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Empecé a hablar con los ojos cerrados, apoyando la frente en la rejilla. Lo conté todo. Hablé de mi oficio, de Gino, de Astarita y de Sonzogno, del hurto y del delito. Dije mi nombre, el de Gino, el de Astarita y el de Sonzogno. Dije el lugar del hurto, el del delito, el de mi casa. Hasta describí el aspecto físico de las personas. No sé qué impulso me dominaba. Tal vez el del ama de casa que, tras un largo tiempo de negligencia, se decide a limpiar sus habitaciones y no descansa hasta que ha quitado la última mota de polvo, la última pelusa que ha quedado en los rincones y debajo de los muebles. Y realmente, a medida que contaba los detalles de mi historia, me parecía desembarazarme el alma de suciedad y sentirme más ligera y más limpia.

Hablé siempre con una voz igual, razonable y tranquila. El confesor me escuchó sin decir una palabra, ni interrumpirme. Cuando hube callado, siguió un instante de silencio. Después oí una horrible voz lenta, enfermiza, como arrastrándose, mientras decía:

—Hija mía, las cosas que me has dicho son terribles, espantosas, y la mente casi se niega a creerlas, pero has hecho bien en confesarte… Haré por ti todo lo que yo pueda.

Había pasado mucho tiempo desde la primera y única confesión mía en aquella iglesia. Y en el tumulto casi placentero de mi vanidad, había olvidado el detalle tan característico y amable de la pronunciación francesa del padre Elías. Y quien me hablaba ahora tenía un acento inconcreto, pero italiano sin duda alguna, por el estilo del modo de hablar peculiar y bobalicón que se nota en tantos curas. Comprendí de repente mi error y al mismo tiempo experimenté un sentimiento de espanto, como el de quien va a coger una bella flor y de pronto siente entre sus dedos la piel viscosa de una serpiente. Y a la desagradable sorpresa de hallarme frente a un confesor diferente del que había imaginado, uníase el sentimiento de horror en aquella voz oscura e insinuante. Con todo, hallé el modo de farfullar:

—¿Pero es usted realmente el padre Elías?

—Sí, el mismo en persona —contestó el sacerdote desconocido—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso has venido aquí alguna otra vez?

—Sí, otra vez.

El sacerdote guardó silencio un instante y después siguió:

—Cuanto me has dicho, hija mía, merecería ser examinado de nuevo punto por punto… No se trata de una cosa sola, sino de muchas; algunas se refieren a ti personalmente y otras se refieren a diversas personas… En cuanto a ti misma, ¿te das cuenta de haber cometido algunos pecados gravísimos?

—Sí, lo sé —murmuré.

—¿Y estás arrepentida?

—Creo que sí.

—Si tu arrepentimiento es sincero —prosiguió, hablando en tono confidencial y paternal—, puedes esperar una absolución, sin duda alguna… Pero desgraciadamente no se trata sólo de ti. Están los demás, las culpas y los delitos de los otros… Tú tienes conocimiento de un crimen espantoso, de que un hombre ha sido asesinado de una manera horrenda… ¿No sientes en tu conciencia el impulso de revelar el nombre del culpable y hacer que sea castigado conforme a su delito?

Así estaba sugiriéndome que denunciara a Sonzogno. Y no digo que, como sacerdote, se equivocara. Pero insinuada de aquel modo, con aquella voz, y en tal momento, la propuesta acrecentó mis sospechas y mi terror.

—Pero si digo quién ha sido —balbucí— me encerrarán también a mí.

—Los hombres, como ya lo ha hecho Dios —respondió inmediatamente—, sabrán valorar tu sacrificio y tu arrepentimiento. La ley, además de la pena, conoce también el perdón… Pero, a costa de algún sufrimiento, tan leve en comparación con la agonía de la víctima, habrás contribuido a restablecer la justicia tan horriblemente ofendida… ¡Oh! ¿Acaso no sientes la voz dé la víctima que en vano pide piedad a su verdugo?

Siguió exhortándome, escogiendo cuidadosamente, y no sin complacencia, las palabras del vocabulario convencional propio de su oficio. Pero en mí ya no quedaba más que un gran deseo de salir de allí, casi histérico. Y dije de prisa:

—En cuanto a la denuncia, prefiero pensarlo. Mañana volveré y le diré lo que haya decidido. ¿Lo encontraré mañana?

—Naturalmente a cualquier hora.

—Está bien —dije como extraviada—. Por ahora no le pido más que se encargue de entregar este objeto.

Callé, y él, después de una breve oración, preguntándome de nuevo si estaba arrepentida y decidida a cambiar de vida, a lo que contesté afirmativamente, me dio la absolución. Me santigüé y salí del confesionario; al mismo tiempo, él abrió la portezuela y me lo encontré delante. Todos los temores que me había inspirado su voz se vieron confirmados de pronto por su figura. Era pequeño y con una gran cabeza inclinada a un lado, como si padeciera una perpetua tortícolis. Ni siquiera tuve tiempo para observarlo bien, pues era mucha mi prisa por alejarme de allí y muy grande el horror que me producía. entreví un rostro oscuro y amarillento, con una amplia frente pálida, los ojos hundidos y extraviados en sus cuencas, una nariz arremangada con amplios orificios y una gran boca deforme, de labios amoratados y serpeantes. No debía de ser viejo, pero, simplemente, no tenía edad. Juntando sus manos sobre el pecho y con tono dolorido, dijo:

—Pero ¿por qué no has venido antes, hija mía? ¿Por qué? ¡Cuántas cosas terribles hubieras evitado!

Hubiese querido contestarle que hubiera sido mejor no haber venido nunca, pero me contuve, saqué la polvera de mi bolso y se la di diciendo con sinceridad:

—Le ruego que lo haga pronto… No puede figurarse lo que me atormenta la idea de esa pobre mujer encarcelada por mi culpa.

—Hoy mismo —contestó, apretándose la polvera contra el pecho y moviendo la cabeza con aire dolorido.

Le di las gracias en voz baja y, haciéndole con la cabeza un gesto de saludo, salí apresuradamente de la iglesia. Él se quedó donde estaba, junto al confesionario, apretando la polvera y moviendo la cabeza.

Cuando me encontré en la calle, intente pensar fríamente en lo sucedido. Dejando aparte mis primeras confusas aprensiones, temía que aquel sacerdote no respetara el secreto de confesión y me esforzaba por explicarme a mí misma qué fundamentos podía tener mi temor. Sabía, como lo saben todos, que la confesión es un sacramento y como tal es inviolable. Sabía que era casi imposible que un sacerdote, por corrompido que estuviera, cometiera aquella violación. Pero, por otra parte, su consejo de que denunciara a Sonzogno me inducía a temer que el padre Elías se decidiera a tomar sobre sí mismo, si yo no lo hacía, el deber de revelar a la Policía el nombre del autor del crimen de la calle Palastro. Pero sobre todo su voz y su aspecto me asustaban y me hacían temer lo peor.

Soy más emotiva que reflexiva y, como ciertos animales, poseo un olfato instintivo para el peligro. Todas las razones que mi mente aducía para tranquilizarme de nada servían frente a mi presentimiento irracional. «Es verdad. El secreto de confesión es inviolable —pensaba—. Pero estoy segura de que sólo un milagro puede evitar que ese sacerdote nos denuncie a Sonzogno, a mí y a todos los demás.»