Otro hecho contribuía a infundirme el sentimiento de una desventura misteriosa que gravitaba sobre nosotros: la sustitución de mi primer confesor por este otro. Evidentemente, el padre francés no era el padre Elías, aunque me hubiera oído en el confesionario señalado con ese nombre. Entonces, ¿quién era? Me arrepentía de no haber pedido noticias de aquel religioso al verdadero padre Elías. Pero, al mismo tiempo, temía que el feo sacerdote fuera a responderme que no sabía nada, confirmando así el carácter de aparición que en mi mente adoptaba la figura del joven fraile. Y, en verdad, que tenía algo de fantasmal, lo mismo por su gran diferencia con respecto a los demás sacerdotes, como por el modo de aparecer y desaparecer de mi vida. Hasta llegué a dudar si realmente lo habría visto alguna vez, o, mejor dicho, si lo habría visto en carne y hueso, y por un momento pensé que había padecido una alucinación.
Entre otras cosas, ahora descubría no sé qué parecido con el Cristo representado habitualmente en las imágenes sagradas. Pero si aquello era verdad, si realmente Cristo se me había aparecido en el momento del dolor y había escuchado mi confesión, la sustitución por aquel sacerdote feo y desagradable tenía desde luego algo de mal agüero. Por lo menos parecía indicar que, en el momento de mi mayor angustia, la religión me abandonaba. Y era como abrir un cofre en el que se conserva un tesoro en monedas de oro y encontrar, en vez de monedas, polvo, telas de araña y excrementos de rata.
Volví a casa con el presentimiento de unas desventuras que nacerían de mi confesión, y me metí inmediatamente en la cama, sin cenar, convencida de que ésa iba a ser la última noche que pasaría en mi casa antes de mi detención. Pero he de decir que ya no sentía miedo alguno, ningún deseo de huir de mi destino. Pasado el primer terror, que nacía en mí de una debilidad nerviosa común a casi todas las mujeres, se imponía ahora a mi ánimo, más que la resignación, una voluntad de aceptar la suerte que me amenazaba. Y hasta sentía una especie de voluptuosidad al dejarme caer hasta el fondo de lo que imaginaba iba a ser el último peldaño de la desesperación. Incluso me parecía estar como protegida por la misma llegada de la desventura y pensaba con cierto placer que, fuera de la muerte, que tampoco me daba miedo, no podía sucederme nada peor.
Pero el día siguiente esperé en vano la prevista visita de la Policía. Pasó todo el día y pasó el siguiente sin que ocurriera nada que pudiese justificar mis aprensiones. Durante todo aquel tiempo no había salido de casa, ni siquiera de mi habitación, y pronto me cansé de pensar en las consecuencias de mi imprudencia. Volví a pensar en Giacomo y me di cuenta de que deseaba volver a verlo, por lo menos una vez, antes de que la denuncia del sacerdote, que todavía consideraba inevitable, surtiera sus efectos. El tercer día por la tarde, casi sin pensarlo, me levanté de la cama, me vestí cuidadosamente y salí a la calle.
Conocía la dirección de Giacomo y en unos veinte minutos llegué ante su casa. Pero cuando iba a entrar en el portal me di cuenta de que no le había anunciado mi llegada y sentí un repentino movimiento de timidez. Temía que fuera a recibirme de mala manera o que incluso me echara. Mi paso, que era impaciente, se hizo más lento, y con el ánimo lleno de tristeza me detuve ante una tienda, preguntándome si no sería mejor volverme atrás y esperar que él se decidiera a visitarme. Comprendía que era mejor, sobre todo en los primeros tiempos de nuestras relaciones, demostrar mucha prudencia y perspicacia y no darle a entender que estaba enamorada y no podía vivir sin él. Por otra parte, me parecía bastante amargo volverme atrás, sobre todo por la inquietud que suscitaba en mí el hecho de la confesión y necesitaba verlo, aunque sólo fuera para distraerme de mis preocupaciones.
Mis miradas se detuvieron en el escaparate de la tienda ante la que me había detenido, en el que había corbatas y camisas, y me acordé de pronto de que le había prometido comprarle una corbata nueva para sustituir la suya, ya deshilachada. Cuando uno está enamorado, la mente no razona bien. Me dije que así podría aducir un pretexto para mi visita, sin darme cuenta de que precisamente el regalo confirmaba el carácter inferior y ansioso de mi sentimiento por él.
Entré en la tienda y, después de una larga elección, compré una corbata gris con rayas rojas, la más bonita y la más cara. El dependiente, con esa cortesía un poco indiscreta de los vendedores que pretenden influir en las compras de los clientes, me preguntó si la persona a la que iba destinada la corbata era morena o rubia.
—Es moreno —contesté lentamente.
Y noté que pronunciaba la palabra «moreno» con voz acariciante y que enrojecía a la idea de que el dependiente pudiera haber notado el matiz.
La viuda Medolaghi vivía en el cuarto piso de un edificio viejo y triste cuyas ventanas daban al paseo junto al Tíber. Subí a pie ocho tramos de escalera y llamé, sin recobrar el aliento, a una puerta sumergida en la sombra. Casi inmediatamente se abrió la puerta y Giacomo apareció en el umbral.
—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo, sorprendido. Evidentemente, esperaba a alguien.
—¿Puedo pasar?
—Sí, sí, pasa por aquí.
Desde el recibidor, casi a oscuras, me condujo a una salita. También estaba sombría a causa de los cristales de las ventanas, de colores rojos. entreví una serie de muebles negros taraceados de nácar. En el centro había una mesa redonda con un florero de cristal azul de forma anticuada. Había bastantes alfombras y una piel de oso blanco bastante raída. Allí todo era viejo, pero limpio y ordenado y como conservado en el profundo silencio que parecía reinar en la casa desde tiempo inmemorial. Fui a sentarme al fondo del salón en un canapé y pregunté:
—¿Esperabas a alguien?
—No, no… Pero ¿por qué has venido? Realmente, aquellas palabras eran poco acogedoras. Pero no me pareció irritado, sino sólo sorprendido.
—He venido a saludarte —respondí sonriendo— porque me imagino que ésta será la última vez que nos veamos.
—¿Por qué?
—Estoy convencida de que, a más tardar, el domingo vendrán a detenerme y llevarme a la cárcel.
—¿A la cárcel? ¿Qué diablos estás diciendo? Su rostro y su voz se alteraron y comprendí que temía por sí mismo. Tal vez pensaba que lo había denunciado o comprometido de alguna manera, revelando a alguien su actividad política. Sonreí de nuevo y seguí:
—No temas… No es nada que tenga que ver contigo, ni siquiera de lejos.
—No temo —corrigió apresuradamente—, pero no te entiendo… ¿Por qué van a llevarte a la cárcel?
—Cierra la puerta y siéntate aquí —le dije indicándole el canapé.
Fue a cerrar la puerta y se sentó a mi lado. Entonces, con mucha calma, le conté toda la historia de la polvera, incluida mi confesión. Me escuchaba con la cabeza baja, sin mirarme, mordiéndose las uñas, lo que era en él una señal de interés. Por último, concluí:
—Estoy segura de que ese sacerdote me jugará una mala partida… ¿Qué dices tú?
Movió la cabeza y repuso, sin mirarme de frente, con los ojos fijos en los cristales de color de la ventana:
—No debería… Y desde luego no creo que lo haga… No es una razón que un sacerdote sea feo, para hacer una cosa así.
—Tendrías que verlo —interrumpí con vivacidad.
—Monstruoso tendría que ser para hacer una cosa semejante… pero también es verdad que todo es posible —añadió apresuradamente, sonriendo.
—Así, pues, te parece que no debo temer nada.
—Eso es… Además, no puedes hacer nada, ya que no depende de ti.
—¡Bonita manera de hablar! Se tiene miedo porque sí, porque es más fuerte que uno.
De pronto tuvo uno de sus gestos afectuosos. Me puso una mano en el cuello, me lo sacudió un poco riendo y dijo: