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—Verdaderamente, ¿sientes tanto deseo?

Hizo que sí con la cabeza, incapaz de hablar.

—¿Y no te sientes cansado? —proseguí con voz tierna y cruel—. ¿No piensas que es tarde y que sería mejor otro día?

Vi que con la cabeza negaba.

—¿Tanto me amas?

—Ya lo sabes que te amo —respondió en voz baja.

Y fue a abrazarme, pero yo me solté y dije:

—Espera.

Se tranquilizó en seguida porque había comprendido que yo aceptaba. Me levanté, fui despacio a la puerta y di la vuelta a la llave. Luego fui a la ventana, la abrí, bajé las persianas y volví a cerrarla. Astarita me seguía con los ojos mientras yo andaba por la habitación con una actitud de perezosa y magnánima complacencia. Sentía sus miradas sobre mí y comprendí hasta qué punto debía serle grata mi inesperada docilidad. Una vez cerradas las persianas, me puse a canturrear en voz baja, con un tono alegre e íntimo y siempre canturreando, abrí el armario, me quité el abrigo y lo colgué. Después, sin dejar de cantar, me miré en el espejo. Me pareció que nunca había sido tan bella, con los ojos que brillaban profunda y dulcemente, con la nariz encrespada y la boca entreabierta mostrando anos dientes blancos y regulares. Comprendí que estaba tan bonita porque me sentía satisfecha de mí misma y me creía buena, y levanté un poco la voz cantando mientras empezaba a desabrocharme el vestido. Cantaba una canción estúpida que estaba de moda por entonces y que decía:

Canto quel motivetto che mi piace tanto

e che fa dudu dudu dudu;

y aquel estúpido estribillo me parecía la vida misma, absurda sin duda, pero en ciertos momentos suave y encantadora. De pronto, cuando ya tenía desnudo el pecho, alguien llamó a la puerta.

—No puedo —dije tranquilamente—. Más tarde.

—Es una cosa urgente —respondió la voz de mi madre.

Tuve una sospecha. Fui a la puerta y la entreabrí, asomándome.

Mi madre me hizo una seña para que saliera y cerrara la puerta. Después, en la sombra del recibidor, susurró:

—Ahí hay alguien, que dice que quiere absolutamente hablar contigo.

—¿Y quién es?

—No lo sé. Un joven moreno.

Lentamente entreabrí la puerta de la sala y miré. Apoyado en la mesa, vi un hombre que me daba la espalda. Reconocí inmediatamente a Giacomo por la nuca y cerré la puerta a toda prisa diciéndole a mi madre:

—Dile que vengo en seguida… Y no lo dejes salir de la sala.

Me aseguró de que así lo haría y volví a entrar en mi cuarto. Astarita seguía sentado en la cama, tal como lo había dejado.

—Pronto —le dije—. Pronto… Lo siento, pero tienes que marcharte.

Se turbó y empezó a farfullar no sé qué palabras de protesta. Pero no le dejé acabar y seguí:

—Mi tía se ha encontrado mal en plena calle… Mamá y yo tenemos que ir al hospital… Pronto, de prisa…

Era una mentira un poco descarada, pero en aquel momento no se me ocurrió otra cosa. Él me miraba, como atontado, y no parecía creer en su mala suerte. Me di cuenta que se había descalzado y apoyaba en el suelo los pies enfundados en unos calcetines de rayas de colores.

—¿Por qué me miras así? Tienes que irte —insistí, exasperada.

—Está bien, me voy —dijo inclinándose para calzarse.

Yo le tendía ya el abrigo, pero comprendí que tenía que prometerle algo si quería que interviniera a favor de la camarera. Así pues, mientras le ayudaba a enfilar las mangas del abrigo, dije:

—Perdona, estoy realmente mortificada… Vuelve mañana por la noche, después de cenar… entonces estaremos juntos en paz… Por otra parte, hoy hubiera tenido que despedirte en seguida… Es mejor que haya ocurrido esto.

Astarita no dijo nada y yo lo acompañé hasta la puerta cogiéndolo de la mano, como si fuera la primera vez que estaba en mi casa, tal era mi temor de que entrara en la sala y viese a Giacomo. Ya en la puerta le recordé:

—Mira, que hoy mismo voy al confesor.

Respondió con un gesto de asentimiento como para decirme que estaba entendido. Tenía una expresión de disgusto y de frialdad. En mi impaciencia no esperé su despedida y casi le di con la puerta en la cara.

CAPÍTULO V

Al acercarme a la puerta de la sala y mientras ponía la mano en la manija comprendí de pronto que, a menos que mediara un milagro, estaba apunto de crear entre Giacomo y yo las mismas infelices relaciones que mediaban entre Astarita y yo. Me daba cuenta en aquel momento que aquel mismo sentimiento de sujeción, de temor y de ciego deseo que Astarita experimentaba por mí lo sentía yo por Giacomo, y aunque entendía que, si deseaba ser correspondida, debería comportarme de otro modo, me sentía invenciblemente empujada a ponerme frente a él en una situación de dependencia, ansiosa y sumisa. No sabría decir cuáles eran los motivos de esa condición de inferioridad, aparte de que saberlos equivaldría a anularla. Sólo advertía que el instinto me aseguraba que estábamos hechos el uno y el otro de materias distintas, la mía más dura que la de Astarita, pero más frágil que la de Giacomo, y que así como había algo que me impedía amar a Astarita, también debía de haber algo que le impedía a Giacomo amarme, y que, igual que el amor de Astarita por mí, el mío por Giacomo había nacido mal y acabaría peor.

El corazón me latía aceleradamente y me faltaba la respiración aun antes de verlo y de hablarle. Tenía miedo de dar algún paso en falso, de dejar ver mi ansiedad y mi deseo de gustarle y por esto mismo de perderlo otra vez, y para siempre. Ésta es realmente la peor maldición del amor: que nunca es correspondido y que cuando amamos no somos amados y cuando somos amados no amamos. Nunca se da el caso de que dos amantes sean iguales por sentimiento y por deseo, aunque éste es el ideal al que tienden todos los hombres, cada uno por su camino. Yo sabía que, precisamente porque estaba enamorada de Giacomo, él no lo estaba de mí. Y sabía también, aunque no quisiera confesármelo que, hiciera lo que hiciese, no lograría que se enamorara. Todo esto pasó por mi mente mientras, mortalmente turbada, vacilaba tras la puerta de la sala. Sentíame aturdida, dispuesta a cometer las peores tonterías y esto me irritaba. Por último, me armé de valor y entré.

Giacomo estaba aún como lo había visto antes: apoyado en la mesa, de espaldas a la puerta. Pero, al oírme entrar, se volvió y mirándome con una atención suspensa y crítica, dijo:

—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido hacerte una visita… Tal vez he hecho mal.

Me di cuenta de que hablaba despacio, como si quisiera observarme bien antes de excederse en palabras y me turbé al pensar en cómo debía parecerle entonces, tal vez diferente y menos atractiva que el recuerdo que le había impulsado a visitarme al cabo de tanto tiempo. Me tranquilizó recordar de pronto que poco antes me había parecido bonita al contemplarme en el espejo. Un poco apurada dije:

—No, no has hecho mal, has hecho muy bien… Iba a salir ahora para ir a comer… Podemos comer juntos.

—Pero, ¿me reconoces? —preguntó tal vez con ironía—. ¿Sabes quién soy?

—Ya lo creo que te reconozco —dije de la forma más tonta.

Y antes de que mi voluntad pudiera influir en mis gestos, le había cogido una mano y me la llevaba a los labios mirándolo con amor. Él pareció confundido y esto me gustó. Le pregunté:

—¿Por qué no has vuelto por aquí, malo más que malo?