto era lo único importante. Y debía hacerlo con más empeño, puesto que acababa de descubrir que no era yo tan buena como siempre había creído. O por lo menos de una bondad que no excluía el gusto por la sangre, la admiración por la violencia y la complacencia por el delito.

CAPÍTULO IV

La mañana siguiente me vestí con cuidado, puse la polvera en mi bolso y salí para telefonear a Astarita. Me sentía muy alegre, lo cual podía parecer extraño, y la angustia que Sonzogno me había inspirado la noche anterior en su revelación había desaparecido del todo. Después he observado muchas veces en mi vida que la vanidad es la peor enemiga de la caridad y de la reprobación moral. Más que horror y miedo, experimentaba un sentimiento de vanidad ante el pensamiento de ser la única en toda la ciudad que sabía cómo había ocurrido el delito y quién había sido su autor. «Yo sé quién ha matado al platero» —me decía, y me parecía mirar a los hombres y las cosas con ojos diferentes de los del día anterior.

Estaba segura de que algo había cambiado incluso en mi aspecto y casi temía que el secreto de Sonzogno pudiera leerse claramente en la expresión de mi cara. Al mismo tiempo sentía un deseo suave, agradable, irresistible, de contar a alguien todo lo que sabía. Como un agua demasiado abundante en un pequeño recipiente, el secreto desbordaba mi ánimo y me sentía tentada a derramarlo en el de otro.

Supongo que éste debe ser el principal motivo por el que tantos criminales confían a sus amantes y a sus esposas las fechorías que han cometido y éstas a su vez las cuentan a algún amigo íntimo y éste a otro hasta que la noticia llega a oídos de la Policía provocando la pérdida de todos. Pero creo también que, al confiar sus delitos, los delincuentes tratan de descargarse en parte de un peso que se les hace insoportable haciendo que otras personas lo compartan con ellos. Como si la culpa fuera una suma susceptible de ser repartida y distribuida entre muchas espaldas, hasta el punto de hacerla leve y sin importancia. Y como si no fuera, como en realidad lo es, un fardo inalienable cuyo peso no disminuye por mucho que se imponga a otras personas, sino que, por el contrario, se multiplica por cuantos son los que aceptan cargar con él.

Mientras caminaba por las calles en busca de un teléfono público, compré un par de periódicos y busqué entre los sucesos noticias sobre el delito de la calle Palestro. Pero habían pasado ya varios días desde aquello y sólo di con unas pocas líneas bajo el título: «Ninguna luz sobre el asesinato del platero». Me di cuenta de que, a menos de cometer algún error por su parte, Sonzogno podía estar seguro de que no lo descubrirían. El mismo carácter ilícito de los negocios a que se dedicaba la víctima hacía muy difíciles las indagaciones de la Policía. El platero, como habían contado los periódicos, se relacionaba, a menudo en secreto y por motivos inconfesables, con personas de todas clases y condiciones. El asesino podía ser incluso alguien a quien no hubiera visto nunca y que lo había matado sin premeditación. Esta hipótesis estaba muy próxima a la verdad. Pero precisamente porque era perfectamente justa, dejaba comprender que la Policía había renunciado ya a descubrir al culpable.