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—Será así —dijo—, pero es la última vez que te leo una línea.

Cuento esta pelea porque me parece característica de su modo de pensar y de obrar. Pero dudo de que, aunque no le hubiese confesado mi ignorancia, hubiera proseguido en su esfuerzo educador. Y esto no sólo por inconstancia, sino incluso por una singular incapacidad, que yo llamaría física, de persistir en cualquier esfuerzo que reclamara un continuo y sincero entusiasmo. No volvió a hablarme de ello en forma explícita, pero comprendí que muchas veces aquel aire de comedia que emanaba de sus palabras respondía a una efectiva condición de su ánimo. A veces se inflamaba por cualquier objetivo y mientras duraba el fuego de su entusiasmo veía aquel objetivo como una cosa concreta y posible. Después, el fuego se apagaba de pronto, y Giacomo ya no sentía más que aburrimiento, disgusto y, sobre todo, una completa sensación de absurdidad. Entonces se dejaba llevar a una especie de mortecina e inerte indiferencia o actuaba de una manera exterior y convencional, como si el fuego no se hubiera apagado nunca, en una palabra, fingía.

Me resulta difícil explicar qué le sucedía en tales casos: probablemente era un brusco frenazo de vitalidad, como si de pronto el calor mismo de la sangre se retirara de su mente no dejándole más que vacío y aridez. Era una interrupción repentina, imprevisible, total, comparable a la de una corriente eléctrica que de pronto cesa dejando en la oscuridad una casa que un minuto antes estaba ostentosamente iluminada o a la de un motor que, faltándole de pronto la energía, se detiene rueda por rueda y queda inmóvil. Estas intermitencias de su vitalidad más profunda se me descubrieron primero con la frecuente alternancia en él de estados de entusiasmo y ardor con otros de apatía y de inercia, pero al final tuve una plena revelación de todo eso con un incidente curioso al que, de momento, no di mucha importancia y que más tarde, en cambio, se me presentó lleno de significación. Un día, de una manera inesperada, me preguntó:

—¿Te gustaría hacer algo por nosotros?

—¿Quiénes, nosotros?

—Por nuestro grupo… Por ejemplo, ¿nos ayudarías en la difusión de volantes?

Yo estaba siempre al acecho de todo aquello que pudiera acercarme a él y consolidar nuestras relaciones. Contesté con sinceridad:

—Naturalmente… dime qué debo hacer y lo haré.

—¿Y no tienes miedo?

—¿Por qué iba a tener miedo? Si lo haces tú…

—Sí, pero antes es necesario que te explique de qué se trata… Antes tienes que conocer las ideas por las cuales corres estos riesgos.

—Explícamelas.

—Pero no te interesan.

—¿Por qué? Ante todo, me interesarán, ciertamente… Además, todo lo que tú haces me interesa, si no por otra cosa porque lo haces tú.

Él me miraba y de pronto, de una manera inesperada, sus ojos centellearon y su cara se inflamó.

—Está bien —dijo apresuradamente—. Hoy es demasiado tarde, pero mañana te lo explicaré todo, de viva voz, puesto que los libros te aburren… Pero ten en cuenta que va a ser una cosa larga, y tú tendrás que escucharme y seguirme, aunque a veces te parecerá que no entiendes.

—Intentaré entender —dije.

—Tendrás que entender —repuso como hablando consigo mismo.

Y me dejó.

El día siguiente lo esperé y no vino. Apareció dos días después y, una vez. en mi cuarto, se sentó sin decir palabra en la butaca a los pies de la cama.

—Bien —dije alegre—. Estoy dispuesta. Te escucho.

Había notado su semblante decaído, sus ojos opacos y todo su aspecto marchito y apagado, pero no había querido tenerlo en cuenta. Por fin, él repuso:

—Es inútil que escuches porque no oirás nada.

—¿Por qué?

—Pues porque sí.

—Di la verdad —protesté—. Crees que soy demasiado estúpida o demasiado ignorante para comprender ciertas cosas… Gracias.

—No, te equivocas —respondió seriamente.

—Entonces, ¿por qué?

De esta manera avanzamos un poco, yo insistiendo por saber y él defendiéndose. Por último, dijo:

—¿Quieres saber por qué? Porque yo mismo no sabría exponerte hoy esas ideas.

—¡Cómo, si estás pensando continuamente en ellas!

—Es verdad que pienso continuamente, pero desde ayer, y quién sabe por cuánto tiempo, esas ideas no me resultan muy claras y en realidad no comprendo nada.

—No bromees.

—Intenta comprenderme —dijo—. Hace dos días, cuando te propuse trabajar para nosotros, si te hubiera expuesto mis ideas, estoy seguro de que no sólo lo habría hecho con vigor, claridad y persuasión, sino que tú las habrías entendido perfectamente. En cambio, hoy movería los labios y la lengua para pronunciar ciertas palabras, pero sería algo mecánico, un acto en el que no participaría de ningún modo… Hoy no entiendo nada —concluyó martilleando las sílabas.

—¿No entiendes nada?

—No, no entiendo nada; ideas, conceptos, hechos, recuerdos, convicciones, todo se me ha convertido en una especie de mezcolanza que me llena la cabeza.

Se golpeó la frente con los dedos y añadió:

—Toda la cabeza… Y me da asco como si fueran excrementos. Yo lo miraba en suspenso, sin comprender. Pareció presa de un estremecimiento de exasperación.

—Intenta comprenderme —repitió—. No sólo las ideas, sino cualquier cosa escrita, o dicha o pensada, me resulta hoy incomprensible, absurda… Por ejemplo, ¿sabes el Padrenuestro?

—Sí.

—Pues bien, recítalo.

—Padre nuestro —comencé— que estás en los cielos…

—Así basta —me interrumpió—. Ahora piensa un momento de cuántas maneras ha sido recitada esta oración desde hace siglos, con cuánta variedad de sentimientos… Pues bien, yo no la entiendo de ninguna manera… Podrías decirla al revés, y para mí sería lo mismo.

Calló un instante y después prosiguió:

—Pero no sólo las palabras me hacen ese efecto, sino también las cosas, las personas… Tú estás a mi lado, sentada en el brazo de esta butaca, y crees seguramente que te veo… Pues no te veo, porque no te entiendo… Puedo tocarte y sigo sin entenderte… más aún, te toco…

Y diciendo esto, como presa de una especie de frenesí, me tiró de la bata, descubriéndome el pecho.

—Toco tu seno, siento su forma, su tibieza, su contorno, y veo el color, el relieve, pero no comprendo qué es… Me digo: «He aquí un objeto redondo, cálido, blando, blanco, hinchado, con un pequeño pezón redondo y oscuro en medio, que sirve para dar leche y que si se acaricia, da placer…» pero no comprendo nada… Me digo que es hermoso, que debería inspirarme deseo, pero sigo sin comprenderlo… ¿Entiendes ahora?

Hablaba con furia y me dio tal pellizco en el pecho que no pude reprimir un grito de dolor. Me dejó en seguida y observó al cabo de un rato, con aire reflexivo:

—Probablemente es esta clase de incomprensión lo que engendra la crueldad en tantas personas que intentan encontrar el contacto con la realidad a través del dolor ajeno.

Siguió un instante de silencio. Después, dije:

—Si esto es verdad, ¿cómo te arreglas cuando tienes que hacer ciertas cosas?

—¿Por ejemplo?

—No sé… Me dices que distribuyes folletos y que tú mismo los escribes… Si no crees, ¿cómo lo haces para escribirlos y distribuirlos?

Él prorrumpió en una gran carcajada:

—Hago como si creyera.

—Pero eso es imposible.

—¿Por qué imposible? Casi todos hacen lo mismo; aparte de comer, beber, dormir y hacer el amor, casi todos hacen las cosas como si creyeran en ellas. ¿Aún no lo habías notado?