Y de pronto, dolorido, añadió:
—Los hombres no valen nada.
—También nosotros somos hombres —dije— y, por lo tanto, no valemos nada… Y en consecuencia no tenemos derecho a juzgar.
Rió de nuevo y contestó:
—Yo no los juzgo… los siento… o, mejor dicho, los huelo como un perro huele las huellas de una perdiz o de una liebre… ¿Y acaso juzga el perro? Los huelo malvados, estúpidos, egoístas, mezquinos, vulgares, falsos, innobles, llenos de suciedad… Los olfateo: es un sentimiento… ¿Es que puede abolirse un sentimiento?
No supe qué contestar y me limité a decir:
—Yo no tengo ese sentimiento.
Otra vez me dijo:
—Por otra parte, los hombres serán buenos o serán malos, no lo sé, pero desde luego son inútiles, superfluos.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que se podría muy bien prescindir de la humanidad entera… No es más que una fea excrecencia en la superficie del mundo, una verruga… El mundo sería mucho más bello sin los hombres, sin sus ciudades, sus calles, sus puertos, sus pequeñas sistematizaciones… Imagínate si sería bello el mundo si no hubiera más que el cielo, el mar, los árboles, la tierra y los animales.
No pude evitar echarme a reír y exclamé:
—¡Qué cosas tan raras se te ocurren!
—La humanidad —prosiguió— es algo sin pies ni cabeza, decididamente negativo, y la historia de la humanidad no es más que un largo bostezo de aburrimiento… ¿Qué necesidad hay de ella? Por mí, podríamos prescindir de ella.
—Pero también tú estás incluido en esa humanidad —objeté— Así, pues, ¿también prescindirías de ti mismo?
—De mí mismo sobre todo.
Otra idea fija de Giacomo, tanto más singular cuanto que no pensaba ponerla en práctica y sólo le servía para estropearle el placer, era la de la castidad. Hacía su elogio en todo instante y, sobre todo, como por despecho, inmediatamente después de que habíamos hecho el amor. Decía que el amor era únicamente la manera más estúpida y más fácil de liberarse de todas las cuestiones, haciéndolas salir por abajo, a escondidas, sin que nadie se diera cuenta, como se hace salir a los huéspedes embarazosos por la puerta de servicio.
—Y después, una vez hecha la operación, uno se va a pasear con su cómplice, esposa o amante, maravillosamente dispuestos a aceptar el mundo como es, aunque fuera el peor de los mundos posibles.
—No te entiendo —dije.
—Y sin embargo —repuso—, eso deberías entenderlo… ¿No es acaso tu especialidad?
Me sentí ofendida y dije:
—Mi especialidad, como dices, es quererte bien… Pero, si quieres, no volveremos a hacer el amor… Yo seguiré queriéndote lo mismo.
Se rió y me preguntó:
—¿Estás realmente segura?
Por aquel día dimos por concluida la cuestión. Pero después volvió a repetir las mismas cosas muchas veces, hasta que, por fin, no le hice más caso, aceptando éste como tantos otros rasgos de su carácter lleno de contradicciones.
En cambio, nunca hablaba de política, excepto en raras ocasiones. Aun hoy ignoro qué pretendía, cuáles eran sus ideas y a qué partido pertenecía. Esta ignorancia deriva en parte del secreto en que mantenía aquella parte de su vida y del hecho de que yo no entendía nada de política y, por timidez e indiferencia, no le preguntaba las cosas que hubieran podido iluminarme. Hice mal, y bien sabe Dios que me he arrepentido. Pero entonces me parecía muy cómodo no meterme en cosas que consideraba ajenas a mí y pensar solamente en el amor. En resumidas cuentas, me portaba como tantas mujeres, esposas y amantes que a veces ni siquiera saben cómo sus hombres ganan el dinero que llevan cada día a casa. Varías veces vi a sus dos amigos, que casi a diario iban a visitarlo. Pero tampoco ellos acostumbraban a hablar de política en mi presencia. Se limitaban a bromear o conversar de asuntos sin importancia.
Y, sin embargo, no lograba alejar de mi ánimo un constante sentimiento de aprensión porque me daba cuenta de que conspirar contra el Gobierno era peligroso. Sobre todo temía que Mino se dejara llevar a alguna violencia, pues en mi ignorancia no llegaba a separar la idea de la conspiración de la de las armas y la sangre.
Más aún, recuerdo a este respecto un hecho que demuestra hasta qué punto, aunque oscuramente, sentía yo el deber de intervenir para alejar los peligros que lo amenazaban. Sabía que estaba prohibido llevar armas y que hasta muchos iban a la cárcel por llevar armas abusivamente. Por otra parte, se pierde tan pronto la cabeza en ciertos casos que el uso de las armas ha comprometido a personas que de otro modo estarían a salvo. Por tales motivos pensaba que el revólver de que tan orgulloso se mostraba Mino, no sólo no le era necesario, como él pretendía, sino que sería peligrosísimo en el caso de que se viera obligado a usarlo o simplemente se lo encontraran encima.
Pero no me atrevía a hablarle de eso y pensaba además que sería inútil. Por fin decidí actuar a escondidas. Cierta vez, Mino me había explicado el funcionamiento del arma. Un día, mientras dormía, le cogí del bolsillo del pantalón el revólver, le quité el cargador y saqué todas las balas. Hecho esto, volví a meter el cargador y dejé de nuevo el revólver en el bolsillo. Escondí las balas en un cajón, bajo la ropa blanca. Todo esto lo hice en un instante y después volví a dormir a su lado. Dos días más tarde, metí las balas en mi bolso y fui a tirarlas al Tíber.
Uno de aquellos días vino a verme Astarita. Casi me había olvidado de él y en cuanto al asunto de la doncella, consideraba que había cumplido con mi deber y no quería pensar más en ello. Astarita me informó de que el sacerdote había entregado la polvera a la Policía y que, hecha la restitución, la dueña, por consejo de la misma Policía, había retirado su denuncia y la doncella, reconocida inocente, había sido puesta en libertad.
Debo admitir que esta noticia me gustó, sobre todo porque disipaba aquella sensación de mal agüero que me había quedado dentro después de mi última confesión. No pensé en la doncella, ya libre, sino en Mino, y me dije que, al fin y al cabo, cuando la tan temida denuncia parecía esfumada, ya nada había que temer ni por él ni por mí. En mi alegría llegué hasta a abrazar a Astarita.
—¿Tanto te interesaba que aquella mujer saliera de la cárcel? —observó él con una mueca de duda.
—A ti —mentí— que mandas tranquilamente cada día tantos inocentes a la cárcel, puede parecerte extraño, pero para mí era un verdadero tormento.
—Yo no mando a la cárcel a nadie —farfulló—. Sólo cumplo con mi deber.
—¿Pero has visto al sacerdote tú mismo? —pregunté.
—No, no lo he visto. Llamé por teléfono y me dijeron que, efectivamente, la polvera había sido devuelta por un sacerdote que la había recibido bajo secreto de confesión… y yo entonces hice las gestiones del caso.
Quedé pensativa, sin saber siquiera por qué. Después, dije:
—¿Tú me quieres realmente?
Astarita se turbó y, abrazándome con fuerza, respondió balbuciendo:
—¿Por qué me lo preguntas? Deberías saberlo muy bien, a estas alturas.
Quería besarme, pero me defendí y dije:
—Te lo pregunto, porque quiero saber si seguirás ayudándome siempre… cada vez que te lo pida… como me has ayudado esta vez.
—Siempre —dijo temblándole todo el cuerpo.
Después, acercando su cara a la mía:
—Pero tú serás buena conmigo, ¿verdad?
Desde la vuelta de Mino, había decidido no tener nada que ver con Astarita. Era diferente de mis habituales amantes circunstanciales, y aunque no lo amaba y hasta en ciertos momentos sentía aversión por él, tal vez por esto mismo me parecía que entregarme a él habría sido como traicionar a Mino. Estuve a punto de decirle la verdad, que nunca sería buena con él pero de pronto cambié de idea y me contuve. Pensé que Astarita era poderoso, que cualquier día Giacomo podía ser arrestado y que si pretendía que Astarita interviniera para ponerlo en libertad, no me convenía disgustarle. Me resigné y dije con un suspiro: