Permanecí inmóvil un largo rato, arrodillada sobre la cama ante él, con el cabello caído sobre los ojos, mirándolo y rozando tímidamente con las yemas de los dedos aquel cuerpo suyo, tan delgado y tan puro. Tenía la piel blanca y los huesos apuntaban bajo la piel. Los hombros eran anchos y flacos, las caderas estrechas y las piernas largas; apenas tenía vello, excepto un poco en el pecho, y en el vientre estaba plano, por la posición de todo el cuerpo, de manera que el pubis aparecía elevado y como ofreciéndose. No me gusta la violencia en el amor y por esto me parecía que no había ocurrido nada entre nosotros y que todo tuviera que empezar todavía. Dejé que el silencio y la calma volvieran entre los dos, tras aquel artificioso e irónico tumulto y cuando me sentí de nuevo en el estado de ánimo sereno y apasionado que me es propio, lentamente, como en ciertos días de bochorno se desciende poco a poco al agua deliciosa de un mar inmóvil, me tendí a su lado, enlacé mis piernas a las suyas, rodeé su cuello con mis brazos y me ceñí a él todo lo que pude. Esta vez él no se movió ni dijo nada hasta que todo hubo acabado. Yo lo llamaba con los más dulces nombres, jadeaba en su propia cara y lo envolvía en la cálida y tupida red de mis caricias y él, como si estuviera muerto, yacía supino e inmóvil. He sabido después que esta pasividad sin participar era la máxima prueba de amor de que era capaz.
Más tarde, ya de noche, me apoyé en un codo y lo miré con una contemplación intensa de la que me ha quedado, después de tanto tiempo, un recuerdo muy preciso y doloroso. Dormía, con la cara hundida en la almohada, de perfil. Su habitual aire de dignidad vacilante que parecía querer mantener siempre y a toda costa, lo había abandonado, y en los rasgos de su cara, que el sueño hacía sinceros, sólo quedaba la edad juvenil, más como una frescura y una ingenuidad imposibles de definir que como una expresión que reflejaba alguna especial cualidad o inclinación del alma. Pero recordaba haberlo visto sucesivamente malicioso, hostil, indiferente, cruel y lleno de deseo, y experimentaba una triste y ansiosa insatisfacción porque pensaba que aquella malicia, aquella hostilidad, aquella indiferencia y aquel deseo, todas esas cosas que eran él y hacían que se distinguiera de mí y de todos los demás, partían de un centro profundo que por el momento seguía lejano y secreto para mí. No quería que me explicara todas aquellas actitudes examinándolas con palabras, como se examinan las partes de una máquina. En cambio, habría querido conocerlas hasta en sus más tenues raíces por el acto de amor y esto, por desgracia, no lo había logrado. Aquella parte que se me escapaba de él era todo él, y lo mucho que no estaba lejos de mí no tenía importancia ni sabía qué hacer con ello. Más cercanos y más conocidos me habían sido Gino, Astarita e incluso Sonzogno. Lo miraba a mi lado y sentía que la parte más profunda de mí misma se dolía por no haber podido unirse a la suya, como poco antes se habían unido los cuerpos. Había quedado viuda y lloraba con amargura la ocasión perdida. Mientras hacíamos el amor tal vez había habido un momento en que él se había abierto y habría bastado un gesto o una palabra para que yo entrara en él y me quedara allí para siempre. Pero no había sabido coger aquel momento y ahora era demasiado tarde. Él dormía y estaba lejos de mí.
Mientras lo contemplaba así, abrió los ojos, sin moverse, con la cabeza de perfil hundida en la almohada y preguntó:
—¿Has dormido también?
Su voz me pareció distinta, más confiada y más íntima. Por un momento tuve la esperanza de que durante el sueño se hubiera acrecentado la confianza entre nosotros, de una manera misteriosa.
—No, he estado mirándote.
Calló un momento y después siguió:
—He de pedirte un favor; ¿puedo contar contigo?
—¡Qué preguntas tienes!
—Tendrías que hacerme el favor de guardarme en tu casa durante unos días un paquete que te daré… Después volveré a buscarlo y más tarde, tal vez, te traeré otro.
En cualquier otro momento hubiera sentido curiosidad por aquel trasiego de paquetes, pero entonces me interesaban más nuestras relaciones. Pensé que aquella era una ocasión más para volver a vernos, que debía complacerlo en lo posible y que si le hacía preguntas se arrepentiría y retiraría su propuesta. Contesté ligeramente:
—Si no quieres más que eso…
Calló de nuevo un buen rato, como reflexionando, y después insistió:
—¿Aceptas, pues?
—Ya te he dicho que sí.
—¿Y no te interesa saber qué hay en esos paquetes?
—Si no quieres decírmelo —repliqué procurando parecer indiferente— es porque no te interesa y tienes tus razones, y, por lo tanto, no te lo pregunto.
—Pero podría ser algo peligroso. ¿Qué sabes tú?
—Entonces, paciencia.
—Podría ser —prosiguió poniéndose boca arriba mientras sus ojos se encendían con una luz ingenua y divertida— algo robado… Yo podría ser un ladrón.
Me acordé de Sonzogno, que además de un ladrón era un asesino, y de mis hurtos de la polvera y del pañuelo y me pareció una curiosa coincidencia el que él quisiera pasar por ladrón a los ojos de una persona que, como yo, era ladrona de verdad y vivía entre ladrones. Le hice una caricia y le dije dulcemente:
—No, tú no eres un ladrón.
Puso mala cara. Su amor propio estaba siempre al acecho y se ofendía de las cosas más extrañas e imprevistas:
—¿Por qué? Podría serlo.
—No tienes cara de eso… Todo puede ser, pero tú desde luego no lo pareces.
—¿Por qué? ¿Qué cara tengo?
—Tienes cara de lo que eres, un hijo de buena familia, un estudiante.
—Te lo he dicho yo que soy estudiante, pero podría ser otra cosa, como lo soy en realidad.
No le hice caso. Pensé que yo no tenía cara de ladrona y, sin embargo, lo era y sentí un gran deseo de decirle que lo era. Su actitud favorecía en parte la tentación. Yo siempre había pensado que robar era algo reprobable, y ahora me topaba con uno que no tan sólo no parecía reprobar aquel acto, sino que hasta encontraba en ello cierto aspecto positivo totalmente misterioso para mí. Vacilé un momento y por fin le dije:
—Tienes razón. Pienso que tú no eres un ladrón porque estoy convencida de que no lo eres. En cuanto a la cara, podrías serlo, pues no siempre tenemos cara de lo que somos… Por ejemplo, ¿tengo yo cara de ladrona?
—No —contestó sin mirarme.
—Pues lo soy —dije tranquilamente.
—¿Lo eres?
—Sí.
—¿Y qué has robado?
Había dejado mi bolso en la mesita, lo cogí, saqué la polvera y se la mostré:
—Esto, en una casa en la que estuve hace algún tiempo… Y el otro día, en una tienda, robé un pañuelo de seda, que regalé a mi madre.
No es necesario creer que yo hiciera estas revelaciones por vanidad. En realidad, me impulsaba a hacerlas un deseo de intimidad, de complicidad sentimental. A falta de una cosa mejor, la confesión de un delito puede acercar a dos personas y hacerlas quererse. Vi que se ponía serio y me miraba con un aire absorto, y de pronto temí que me juzgara mal y que por este motivo decidiera no volver a verme. Añadí apresuradamente: