—Esto es lo que significa ser pobre —exclamó con énfasis.
Y permaneció en silencio un buen rato.
—¿Estás enfadado? —le pregunté por fin.
—Me siento humillado —respondió moviendo la cabeza—. Otro, en mi lugar, no habría pedido ser presentado, no hubiera hablado de noviazgo… ¡Esto para que haga uno las cosas como se debe!
—¡Qué te importa! —le dije—. Al fin y al cabo, te quiero y esto basta.
—Hubiera debido presentarme —continuó— con mucho dinero, sin hablar de matrimonio, naturalmente… y entonces tu madre hubiera estado satisfecha de recibirme.
No me atreví a llevarle la contraria porque sabía que lo que estaba diciendo era la pura verdad.
—¿Sabes qué haremos? —repuse al cabo de un rato—. Uno de estos días te llevo a mi madre por sorpresa… Tendrá que conocerte por fuerza. No va a cerrar los ojos.
Y una noche, como habíamos convenido, hice entrar a Gino en casa. Mi madre había terminado en aquel momento su trabajo y estaba recogiendo las cosas en el extremo de la mesa central para disponer la cena. Adelantándome a Gino, dije:
—Mamá, éste es Gino.
Me esperaba cualquier escena y había advertido de ello a Gino. Pero, con gran sorpresa mía, mi madre se limitó a decir secamente:
—Tanto gusto.
Y lanzándole una ojeada de arriba abajo, salió.
—Verás como todo va bien —le dije a Gino.
Me acerqué a él y tendiéndole la boca, añadí:
—Dame un beso.
—No, no —dijo él en voz baja rechazándome—. Tu madre tendría razón si pensara mal de mí.
Gino sabía decir siempre lo que debía y lo decía en el momento justo. No pude por menos de reconocer que tenía razón. Volvió mi madre y dijo, procurando no mirar a Gino:
—Sólo tenemos cena para dos… No me habías dicho nada… pero ahora salgo y…
No pudo acabar. Gino dio unos pasos y la interrumpió:
—¡No faltaría más! No he venido aquí para que me ofrezcan una cena… Permítame que las invite a usted y a Adriana.
Hablaba ceremoniosamente, como hablan las personas educadas. Mi madre no estaba acostumbrada a sentirse tratar de aquel modo ni a ser invitada. Por un instante, se quedó vacilante, mirándome. Después, dijo:
—Por mí, si Adriana quiere…
—Podemos ir aquí al lado, a la taberna —propuse.
—Donde ustedes quieran —remachó Gino.
Mi madre dijo que iba a quitarse el delantal y nos quedamos solos. Yo me sentía llena de una alegría ingenua. Me parecía haber vencido quién sabe qué gran batalla, cuando, en realidad, todo aquello era una comedia y la única que no sabía su papel era yo. Me acerqué a Gino y, antes de que pudiera evitarlo, lo besé con ímpetu. En aquel beso expresaba el alivio de la ansiedad que me atormentaba desde hacía tantos días, la convicción de que el camino que llevaba al matrimonio quedaba ya libre, la gratitud a Gino por su actitud cortés con mi madre. Yo no tenía ninguna trastienda, estaba allí tal como era, con mi deseo de casarme, mi amor a Gino, mi afecto por mi madre, sincera, confiada y desarmada como se puede estar a los dieciocho años cuando la desilusión todavía no ha rozado el alma. Únicamente más tarde he comprendido que este candor conmueve y gusta a muy pocos y que a la mayoría parece ridículo e inspira sobre todo el deseo de mancharlo.
Fuimos los tres juntos a un restaurante un poco distante, al otro lado de las murallas. En la mesa, Gino, sin ocuparse de mí, se dedicó a mi madre, con el claro propósito de conquistarla. Este deseo suyo de congraciarse con mi madre me parecía justo y por esto no hice caso de lo burdo de las adulaciones que le prodigaba. La llamaba «señora», título completamente nuevo para ella, y tenía buen cuidado de repetirlo a menudo, al principio o en medio de las frases, como un inciso. O también, como quien no quiere la cosa, decía: «Es usted inteligente y comprenderá», o: «Usted ha vivido y, desde luego, no hay necesidad de decir ciertas cosas», o, con más brevedad: «Con su inteligencia…» Y hasta encontró la manera de decirle que, a mi edad, debía haber sido mucho más hermosa que yo.
—¿De dónde lo sacas? —pregunté un poco molesta.
—Vaya, se comprende… Bueno, son cosas que se comprenden —repuso en una forma vaga y lisonjera.
Mi madre, pobrecilla, abría mucho los ojos al oírse tratar de aquella manera y hacía mohines entre zalamera y azucarada, y también, como pude observar, movía los labios repitiéndose para sus adentros los empalagosos cumplidos que Gino iba sacándose de la manga. Desde luego, era la primera vez en su vida que alguien le decía aquellas cosas, y su corazón en ayunas no parecía saciarse nunca de oírlas. En cuanto a mí, como ya he dicho, todas aquellas falsedades no me parecían otra cosa que un afectuoso respeto para con mi madre y conmigo, y por esto no hacían más que añadir una pincelada más al cuadro ya tan rico de las perfecciones de Gino.
Entre tanto, alrededor de una mesa próxima a la nuestra, se había sentado un grupo de jóvenes. Uno de ellos, que parecía borracho y me miraba con insistencia, dijo en voz alta una frase obscena y al mismo tiempo lisonjera para mí. Gino oyó la frase, se puso en pie de un salto y se dirigió al joven:
—Repite lo que has dicho.
—¿A ti qué te importa? —protestó el otro, verdaderamente borracho.
—La señora y la señorita están conmigo —repuso Gino levantando la voz—. Y mientras están conmigo, todo lo que se refiera a la señora y a la señorita, me importa, ¿entendido?
—Entendido, sí… No tenga miedo —respondió el joven, amedrentado.
Los otros parecían hostiles a Gino, pero no se atrevieron a ponerse de parte del amigo. Y éste, fingiéndose aún más borracho de lo que estaba, llenó un vaso y se lo ofreció a Gino. Pero él lo rechazó con un gesto.
—¿No quieres beber? —gritó el borracho—. ¿No te gusta el vino…? Pues estás en un error… El vino es bueno… Mira cómo lo bebo yo.
Y se lo bebió de un sorbo. Gino lo contempló aún un instante con serenidad. Después, volvió con nosotras.
—Unos maleducados —dijo sentándose y estirándose nerviosamente la chaqueta.
—No debía haberse molestado —dijo mi madre, halagada—. Es gentuza.
Pero Gino estaba encantado de poder demostrar su caballerosidad y respondió:
—¿Cómo no iba a molestarme? Hubiera tenido paciencia de haberme hallado con una de esas… aunque, en realidad… pero estando con una señora y una señorita, en un local público, en un restaurante… Pero ese tipo ha comprendido que iba en serio y ya han visto ustedes cómo se ha callado.
El incidente acabó de conquistar a mi madre; Contribuyó a ello que Gino le hacía beber un vaso tras otro y el vino la embriagaba tanto como las adulaciones. Pero, como sucede a menudo a los que están bebidos, aun bajo aquella rendida simpatía por Gino, seguía nutriendo el mal humor por nuestro noviazgo. Y en la primera ocasión que se presentó, quiso darle a entender que, a pesar de todo, no había olvidado.
La ocasión fue que saliera a lucir mi profesión de modelo. No recuerdo cómo, me puse a hablar de un nuevo pintor para el que había posado aquella misma mañana. Y entonces Gino intervino:
—Seré un estúpido, seré poco moderno y seré todo lo que quiera usted… pero eso de que Adriana se desnude cada día delante de esos pintores no acaba de convencerme.
—¿Y por qué? —preguntó mi madre con una voz alterada que a mí, más experta que Gino, me hizo comprender la borrasca que estaba preparándose.
—Porque… bien, porque no es moral.
No transcribo a la letra la respuesta de mi madre porque iba toda esmaltada de palabrotas y obscenidades, como solía decirlas cuando bebía o la dominaba la cólera. Pero aun expurgado, su discurso refleja bien sus ideas y sentimientos acerca de la cuestión.