—¿De qué modo?
—No sé, mal.
—En las miradas no se manda —dijo al cabo de un rato—, pero, si quieres, no te miraré, cerraré los ojos… ¿Va bien así?
—No, no va bien —insistí, obstinada.
—¿Pues cómo quieres que te mire?
—Como te miro yo —respondí.
Le cogí la cara por la barbilla, sin dejar de andar, y le mostré cómo debía mirarme.:
—Así, con dulzura.
—Ah, con dulzura.
Cuando estuvimos en la escalera de mi casa, tan triste y miserable, no pude por menos de pensar en la casa de Gisella, limpia, clara, blanca. Y dije, como hablando conmigo misma:
—Si no viviera en esta casucha y no fuera lo desgraciada que soy, seguramente te gustaría más.
Inesperadamente, se detuvo, me cogió por la cintura con las dos manos y me dijo con sinceridad:
—Si piensas esto, ten la seguridad de que no es verdad.
Me pareció ver en sus ojos algo muy parecido al afecto. Al mismo tiempo se inclinó y buscó mi boca con la suya. Su aliento olía a vino. Nunca he podido soportar el hedor del vino, pero en aquel momento, en su boca me pareció ingenuo y amable, casi conmovedor, como hubiera sido conmovedor en la boca de un chiquillo inexperto. Comprendí que con mis palabras había tocado un punto sensible de él, aun sin saberlo. Entonces creí haber despertado en su ánimo una chispa de afecto. Después he comprendido que, a lo sumo se trataba de una reacción de amor propio y que al abrazarme no obedecía a un impulso amoroso sino que sufría una especie de extorsión moral. Muchas veces y de la misma manera volví a hacerle el mismo chantaje acusándolo de despreciarme por mi pobreza y mi profesión y siempre obtuve el mismo resultado favorable a mis deseos y al mismo tiempo, mientras lo comprendía cada vez mejor, singularmente humillante y lleno de desilusión.
Pero en aquel momento aún no lo conocía tan bien como lo conocí más tarde. Y su beso me inspiró una gran alegría, como una victoria definitiva. Me conformé con rozarle los labios, satisfecha con el valor de su gesto y cogiéndole una mano dije:
—Vamos, vamos arriba.
Alegremente y fogosamente subimos el último tramo de la escalera. Él se dejó arrastrar sin decir palabra.
Entré casi corriendo en mi habitación haciéndolo chocar con las paredes del recibidor como si fuera un muñeco. Entré con violencia y, más que acompañarlo, casi lo eché sobre la cama. Entonces me di cuenta por primera vez que no sólo estaba borracho como yo había previsto, sino tan borracho que tal vez ya empezaba a sentirse mal. Estaba bastante pálido, se pasaba una mano por la frente con expresión aturdida y había en sus ojos una luz turbia y vacilante. Todo esto lo observé en un instante, y sentí un enorme miedo de que fuera a sentirse realmente mal y de este modo, por segunda vez, nuestro encuentro se esfumara en la nada. Mientras iba de un lado para otro por la habitación, desprendiéndome de mis vestidos experimenté por un momento un fuerte remordimiento por no haber impedido que bebiera, casi una desesperación. Pero lo que ni siquiera se me ocurrió fue renunciar a aquel amor suyo tan deseado. Sólo esperaba una cosa: que no se encontrara tan mal como para no estar en condiciones de amarme, y que si realmente su malestar era fuerte, sus efectos se dejaran sentir después y no antes de que mis deseos quedaran satisfechos. Estaba realmente enamorada de él, pero al mismo tiempo tan temerosa de perderlo, que mi amor no conseguía rebasar el nivel del egoísmo.
Así pues, fingí no reparar en su embriaguez y después de haberme desnudado fui a sentarme en el lecho al lado de él. Giacomo tenía aún puesto el abrigo, como cuando había entrado. Me puse a ayudarle a desnudarse, y mientras le ayudaba iba hablándole para que se distrajera y no le viniera la ocurrencia de marcharse.
—Todavía no me has dicho cuántos años tienes, —le dije.
Entre tanto le quitaba el abrigo y él, dócilmente, levantaba el brazo para dejárselo quitar.
Contestó al cabo de un rato:
—Tengo diecinueve años.
—Dos menos que yo.
—¿Tienes veintiuno?
—Sí, y pronto tendré veintidós.
Mis dedos se enredaban en el nudo de su corbata. Lentamente, como haciendo un esfuerzo, me rechazó y deshizo el nudo. Dejó caer los brazos y le quité la corbata.
—Esta corbata está ya muy ajada, —dije—. Te compraré una… ¿Qué color te gusta?
Se echó a reír y su risa graciosa y simpática me gustaba.
—¡Vaya! Quieres mantenerme —dijo—. Antes querías pagarme la comida y ahora regalarme una corbata.
—¡Tonto! —repuse con intenso afecto—. ¿Qué te importa? Me place regalarte una corbata y a ti no puede disgustarte.
Mientras decíamos estas cosas fui quitándole la chaqueta y el jersey y ya estaba sentado al borde del lecho, en camisa.
—¿Se nota que tengo diecinueve años? —preguntó.
Le gustaba hablar de sí mismo. Esto lo descubrí en seguida.
—Sí y no —contesté con una vacilación que sabía que lo lisonjeaba.
Y acariciándole la cabeza, añadí:
—Sobre todo se ve en tu cabello. Un hombre tiene cabellos menos vivos, pero en la cara, no.
—¿Qué edad me echarías?
—Veinticinco años.
Calló y vi que cerraba los ojos, como sumergido en la embriaguez. Me asaltó otra vez el miedo de que se encontrara mal y me apresuré a quitarle la camisa añadiendo:
—Sigue hablándome de ti… ¿Eres estudiante?
—Sí.
—¿Qué estudias?
—Derecho.
—¿Vives con tu familia?
—No, mi familia está en provincia.
—¿Vives en una pensión?
—No, en una habitación amueblada —respondió con los ojos cerrados, mecánicamente—, en la calle Cola di Rienzo, número veinte, interior ocho, en casa de la viuda Medolaghi… Amalia Medolaghi.
Él estaba con el torso desnudo. Sin poder contenerme, le pasé con deseo la mano por el pecho y el cuello, diciéndole:
—¿Por qué estás así? ¿Tienes frío?
Levantó la cabeza y me miró. Después se echó a reír un poco chillonamente:
—¿Piensas que no me doy cuenta?
—¿De qué?
—De que estás desnudándome como quien no quiere la cosa. Estaré borracho, pero no tanto como crees.
—Bien —contesté, desconcertada—. ¿Y qué mal hay en ello? Deberías hacerlo tú mismo, pero ya que no lo haces te ayudo.
No pareció haberme oído.
—Estoy borracho —prosiguió, moviendo la cabeza—, pero sé muy bien qué hago y por qué estoy aquí. No necesito ayuda, mira…
Y de pronto, con gestos violentos a los que daba cierto aire como de muñeco la delgadez de sus miembros, se desabrochó el cinturón e hizo volar por el aire los pantalones y cuanto le quedaba encima.
—Y también sé lo que esperas de mí —añadió cogiéndome por las caderas. Me apretaba con sus manos fuertes y nerviosas y en sus ojos la embriaguez parecía haber cedido el puesto a una especie de enérgica malicia. Más tarde volvería a encontrar aquella misma malicia aun en los instantes en que parecía abandonarse más. Era un claro indicio de la lúcida conciencia que conservaba siempre, hiciera lo que hiciera, y que, como más tarde descubrí con dolor, le impedía comunicarse y amar de veras.
—Tú quieres esto, ¿verdad? —añadió sin dejar de apretarme y clavándome las uñas en la carne—. Y esto, y esto, y esto…
Y cada vez que repetía la palabra «esto» hacía un gesto de amor, besándome, mordiéndome, dándome unos pellizcos traidores donde menos me lo esperaba. Yo reía, y procuraba evitarlo y me debatía, demasiado feliz por aquel despertar suyo como para notar todo lo que había de forzado y voluntarioso en su conducta. Me hacía daño realmente, como si mi cuerpo fuera para él objeto de odio y no de amor. Y en sus ojos, más que el deseo, parecía brillar una especie de ira. Después, su frenesí cesó de golpe, tal como había empezado, y de una manera curiosa e inexplicable, tal vez dominado otra vez por el vino, se dejó caer boca arriba sobre el lecho, a todo lo largo, cerró los ojos y volví a encontrarme a su lado con la extraña sensación de que no se había movido de allí ni había dicho una palabra, ni me había besado ni tocado. Igual que si todo hubiera de empezar todavía.