Выбрать главу

Encontré un teléfono público en un restaurante y marqué el teléfono de Astarita. Hacía por lo menos seis semanas que no lo llamaba y debí cogerlo por sorpresa porque, al principio, no reconoció mi voz y me habló con aquel tono perentorio y rápido que usaba en su despacho. Por un momento llegué incluso a tener la impresión de que no quería saber nada de mí, y me dio un salto el corazón pensando en la camarera encarcelada y en la fatalidad que quería que Astarita dejara de amarme precisamente cuando su intervención se hacía necesaria para salvar a aquella pobrecita. Con todo, ese desánimo me produjo placer porque, devolviéndome la sensación perdida de mi propia bondad, me hizo comprender que la liberación de la mujer era un verdadero empeño por mi parte y que en resumidas cuentas, a pesar de mis relaciones con  Sonzogno, seguía siendo la Adriana dulce y compasiva de siempre. Asustada, le dije a Astarita mi nombre y oí con alivio cómo su voz cambiaba de tono repentinamente, tropezando en las palabras, turbada y solícita. Confieso que casi sentí un impulso de afecto por aquel hombre porque semejante amor, siempre lisonjero para una mujer en aquel momento me tranquilizaba y me llenaba de gratitud. Decidí con voz acariciante la cita, prometió acudir y salí del restaurante.

Durante toda aquella noche pasada por mí en una continua pesadilla había llovido a cántaros. Varías veces, entre sueños, había oído el crepitar de los aguaceros mezclado con los silbidos del viento que formaba como un muro de mal tiempo alrededor de la casa aumentando la soledad y la intimidad de las tinieblas en las que me debatía. Pero al amanecer la lluvia había cesado y el viento, con sus últimas ráfagas, había reunido fuerzas suficientes para barrer las nubes dejando un cielo limpio y un ambiente recién lavado e inmóvil.

Después de haber llamado por teléfono a Astarita, empecé a caminar por un paseo de plátanos, bajo el primer sol de la mañana. Del mal sueño, tantas veces interrumpido, no me quedaba más que un leve aturdimiento y el aire fresco me lo borró muy pronto. Sentía una intensa complacencia por aquel hermoso día y todas las cosas en las que posaba mi mirada me parecían cubiertas por una calidad atractiva que encantaba la vista y me producía un gran deleite. Me gustaban las orlas de humedad en los bordes de las lajas de piedra, ya secas; me gustaban los troncos de los plátanos con sus cortezas de escamas blancas, verdes y amarillas, que a lo lejos parecían de oro; me gustaban las fachadas de las casas que conservaban en grandes manchas húmedas las huellas del lavado nocturno; me gustaban los viandantes de la mañana, hombres que iban apresurados al trabajo, criadas con sus cestas al brazo, niños y niñas con sus libros y cartapacios, llevados de la mano por sus padres o por los hermanos mayores. Me detuve a dar una limosna a un viejo mendigo y, mientras buscaba el dinero en el bolso, me di cuenta de que contemplaba con afecto su capote militar y me enamoraba de los remiendos que ostentaba.

Eran unos remiendos grises, marrones, amarillos y de un verde menos pálido y comprendí que me gustaba detenerme en cada color y ver lo bien cosidos que estaban con gruesas puntadas visibles de hilo negro y me sorprendí pensando en el trabajo que aquel hombre habría hecho una de aquellas mañanas cortando con unas tijeras las partes lisas, sacando el remiendo de algún viejo harapo y ajustándolo en el brazo y cosiéndolo con todo cuidado. Los remiendos me gustaban como gusta al hambriento la vista del pan recién salido del horno y mientras me alejaba no pude por menos de volverme a mirar al mendigo. Y entonces, de pronto, pensé que sería bello tener una vida semejante a aquella mañana, tan límpida, tan diáfana, tan agradable. Una vida que hubiera sido lavada de todos sus aspectos opacos y en la que se pudieran mirar con amor todas las cosas, aun las más humildes.

Con este pensamiento volvió a mí el deseo, hacía tanto tiempo mudo y adormecido, de una vida normal, con un hombre solo, en una casa nueva, ordenada, clara y limpia. Me di cuenta de que mi oficio no me gustaba, por más que, por una especie de singular contradicción, la naturaleza me inclinara a él. Pensé que no era un oficio limpio; que siempre había a mi alrededor, sobre mi cuerpo, en mis dedos, en mi cama, como una sensación de sudor, de semen viril, de calor impuro, de viscosidad pegajosa que, por mucho que me lavara y pusiera en orden mi habitación, parecía subsistir en todo. Pensé también que aquello de desnudarme y volver a vestirme casi todos los días ante los ojos de hombres siempre distintos me impedía mirar mi propio cuerpo con aquella sensación de complacencia y de intimidad que me hubiera gustado y que recordaba haber experimentado, siendo jovencita, al mirarme en el espejo o mientras me bañaba. Es hermoso poder mirar el propio cuerpo como una cosa nueva y desconocida que crece, se robustece y se embellece por sí sola, pero yo, para dar siempre esta sensación de novedad a mis amantes, me la había quitado a mí misma para siempre.

A la luz de estas reflexiones, el delito de Sonzogno, la maldad de Gino, la desventura de la camarera y las demás intrigas en que me debatía, se me mostraban como otras tantas consecuencias de la irregularidad de mi vida. Pero eran consecuencias sin especial significado, que no producían ningún sentimiento de culpa y que podrían ser removidas con sólo que lograra satisfacer mis viejas aspiraciones a una vida normal.

Sentí un gran deseo de encontrarme en regla en todo sentido. En regla con la moral que no me permitía un oficio como el mío; en regla con la naturaleza que quería que a mi edad una mujer tuviera hijos; en regla con el gusto de vivir entre objetos hermosos, con vestidos nuevos y agradables, en casas luminosas, limpias y cómodas. Sólo que una cosa excluía a la otra y si deseaba estar en regla con la moral no podría estarlo con la naturaleza y el gusto contradecía al mismo tiempo la moral y la naturaleza.

Con este pensamiento experimenté el despecho de siempre, antiguo como mi misma vida, de saberme siempre en deuda con la necesidad e impotente para satisfacerla si no era con el sacrificio de mis mejores aspiraciones. Una vez más me pasaba por alto el hecho de no aceptar del todo mi suerte y esto me devolvió cierta confianza porque pensé que en cuanto se presentara ocasión de cambiar de vida no me dejaría coger de improviso y la aprovecharía con decisión y plena conciencia.

Me había citado con Astarita a mediodía, cuando él saliera de la oficina. Faltaban todavía algunas horas y como no sabía qué hacer, decidí ir a casa de Gisella. Hacía algún tiempo que no la veía y sospechaba que alguien había ocupado en su vida el sitio que antaño tuviera Ricardo, un puesto entre novio y amante. Igual que yo, Gisella esperaba ponerse en regla algún día y supongo que ésa es una esperanza común a todas las mujeres de mi clase. La diferencia estaba en que yo me sentía inclinada a poner en orden mis cosas por una especie de impulso ingénito mientras que para Gisella, que daba especial importancia a la consideración mundana, se trataba sobre todo de un asunto de decoro social. Le daba vergüenza que los otros pensaran que era lo que realmente era, y ahí estaba todo; y eso aun cuando su vocación a esta clase de vida era mucho más profunda que la mía. En cambio, yo no me avergonzaba; a lo sumo, en determinados momentos, me asaltaba una sensación de servidumbre y de pérdida de la propia naturaleza.