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—Sí, seré buena contigo.

—Y dime —insistió, más animado—, ¿me quieres un poco?

—No, quererte, no —contesté, decidida—. Eso ya lo sabes, porque te lo he dicho muchas veces.

—¿Y no me querrás nunca?

—Creo que no.

—Pero, ¿por qué?

—No hay un porqué.

—Quieres a otro.

—Eso no te interesa.

—Pero yo necesito tu amor —dijo desesperado, mirándome con sus ojos biliosos—. ¿Por qué… por qué no quieres amarme un poco?

Aquel día le permití quedarse conmigo hasta entrada la noche.

Se mostraba inconsolable por mi imposibilidad de amarlo y no parecía convencido de que yo dijera la verdad.

—No soy peor que los demás hombres —repetía—. ¿Por qué no puedes amarme a mí en vez de a otro?

Realmente me daba lástima, y como seguía interrogándome acerca de mis sentimientos por él e intentando hallar en mis palabras dónde apoyar sus esperanzas, casi estuve por mentirle con tal de darle aquella ilusión por la que tanto empeño mostraba. Observé que aquella noche estaba más melancólico y disgustado que de costumbre. Parecía querer suscitar en mí desde fuera, con gestos y posturas, aquel amor que mi corazón le negaba. Recuerdo que de pronto quiso que me sentara desnuda en una butaca. Se arrodilló delante de mí y puso su cabeza en mi regazo, aplastando su cara en mi vientre y quedando así, inmóvil, un buen rato. Entre tanto yo tenía que pasarle una y otra vez la mano por la cabeza, en una incesante caricia.

No era la primera vez que me obligaba a esta pantomima del amor, pero aquel día me pareció más desesperado que otras veces. Apretaba su rostro con fuerza contra mi regazo, como si quisiera entrar en él y ser devorado por mí y, de vez en cuando, gemía. En esos momentos no parecía un amante, sino un niño que buscara la oscuridad y el calor del regazo materno. Y pensé que muchos hombres quisieran no haber nacido y que en su gesto, quizá inconscientemente, se expresaba el oscuro deseo de ser reabsorbido en las vísceras tenebrosas de las que con dolor había sido sacado a la luz.

Aquella noche, aquella genuflexión suya duró tanto tiempo que me asaltó el sueño y me adormecí, con la cabeza inclinada sobre el respaldo de la butaca y la mano puesta en su cabeza. No sé cuánto tiempo dormí. De pronto, me pareció despertar y entrever a Astarita, no arrodillado a mis pies, sino sentado ante mí, vestido ya, y mirándome con sus ojos biliosos y melancólicos. Tal vez fue un sueño o una alucinación. Pero es el hecho que me desperté de veras y Astarita se había ido, dejándome en el regazo, donde había apoyado su rostro, la acostumbrada cantidad de dinero.

Pasaron después unos quince días, de los más felices de mi vida. Veía casi a diario a Mino y, aunque nuestras relaciones no hubieran cambiado, me conformaba con esa especie de costumbre en la que parecíamos haber hallado un punto de acuerdo. Habíamos convenido tácitamente que no me amaba, que nunca me amaría y que, en todo caso, preferiría siempre la castidad al amor. También tácitamente habíamos convenido que yo lo amaba, que lo amaría siempre a pesar de su indiferencia y que, en todo caso, prefería un amor como aquél, incompleto y en peligro continuo, a ningún amor.

No soy como Astarita, y habiéndome resignado a no ser amada seguía hallando placer en el amor. No puedo jurar que en el fondo de mi corazón no dormitara la esperanza de hacerme amar por él a fuerza de concesiones, de paciencia y de afecto. Pero él no favorecía esta aspiración y era éste el condimento un poco amargo de tantas discutidas e inciertas dulzuras.

Como quien no quiere la cosa, intentaba entrar en su vida; como no podía hacerlo por la puerta principal, me las ingeniaba para insinuarme por la puerta de servicio. A pesar de su tan cacareado, y creo que sincero, odio a los hombres, había en él al mismo tiempo, por una curiosa contradicción, un irrefrenable instinto de predicar y actuar a favor de lo que él consideraba el bien de los hombres. Casi siempre estorbado por imprevistos arrepentimientos y disgustos sarcásticos, es verdad, pero sincero. Por aquel entonces parecía apasionado por lo que, un poco irónicamente, llamaba mi educación.

Como ya he dicho, yo procuraba unirlo a mí y por eso acepté esa inclinación suya. Pero ese experimento acabó casi repentinamente, de un modo que vale la pena contarlo. Durante varias noches seguidas vino a verme y trajo unos libros. Después de haberme explicado brevemente de qué se trataba, leía ya un fragmento ya otro. Leía bien, con una gran variedad de entonaciones, según los temas, con un fervor que le encendía el rostro y daba a todos sus rasgos una admiración insólita. Pero generalmente leía cosas que yo no lograba entender, por mucho que me esforzaba, y muy pronto dejé de escucharlo, conformándome con observar, con un placer nunca saciado, la diversidad de expresiones que las lecturas suscitaban en su cara.

Realmente, durante esas lecturas se abandonaba del todo, sin más temores ni ironías, como quien se halla en su propio elemento y ya no teme mostrarse sincero. Este hecho me sorprendió porque hasta aquel momento creía que era el amor y no la lectura lo más propio para que se abriera el ser humano. Pero, por lo visto, a Mino le ocurría lo contrario, y desde luego nunca vi en su rostro tanto entusiasmo y tanto candor, ni siquiera en los pocos momentos de sincero afecto por mí, como cuando, alzando la voz en curiosos tonos cavernosos o bajándola de una manera discursiva, me recitaba sus fragmentos preferidos. Entonces desaparecía sobre todo su aire de falsedad teatral y burlesca que ni siquiera en los momentos más serios lo abandonaba del todo y producía la sensación de estar representando un papel determinado y externo.

Incluso algunas veces se le llenaron los ojos de lágrimas. Después cerraba el libro y me preguntaba bruscamente:

—¿Te ha gustado?

Habitualmente yo contestaba que me había gustado sin especificar las razones de mi gusto, cosa que no hubiera podido hacer porque, como acabo de decir, casi desde el principio dejé de intentar el entender una materia tan oscura. Pero un buen día él insistió y me preguntó:

—Pero dime por qué te ha gustado… Explícate.

—A decir verdad —repuse tras un rato de vacilación—, no puedo explicar nada porque no lo he entendido.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—No he comprendido nada, o muy poco, de todo lo que vas leyendo.

—Y me has dejado leer sin advertírmelo…

—Vi que te gustaba leer y no quería estropearte ese placer, pero no me he aburrido nunca… Es divertido observarte mientras lees.

Se puso de pie de un salto, irritado:

—¡Qué diablos! Eres una estúpida, una cretina, y yo que casi quedo sin aliento… ¡Eres una idiota!

Hizo el gesto de tirarme el libro a la cabeza, pero se contuvo a tiempo y siguió insultándome un rato. Dejé que se desahogara y después observé:

—Dices que quieres educarme, pero la primera condición para educarme sería que no tuviese que ganarme la vida del modo que sabes… Para atraer a los hombres no necesito leer versos o reflexiones sobre la moral… Si no supiera leer ni escribir, me pagarían lo mismo.

Él repuso con sarcasmo:

—Querrías una bonita casa, tener marido, hijos, vestidos y un coche, ¿eh? Pero el mal está en que tampoco las señoras Lobianco leen, por motivos diferentes de los tuyos, pero no menos justificados al parecer.

—No sé lo que querría —repliqué un poco irritada—, pero esos libros son para una gente distinta… Es como si regalaras un sombrero de mucho precio a una mendiga y quisieras que lo llevara con sus harapos de siempre.