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Esta idea no me atemorizó. Pero él, erguido ante mí, me daba miedo o, mejor dicho, me fascinaba y subyugaba. Me daba cuenta de que no podía negarle nada y de que, entre él y yo, había una ligazón, no de amor desde luego, pero quizá más fuerte que el lazo que me unía a Mino. También él debía de saberlo instintivamente, y en efecto, actuaba como dueño y señor. Al cabo de un rato, dijo:

—Vamos juntos a tu casa.

Y yo sin vacilar contesté dócilmente:

—Como quieras.

Mino se acercó, liberándose a duras penas de la gente que lo rodeaba y, sin decir palabra, vino a ponerse precisamente al lado de Sonzogno, cogiéndose al mismo respaldo en el que el otro apoyaba su mano y hasta rozando con sus dedos delgados y largos los toscos y cortos de Sonzogno. Una sacudida del tranvía los echó al uno contra el otro y Mino se excusó educadamente con Sonzogno por haberlo empujado. Yo empecé a sufrir al verlos uno al lado del otro, tan cercanos y tan ignorantes el uno del otro, y de pronto dije a Mino, dirigiéndome ostentosamente a él de manera que Sonzogno no creyera que le hablaba a éclass="underline"

—Mira, acabo de acordarme que tenía una cita esta noche con una persona… Será mejor que nos separemos.

—Si quieres, te acompaño a casa.

—No… Esa persona me espera en la parada del tranvía.

No era una novedad. Como he dicho, seguía llevando hombres a mi casa y Mino lo sabía. Dijo tranquilamente:

—Como quieras. Entonces, nos veremos mañana.

Hice un gesto de asentimiento y él se alejó abriéndose paso entre la gente. Por un momento, mirándolo mientras se alejaba, me sentí presa de una desesperación vehemente. Pensé que era la última vez que lo veía sin saber siquiera por qué.

—Adiós —murmuré, siguiéndolo con la mirada—. Adiós, amor.

Hubiera querido gritarle que se detuviera, que volviera atrás, pero ni una sílaba salió de mis labios. El tranvía se detuvo y creí verlo apearse. El tranvía arrancó de nuevo.

Durante todo el trayecto no abrimos boca ni Sonzogno ni yo. Procuraba tranquilizarme a mí misma y me decía que era imposible que el cura hubiese hablado. Por otra parte, después de haber pensado en ello, no me disgustaba demasiado haber encontrado a Sonzogno. Así me libraría para siempre de las últimas dudas sobre los efectos de mi confesión.

Al llegar a la parada, me levanté, bajé del tranvía y caminé un rato sin volverme. Sonzogno iba a mi lado y cada vez que movía la cabeza podía verlo. Por fin, le dije:

—¿Qué pretendes de mí? ¿Por qué has vuelto?

Con un débil matiz de sorpresa replicó:

—Tú misma me dijiste que volviera.

Era verdad, pero con el miedo lo había olvidado. Se me acercó y me cogió del brazo apretándome con fuerza y casi sosteniéndome. Muy a pesar mío, empecé a temblar.

—¿Quién era aquél? —preguntó.

—Un amigo mío.

—Y a Gino, ¿has vuelto a verlo?

—No. Nunca más.

Miré a su alrededor, como a hurtadillas:

—No sé por qué, hace algún tiempo que me parece que me sigue alguien. Sólo dos personas han podido denunciarme… Tú y Gino.

—¿Gino? ¿Y por qué? —pregunté con un susurro.

Pero el corazón me latía con fuerza.

—Sabía que iba a llevar el objeto a aquel platero… Hasta le dije el nombre… No sabe en concreto que lo maté, pero muy bien puede adivinarlo.

—Gino no tiene interés en denunciarte… Se denunciaría a sí mismo.

—Esto pienso yo —dijo entre dientes.

—En cuanto a mí —proseguí con mi voz más tranquila—, puedes estar seguro de que no he dicho nada. No soy tan tonta… Acabaría también en la cárcel.

—Así lo espero, por tu bien —contestó con un tono amenazador. Y añadió:

—A Gino volví a verlo un momento, y así bromeando, me dijo que sabía muchas cosas… No me siento tranquilo porque es un desgraciado.

—Aquella noche lo trataste realmente mal y ahora te odia.

Mientras hablaba me sorprendió el deseo de que Gino lo hubiera denunciado de veras.

—Fue un buen golpe —dijo con sombría vanidad—. Después me dolió la mano dos días.

—Gino no te denunciará —concluí—. No le conviene y además te tiene demasiado miedo.

Hablábamos mientras íbamos uno junto al otro, sin mirarnos, con voces apagadas. Caía el crepúsculo, una niebla azulada envolvía las oscuras murallas, las ramas blanquecinas de los plátanos, las casas amarillentas, la lejana perspectiva de la calle. Cuando llegamos al portal tuve por primera vez la sensación concreta de estar traicionando a Mino. Hubiera querido convencerme de que Sonzogno era uno de tantos, pero sabía que no era así. Entré en el portal, entrecerrando otra vez la puerta y allí, en la oscuridad, me volví hacia Sonzogno.

—Mira —le dije —, será mejor que te vayas.

—¿Por qué?

Quise decirle toda la verdad, a pesar del miedo que tenía:

—Porque amo a otro hombre y no quiero traicionarlo.

—¿Quién? ¿El que estaba contigo en el tranvía?

Temí por Mino y contesté apresuradamente:

—No, es otro… No lo conoces… Y ahora, haz el favor de dejarme y vete.

—¿Y si no quisiera irme?

—¿No comprendes que ciertas cosas no pueden obtenerse por la fuerza? Yo…

No pude acabar. No sé cómo, sin que en la oscuridad pudiera verlo, recibí una terrible manotada en plena cara. Después dijo:

—Anda.

Apresuradamente y con la cabeza baja fui hacia la escalera. El me había cogido otra vez por el brazo y me sostenía en cada peldaño y casi me parecía que me levantaba del suelo y me hacía volar. La mejilla me ardía, pero, sobre todo, estaba abrumada por un sentimiento de funesto presagio. Me daba cuenta de que con aquella bofetada se interrumpía el ritmo feliz de los últimos tiempos y volvían a empezar para mí las dificultades y los temores. Se adueñó de mí una intensa desesperación y allí mismo decidí escapar de la suerte que adivinaba para el futuro. Aquel mismo día me iría de casa, me refugiaría en otro sitio, en casa de Gisella o en una habitación amueblada que pudiera alquilar.

Pensaba con tanta intensidad estas cosas que casi no me daba cuenta de que estaba entrando en casa ni de que pasaba por la antesala y entraba en mi habitación. Me encontré, casi diría que me desperté, sentada al borde de la cama, mientras Sonzogno, con aquellos gestos suyos precisos y complacidos de hombre ordenado, iba quitándose la ropa y colocaba cada cosa metódicamente sobre una silla. Se le había pasado la furia y me dijo tranquilamente:

—Hubiera querido venir antes, pero no me fue posible… Sin embargo, he pensado en ti siempre.

—¿Qué has pensado? —pregunté maquinalmente.

—Que hemos sido hechos el uno para el otro.

Se detuvo, con el chaleco en la mano y añadió en tono singular:

—Es más, había venido a proponerte algo.

—¿Qué?

—Tengo dinero… Vámonos juntos a Milán, donde cuento con bastantes amigos… Quiero montar un garaje y en Milán podremos casarnos.

Sentí como si me deshiciera y me invadió un abandono tal que cerré los ojos. Era la primera vez, desde lo de Gino, que se me hacía la propuesta de casarme, y era Sonzogno quien me la hacía. Había deseado tanto una vida normal, con un marido y unos hijos, y he aquí que ahora me la ofrecían. Pero con la normalidad reducida a una especie de envoltorio dentro del cual todo era anormal y espantoso. Dije, sin fuerza: