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Llegué a casa de Gisella y me dispuse a subir escaleras arriba cuando la voz de la portera me detuvo:

—¿Va a ver a la señorita Gisella? Ya no vive aquí.

—¿Y dónde ha ido?

—Calle Casablanca, número siete.

La calle Casablanca era una calle nueva, en un barrio nuevo. La portera siguió:

—Un día vino un señor rubio, con un coche, recogieron todas sus cosas y se fueron.

Inmediatamente me di cuenta de que yo había acudido allí para oír aquello, que se había ido con alguien. No sé por qué, me invadió repentinamente una sensación de cansancio, las piernas se me doblaron y tuve que cogerme a la puerta del portal para no caer. Pero me rehice y después de haberlo pensado un poco decidí ir a ver a Gisella en su nuevo piso. Llamé un taxi y dije al conductor que me llevara a la calle Casablanca.

A medida que el taxi corría nos alejábamos del centro y de sus viejas casas alineadas en calles estrechas, hacinadas una sobre otra. Las calles se ensanchaban, se bifurcaban, confluían en plazas y se hacían cada vez más amplias. Las casas eran nuevas y entre las casas se veía de vez en cuando algún jirón verde del campo. Me daba cuenta de que aquel viaje tenía un significado oculto, bastante penoso, y esto me ponía triste. Recordé de pronto los esfuerzos que había hecho Gisella para arrancarme la inocencia y convertirme en una mujer de la calle, y aun sin quererlo, con la misma naturalidad con que una herida sangra, empecé a llorar desconsoladamente.

Cuando bajé del taxi, al término de la carrera, tenía los ojos brillantes y las mejillas bañadas en llanto.

—No hay que llorar, señorita —me dijo el conductor.

Y yo me limité a mover la cabeza y me dirigí rápidamente al portal de la casa de Gisella.

Era un edificio blanco de estilo moderno y de construcción recentísima, como atestiguaban unos toneles, unas vigas y unas palas acumuladas en el jardín pequeño y seco, y las salpicaduras de cal que manchaban la verja. Entré en un portal blanco y completamente desnudo; también era blanca la escalera, con unas ventanas de vidrios lechosos que filtraban una luz tranquila. El portero, un joven pelirrojo con un mono de obrero, muy distinto de los porteros de siempre, viejos y sucios, me hizo entrar en el ascensor, oprimí el botón y comencé a elevarme. Den­tro del ascensor había un grato olor a madera nueva encerada. Hasta el rumor del mecanismo parecía indicar algo nuevo, como de un motor recién estrenado. Nos acercábamos al último piso y a medida que subía aumentaba la luz, como si en aquella casa no hubiera tejado y subiéramos hacia el cielo. Después se detuvo, salí y me encontré en medio de una gran claridad, en un descansillo de una blancura deslumbradora, ante una hermosa puerta de madera clara con unas manijas de latón brillante. Llamé y acudió a abrirme una criadita morena y delgada, de rostro agradable, con la cofia de encaje y un delantal bordado.

—¿La señora De Santis? —dije—. Dígale que está Adriana. Se fue por el corredor hasta una puerta de cristales esmerilados parecidos a los de las ventanas de la escalera. También el corredor era blanco y desnudo como el resto de la casa. Pensé que el piso debía de ser pequeño, no más de cuatro habitaciones. Estaba caliente y la tibieza de la calefacción reavivaba el olor penetrante de la cal fresca y de los barnices nuevos. Después se abrió la puerta al fondo del pasillo y la criadita reapareció diciéndome que podía pasar.

Al entrar no vi nada, porque a través de una amplia vidriera que parecía ocupar toda la pared frente a la puerta el sol invernal entraba de lleno, deslumbrante. Era el último piso y a través de la vidriera no se veía más que el cielo azul, resplandeciente de sol. Por un instante olvidé el objeto de mi visita, experimenté una gran sensación de bienestar y cerré los ojos en aquel sol cálido y dorado como un viejo licor. Pero la voz de Gisella me sacó de aquel encantamiento. Estaba sentada ante la vidriera y tenía delante de ella una mujercita de pelo gris a la que tendía la mano sobre una mesita baja llena de frascos. Era la manicura. Gisella dijo con falsa desenvoltura:

—Oh, Adriana, siéntate… Espera un momento. Me senté cerca de la puerta y miré a mi alrededor. La estancia era larga, en el sentido de la vidriera, y estrecha. En realidad no había muchos muebles, sólo una mesa, un aparador y unas cuantas sillas de madera clara. Pero todo era nuevo y además había el sol, un sol que tenía algo de lujoso, y no pude por menos de pensar que sólo en una casa rica podía haber un sol como aquél.

Cerré los ojos en aquella dulzura, gustosamente, y por un momento no pensé en nada. Después sentí que algo pesado y blando me caía sobre las rodillas; abrí los ojos y vi que era un gato enorme, de una raza que nunca había visto, con el pelo muy largo y mórbido, como seda, de color gris casi azul, y una cara ancha con una expresión airada y majestuosa que no me gustó. El gato empezó a restregarse contra mí, levantando en el aire el penacho de su cola y maullando roncamente. Después se acurrucó en mi regazo y se puso a runrunear.

—¡Qué bonito gato! —dije—. ¿De qué raza es?

—Es un gato persa —respondió Gisella con orgullo—. Es una raza muy apreciada… Esos gatos se venden hasta mil liras cada uno.

—Nunca había visto uno así —repuse pasando la mano por el lomo del gato.

—¿Sabe quién tiene un gato como ése? —intervino la manicura—. La señora Radaelli. Y si viera qué bien lo trata… Mejor que a una persona… El otro día llegó incluso a perfumarlo con el pulverizador… Bien, ¿le doy un repaso a las uñas de los pies?

—No, Marta, por hoy, basta —dijo Gisella.

La manicura volvió a poner sus instrumentos y sus frascos en un maletín, saludó y salió de la habitación.

Cuando nos quedamos solas, nos miramos. Gisella me pareció también completamente nueva, como la casa. Llevaba un bonito jersey rojo, de lana de angora y una falda color tabaco que yo no le había visto. Había engordado, y había más pecho dentro del jersey y más caderas dentro de la falda de lo que había visto siempre en ella. Noté también que sus párpados estaban un poco hinchados, como ocurre a quien come bien, duerme mucho y no tiene preocupaciones. Los párpados le daban un aspecto un poco burlón. Se miró un momento las uñas y después preguntó como por casualidad:

—Bueno, ¿qué me cuentas? ¿Qué te parece mi casa?, ¿te gusta?

No soy en absoluto envidiosa. Pero en aquel momento, quizá por primera vez en mi vida, experimenté el zarpazo de la envidia, y me sorprendió el que hubiera gente que pudiese albergar durante toda la vida en su ánimo semejante sentimiento porque me pareció doloroso y desagradable en sumo grado. De pronto sentí como si mi cara se estirase, igual que si hubiera adelgazado de golpe, y aquel fenómeno me hacía impotente para sonreír y decir a Gisella las frases de cortesía que hubiera deseado. Además, seguía sintiendo por Gisella un arraigado sentimiento de aversión. Hubiera deseado decir alguna frase maligna, herirla, ofenderla, humillarla, amargarle su gozo. «¿Qué me está ocurriendo? —pensé sin dejar de acariciar el gato—. ¿Ya no soy yo misma?» Afortunadamente, este sentimiento no duró mucho. En el fondo de mi alma, toda la bondad de que soy capaz empezaba ya a oponerse al asalto de la envidia. Pensé que Gisella era mi amiga y que debía estar satisfecha por su buena suerte. Me imaginé a Gisella entrando por primera vez en su casa y palmoteando de alegría, y al mismo tiempo, el frío y la parálisis de la envidia abandonaron mi rostro y sentí de nuevo el calor de aquel sol que entraba por los cristales, pero de un modo más íntimo, como si el sol hubiese penetrado hasta mi alma.

—¿Y me lo preguntas? —repuse—. Es una casa bonita y alegre… ¿Cómo ha sido?

Me pareció haber pronunciado esas palabras con sinceridad y sonreí más a mí misma, como un premio, que a Gisella. Ella contestó con aire de importancia y confidencia: