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A mi voz ansiosa y tierna respondió moviendo la cabeza:

—He tenido mucho que hacer.

Yo había perdido el seso completamente. Y desde los labios llevé su mano a mi corazón, bajo el pecho, diciéndole:

—Mira cómo me late el corazón.

Y al mismo tiempo me llamaba estúpida porque pensé que no debía haber hecho aquel gesto ni dicho aquellas palabras. Hizo una mueca como de turbación y, asustada, añadí inmediata mente:

—Voy a ponerme el abrigo y vuelvo en seguida… Espérame.

Me sentía tan fuera de mí y tenía tanto miedo de perderlo que, al pasar por el recibidor, di con furia una vuelta a la llave de la puerta de casa y la saqué de la cerradura. Así, si se le ocurría marcharse mientras yo me vestía no podría salir. Entré en mi cuarto, me puse ante el espejo y con el borde del pañuelo me quité toda la pintura de los ojos y de los labios. Después volví a pintarme los labios más discretamente. Fui al perchero en busca del abrigo y no lo encontré.

Por un momento me sentí confusa, pero después recordé que lo había puesto en el armario y lo saqué. Me miré al espejo y pensé que mi peinado era demasiado aparatoso. Rápidamente me despeiné y me arreglé el cabello como solía llevarlo cuando era novia de Gino. Y mientras me peinaba, me juré a mí misma que en lo sucesivo reprimiría los impulsos de mi pasión controlando estrictamente mis gestos y mis palabras. Por fin estuve dispuesta para salir. Pasé al recibidor y me asomé a la sala para llamar a Giacomo.

Y entonces, la puerta que yo había cerrado con llave y que en mi precipitación me había olvidado de volver a abrir le reveló mi subterfugio.

—Tenías miedo de que me escapara —murmuró mientras yo, confusa, buscaba la llave en el bolso.

Cogió la llave de mi mano y abrió la puerta, moviendo la cabeza y mirándome con un severo afecto muy suyo. El corazón se me llenó de alegría y corrí tras él escaleras abajo, cogiéndolo por el brazo y preguntándole:

—No lo has tomado a mal, ¿verdad?

Él no contestó.

Una vez en la calle, paseamos bajo el sol, cogidos del brazo, a lo largo de los portales y de las tiendas. Me sentía tan feliz a su lado que olvidé todos mis juramentos y cuando pasamos ante la villa de la torre, fue como si alguien me hubiera cogido la mano y me la hubiera llevado a estrechar la suya. Al mismo tiempo me di cuenta de que me adelantaba para verle mejor la cara y decía:

—¿Sabes que estoy muy contenta de verte?

Él hizo su habitual mueca embarazada y respondió:

—También yo estoy contento.

Pero lo hizo con un tono que no me pareció desde luego el de la satisfacción.

Me mordí los labios hasta hacérmelos sangrar y liberé mis dedos de los suyos. Él no pareció darse cuenta. Miraba a un lado y a otro, como distraído. Pero en la puerta de la muralla se detuvo y dijo con voz reticente:

—Oye, tengo que decirte una cosa.

—Dime.

—Realmente ha sido casual que haya ido a tu casa, y por la misma casualidad resulta que estoy sin un céntimo encima, así que será mejor que nos separemos.

Y diciendo esto me tendió la mano.

Tuve un susto enorme. Pensé que me dejaba y, en mi confusión, no vi otro remedio que cogerme a su cuello llorando y suplicándole. Pero al mismo tiempo, el pretexto que aducía para marcharse, me hizo entrever una fácil solución y mi sentimiento cambió en el acto. Pensé que podría pagarle la comida y hasta me gustó la idea de pagar por él de la misma manera que tantos pagaban por mí.

He hablado ya del placer sensual que sentía cada vez que recibía dinero. Ahora descubría que el placer de darlo podía ser igual. Y que la mezcla de amor y dinero, sea recibido o dado, no es sólo una simple cuestión de «toma y daca». Exclamé impetuosamente:

—No pienses siquiera en eso… Pagaré yo… Mira, tengo dinero.

Y abrí el bolso, mostrándole algunos billetes que había metido la tarde anterior.

Él repuso con un leve matiz de desilusión:

—Pero no puede ser…

—¿Qué importa eso? Has vuelto y es justo que celebremos tu regreso.

—No, no… es mejor que no.

Hizo otra vez el gesto de estrecharme la mano y marcharse. Esta vez lo cogí por un brazo, diciéndole:

—Vamos, no hablemos más del asunto.

Y me dirigí al restaurante.

Nos sentamos a la misma mesa de la primera vez y todo estaba como entonces salvo un rayo de sol invernal que entraba por los cristales de la puerta y daba en las mesitas del fondo y en la pared. El dueño nos trajo la carta y yo pedí lo que deseaba con un tono seguro y protector, como hacían mis amantes conmigo. Giacomo guardaba silencio mientras yo daba las órdenes mirando el suelo. Me había olvidado del vino porque yo no bebo, pero recordé que Giacomo había bebido la otra vez y volví a llamar al dueño para pedirle un litro.

Apenas el dueño se hubo alejado, abrí el bolso, saqué un billete de cien liras, lo doblé en cuatro y se lo tendí por debajo de la mesa.

Él me miró interrogadoramente.

—El dinero —le dije en voz baja—. Así después podrás pagar.

—Ah, el dinero —repuso lentamente.

Cogió el billete, lo desdobló sobre la mesa, lo miró, volvió a doblarlo y lo metió de nuevo en mi bolso, todo ello con una serenidad un poco irónica.

—¿Quieres que pague yo? —pregunté desconcertada.

—No, pagaré yo —contestó, tranquilamente.

—Pero entonces, ¿por qué me has dicho que estabas sin dinero?

Vaciló y después dijo con amarga sinceridad:

—No he ido a verte por casualidad. La verdad es que hace ya casi un mes que pienso ir, pero siempre, al llegar ante tu casa, me venían ganas de irme… Ahora, me ha ocurrido lo mismo y por eso te he dicho que estaba sin dinero esperando que tú me mandarías al diablo.

Sonrió y se pasó una mano por la barbilla:

—Por lo visto, me había equivocado.

Así, pues, había hecho conmigo una especie de experimento. Y no quería saber de mí, o mejor dicho, en su ánimo la atracción hacia mí luchaba con una aversión por lo menos igual de fuerte. Más adelante, yo tenía que reconocer en esta facultad de fingir papeles insinceros con objeto de experimento uno de sus caracteres principales. Pero en aquel momento me sentí turbada, sin saber si debía alegrarme o dolerme de su engaño y de su derrota, y le pregunté maquinalmente:

—Pero, ¿por qué querías irte?

—Porque me había dado cuenta de que no sentía nada por ti, o mejor dicho, únicamente un deseo como el que pudiera sentir aquel amigo mío por tu compañera.

—¿Sabes que viven juntos? —dije.

—Sí —contestó con desprecio—. Verdaderamente están hechos el uno para el otro.

—No sentías nada por mí —repuse— y no querías venir, pero has venido.

En la desilusión ya prevista de mi amor, me producía cierto placer hacerle observar su inconsecuencia.

—Sí —contestó—, porque soy lo que suele llamarse un carácter débil.

—Bien, has venido y esto me basta —dije con crueldad.

Tendí la mano por debajo de la mesa y la puse sobre su rodilla. Entre tanto, lo miraba y al sentir aquel contacto vi que se turbaba y le temblaba la barbilla. Sentí placer al verlo turbado y comprendí que aunque me deseaba bastante, como acababa de confesar al decirme que durante un mes había pensado venir a verme, había toda una parte de su ser que me era hostil, y contra aquella parte debía disponer mis esfuerzos a fin de humillarla y destruirla. Recordé aquella mirada suya sobre mi espalda desnuda la primera vez que estuvimos juntos y me dije que aquel día había hecho mal en dejarme helar por aquella mirada y que, si hubiera persistido en mis intentos de seducción, también aquella mirada se hubiese apagado de la misma manera que ahora caía y se apagaba claramente la convulsa dignidad de su rostro.