Estas cosas, y muchas otras desgraciadamente más tristes y no menos razonables, las he pensado más tarde, reflexionando sobre lo ocurrido. Pero entonces, como creo haber dado a entender, ni siquiera me pasó por la mente la idea de que aquel asunto de los paquetes pudiera influir en nuestras relaciones. Estaba contenta de que hubiera vuelto y estaba contenta de poder hacerle un favor y al mismo tiempo de tener una ocasión segura de volver a verlo, y no llegaba más allá de esta doble satisfacción. Recuerdo que, pensando vagamente y como en sueños en el singular favor que me había pedido, moví la cabeza y pensé: «¡Chiquillerías!» y pasé a otra cosa. Por lo demás, me hallaba en un estado de ánimo tan feliz que, aunque lo hubiera querido, no habría podido apuntalar mis pensamientos sobre un tema inquietante.
CAPÍTULO VI
Todo parecía ir de la mejor manera: Giacomo había vuelto y al mismo tiempo yo había encontrado el modo de hacer salir de la cárcel a la camarera injustamente acusada sin verme obligada por ello a ocupar su puesto. Aquel día, después de que Giacomo se hubo marchado, me pasé por lo menos dos horas pensando en mi felicidad, como damos vueltas a una joya o a cualquier otro objeto precioso que acabamos de recibir, asombrados y sin llegar a comprenderlo del todo, aunque con un goce profundo. Las campanadas de la tarde me despertaron de esta voluptuosa contemplación. Me acordé del consejo de Astarita y de la urgencia de salvar a la pobre mujer encarcelada. Me vestí y salí apresuradamente.
Es agradable en invierno cuando los días son breves y una ha estado en casa toda la mañana y las primeras horas de la tarde, sola con los propios pensamientos, salir a caminar por las calles del centro de la ciudad, donde el tráfico es más denso, la gente más numerosa y las tiendas están más iluminadas. En aquel aire puro y frío, entre el ruido, el movimiento y el centelleo de la vida ciudadana, la cabeza se despeja, el ánimo queda más libre y se experimenta una excitación, una embriaguez de alegría, como si todas las dificultades se hubieran allanado de pronto y en realidad no quedara otra cosa que hacer que vagar por entre la muchedumbre, sin ningún pensamiento, ligeros y contentos de poder seguir alguna de la fugaces sensaciones que el espectáculo de la calle sugiere al ocio.
Realmente es como si en este momento y por unos minutos todas nuestras deudas, como dice la plegaria cristiana, hubieran sido condonadas, sin mérito ni contrapartida por nuestra parte, únicamente en virtud de una benevolencia general y misteriosa. Naturalmente, hay que encontrarse en una disposición de ánimo feliz o, por lo menos, de satisfacción, porque, en caso contrario, la vida de la ciudad puede proporcionar el sentimiento angustioso de una agitación vana y absurda. Pero aquel día, como ya he dicho, me sentía feliz, y me di cuenta de que lo era sobre todo cuando, al llegar al centro, empecé a andar por la acera por entre el gentío.
Sabía que tenía que ir a la iglesia a hacer mi confesión. Pero, quizá precisamente porque ya me había propuesto esa meta y estaba contenta de haberlo hecho, no tenía prisa ni pensaba en ello. Caminé así lentamente de una calle a otra, deteniéndome de vez en cuando a mirar las cosas de los escaparates. Quienes me conocían, si me hubieran visto entonces habrían pensado desde luego que me dedicaba a atraer a los que pasaban a mi lado. Pero, en realidad, nada, estaba más lejos de mi mente. Tal vez hubiera podido dejarme detener por algún hombre que me gustara, pero no por dinero, sino por un simple impulso de alegría y de exuberancia vital. Pero los pocos que viéndome quieta ante los escaparates se acercaron a mí con las frases y las ofertas de siempre, no me gustaron. Ni les contesté, ni siquiera los miré, y seguí acera adelante con mi habitual paso majestuoso e indolente como si no hubieran existido.
La aparición de la misma iglesia en que me había confesado al regreso de nuestra excursión a Viterbo, me sorprendió de pronto en aquel estado de ánimo distraído y feliz. Entre los carteles del cine y el escaparate de una tienda de medias, los dos resplandecientes de luz, la fachada barroca, sumida en la oscuridad, dispuesta a manera de biombo en un entrante de la calle, con su elevado frontón coronado por dos ángeles con trompetas y sobre el que caían los reflejos violeta de un anuncio luminoso de una casa contigua, me pareció semejante al rostro oscuro y arrugado de una vieja que estuviera haciéndome gestos confidenciales a la sombra de un viejo chal entre las demás caras iluminadas. Recordé al guapo confesor francés, el padre Elías, y el sentimiento de atracción que había experimentado hacia él; y me pareció que nadie mejor que aquel hombre de mundo, joven e inteligente, tan diferente de los demás sacerdotes, podría realizar el encargo de restituir la polvera. Además, el padre Elías, en cierto sentido, ya me conocía y así yo tendría menos dificultad en confesar las muchas cosas terribles y vergonzosas que me pesaban en el ánimo.
Subí los peldaños, aparté la pesada cortina que cubría la puerta y entré, poniéndome sobre la cabeza un pequeño pañuelo. Mientras mojaba los dedos en el agua bendita, me sorprendió una representación esculpida alrededor de la pila: una mujer desnuda, con los cabellos al viento y los brazos en alto, que corría perseguida por un horrendo dragón erguido como un hombre sobre las patas posteriores. Me pareció reconocerme en aquella mujer y pensé que también yo huía de un dragón como aquél, sólo que, igual que le pasaba a la mujer, mi huida era circular y como corría en redondo, a veces ya no huía sino que seguía con deseo y gozo al feo dragón. Dejando la pila de agua bendita, me volví al interior de la iglesia mientras me santiguaba y me pareció verla en el mismo desorden, en la misma oscuridad y abandono como la había visto la última vez. Como entonces, estaba sumergida en la oscuridad, excepto el altar mayor con todas la velas encendidas y apretadas en torno al crucifijo, en un resplandor confuso de candelabros de bronce y de floreros de plata. La capilla dedicada a la Virgen en la que había rezado con tan profunda y vana convicción, estaba también iluminada. Subidos a unas escaleras de mano, dos sacristanes clavaban en el arquitrabe unos paramentos rojos con franjas doradas.
El confesionario del padre Elías estaba ocupado y fui a arrodillarme ante el altar mayor, sobre una de las desordenadas sillas de paja. No experimentaba ninguna emoción; solamente impaciencia por acabar pronto con el asunto de la polvera. Era una impaciencia especial, alegre, impetuosa, complacida en sí misma y en el fondo no carente de vanidad, como suele experimentarse cuando se va a realizar una buena acción estudiada y acariciada largo tiempo. Y varias veces he observado que esta impaciencia que procede del corazón y parece querer ignorar todo consejo de la inteligencia, acaba comprometiendo la buena acción y a veces hace un daño mayor que cualquier otra conducta más reflexiva.
Cuando vi que el penitente que estaba confesándose se levantaba y se alejaba, me fui derecha al confesionario, me arrodillé y, sin esperar a que el confesor hablara, dije:
—Padre Elías, no he venido a confesarme como suele hacerse habitualmente, sino a decirle una cosa muy grave y a pedirle un favor, que estoy segura usted no me negará.
En el otro lado de la rejilla, la voz del confesor, bajísima, me invitó a hablar. Yo estaba tan convencida de que allí estaba el padre Elías que casi me parecía ver su bello rostro sereno, superpuesto al cuadrilátero de la reja. Entonces, por primera vez desde mi entrada en la iglesia, sentí un ímpetu de conmoción confiada y devota. Fue como un impulso de mi ánimo a deshacerse del cuerpo y arrodillarse desnudo, con sus manchas bien claras, en aquellos peldaños delante de la reja. Realmente me pareció no ser más que un alma sin carne, libre y hecha de aire y de luz, como dicen que ocurre después de la muerte. Y también me pareció que el padre Elías, con su alma mucho más luminosa que la mía, se deshacía de la prisión corporal, hacía desaparecer la rejillas, las paredes, la sombra del confesionario y se plantaba delante de mí personalmente, deslumbrante y consolador. Tal vez sea éste el sentimiento que debiera experimentarse cada vez que uno se arrodilla para confesarse. Pero nunca lo había advertido tan bien como entonces.