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—Pues son cosas muy serias —dijo.

Se puso de pie y tendiendo los brazos enjutos, recitó con énfasis en tono de falsete:

—Las armas, ¡ah!, las armas… Combatiré yo solo, sucumbiré yo solo.

Agitaba los brazos y las piernas, era cómico y casi parecía una marioneta. Pregunté:

—¿Qué significa eso?

—Nada —contestó—. Es un verso.

Y de una manera extraña pareció pasar de la excitación a un abatimiento repentino, oscuro y meditabundo. Se sentó de nuevo y dijo con sinceridad:

—Ya ves, actúo tan en serio que espero ser detenido de veras, entonces demostraré a todos si actúo en serio o no.

No dije nada, pero acariciándole la cara, se la cogí entre las manos y susurré:

—¡Qué bellos ojos tienes!

Y era verdad. Sus ojos eran realmente muy bellos, dulces y grandes, de intensa e ingenua expresión. Se turbó otra vez y la barbilla empezó a temblarle. Murmuré:

—¿Por qué no vamos a tu habitación?

—¡Ni pensarlo! Está junto a la de la viuda y esa mujer está todo el día en su cuarto, con la puerta abierta para espiar lo que ocurre en el pasillo…

—Entonces, vamos a mi casa.

—Es demasiado tarde. Vives muy lejos y dentro de poco han de venir unos amigos míos.

—Entonces, aquí.

—¡Estas loca!

—Confiesa, más bien, que tienes miedo —insistí—. No tienes miedo de hacer propaganda política, por lo menos eso dices. Pero tienes miedo de que te sorprendan en este cuarto con la mujer que te ama. ¿Qué puede suceder, en fin de cuentas? Que la viuda te eche de casa y que tengas que buscarte otra habitación.

Sabía que llevándolo al terreno del orgullo se obtenía todo de él, y de pronto, pareció convencido. En realidad, debía de estar sintiendo un deseo por lo menos tan fuerte como el mío.

—¡Estás loca! —repitió—. Además, puede ser más molesto que a uno le echen de aquí que ser arrestado. ¿Y puedes decirme dónde vamos a ponernos?

—En el suelo —dije en voz baja y con intenso afecto—. Ven y verás cómo se hace.

Parecía tan trastornado que no era capaz de decir nada. Me levanté del canapé y, sin prisa, me eché en el suelo. El pavimento estaba cubierto por una alfombra y en el centro estaba la mesa con el florero. Me tendí sobre la alfombra, con la cabeza y el pecho debajo de la mesa y después atraje a Mino por un brazo obligándolo, un poco a la fuerza, a tenderse sobre mí. Eché la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, y el viejo olor de polvo y pelusa de la alfombra me pareció bueno y embriagador, como si me hubiera tendido en un campo en primavera y aquel aroma fuese el de las flores y de las hierbas y no el de una lana sucia. Mino estaba sobre mí y su peso me hacía sentir la dureza deliciosa del suelo. Estaba contenta de que él no la sintiera y de que mi cuerpo le sirviera de lecho. Después sentí que me besaba en el cuello y en las mejillas y esto me produjo un enorme gozo, porque nunca lo hacía. Volví a abrir los ojos. Mi cara estaba inclinada hacia un hombro, con la mejilla sobre la superficie tosca de la alfombra, y podía ver un amplio espacio de mosaico brillante y, al fondo, la parte inferior de los batientes de la puerta. Suspiré profundamente y cerré los ojos.

El primero en levantarse fue Mino. Yo permanecí todavía un buen rato como me había dejado, con un brazo sobre el rostro, boca arriba, con la falda levantada y las piernas abiertas. Me sentía dichosa y como anulada de mi felicidad y estaba segura de que podría permanecer mucho tiempo así, con la grata dureza del suelo bajo la espalda, con aquel olor de polvo y de pelusa en la nariz. Es posible que hasta me durmiera un instante con un sueño levísimo y arrebatado, y me pareció soñar que me hallaba de veras en un prado florido, tendida en la hierba; y que en vez de la mesa, sobre mi cabeza estaba el cielo lleno de sol.

Mino debió pensar que me encontraba mal, porque sentí que me sacudía levemente, diciéndome en voz baja:

—¿Qué te pasa? ¿Qué haces? Levántate… A duras penas retiré mi brazo, salí de bajo la mesa y me puse de pie. Estaba contenta y sonreía. Mino, apoyado en el aparador, doblado sobre sí mismo, jadeando todavía, me miraba en silencio, con expresión hostil y extraviada.

—No quiero volver a verte —dijo por fin.

Al mismo tiempo, su cuerpo inclinado tuvo un extraño estremecimiento involuntario, como un muñeco al que se le rompe un resorte.

—¿Porqué? —sonreí—. Nos queremos… Volveremos a vernos.

Acercándome a él le hice una caricia, pero apartó de mí su rostro blanco y trémulo y repitió:

—No quiero volver a verte.

Yo sabía que esta hostilidad se debía sobre todo a la amargura de haber cedido. No se resignaba a amarme sin un gran resentimiento y sin que le remordiera el hacerlo. Como quien se decide a hacer algo que no debe pensando que no debiera hacerlo. Pero estaba segura de que su mal humor no duraría mucho y que su deseo de tenerme, por combatido y odiado que fuera, sería en definitiva más fuerte que su extraña aspiración a la castidad. Así, pues, no hice caso de sus palabras y recordando la corbata que le había comprado, fui a una mesita sobre la que había dejado al entrar mi bolso y los guantes. Mientras caminaba, le dije:

—Vaya, no estés tan furioso. No volveré aquí, ¿te parece?

No contestó. Al mismo tiempo, la puerta se abrió de par en par y una vieja criada hizo entrar a dos hombres. El primero dijo con voz baja y gruesa:

—Hola, Giacomo.

Comprendí que debían de ser sus compañeros de política y los miré con curiosidad. El que había hablado era realmente un coloso: más alto que Mino, con hombros muy anchos y aspecto de púgil profesional. Era rubio, con el cabello rojizo, los ojos azules, la nariz aplastada y la boca roja e informe. Pero en su rostro había una expresión simpática y franca, mezcla de timidez y de simplicidad, que me gustó. Aunque era invierno, iba sin gabán, con un jersey blanco bajo la chaqueta; el jersey tenía un cuello alto y parecía confirmar todo su aspecto deportivo. Me llamaron la atención sus manos, rojas y de muñecas anchas, que salían de los puños doblados del jersey. Debía de ser muy joven, tal vez de la misma edad de Giacomo.

En cambio, el otro podía tener unos cuarenta años y, a diferencia del primero, que parecía un obrero o un campesino, tenía todo el aspecto y el modo de vestir de un burgués. Era pequeño, y junto a su compañero parecía incluso minúsculo. Era un hombrecillo vestido de negro, con un rostro devorado por unas gafas enormes con montura de tortuga. Entre las gafas aparecía una pequeña nariz remangada y debajo de ella se abría una boca grande, que parecía una hendidura abierta de una oreja a otra. Las mejillas enjutas, negras por la barba, y el cuello de la camisa deshilachado. Del vestido arrugado y sucio parecía salir a flote su pobre cuerpo, y todo en él producía la impresión de una negligencia agresiva, de complacida miseria.

A decir verdad, me maravilló el aspecto de los dos hombres porque Mino iba siempre vestido con cierta elegancia muy personal, algo negligente, y por muchos aspectos revelaba pertenecer a una clase distinta de la de los otros. De no haber visto cómo saludaban a Mino y cómo éste les devolvía el saludo, no hubiera imaginado que fueran amigos. Pero instintivamente sentí una inmediata simpatía por el grande y una profunda antipatía por el pequeño. El primero de ellos preguntó con una sonrisa embarazada.

—¿Hemos llegado demasiado pronto?

—No, no —dijo Mino estremeciéndose.

Seguía aturdido y parecía costarle mucho reaccionar.

—Sois puntuales.

—La puntualidad es la cortesía de los reyes —dijo el pequeño frotándose las manos.

Y de pronto, de una manera inesperada, como si aquella frase hubiera sido muy cómica, soltó una carcajada. Y después, con la misma rapidez desagradable, volvió a ponerse serio, tan serio, que casi dudé de que se hubiera reído.