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—¿Por qué? Apenas nos conocemos… Sólo me has visto una vez…

Él, sentándose junto a mí y cogiéndome por la cintura, contestó:

—Nadie me conoce mejor que tú… Tú lo sabes todo acerca de mí, todo.

Pensé que debía estar conmovido y que quería mostrarme que me amaba y que yo debía amarlo. Pero era simple imaginación porque nada en su actitud revelaba tal sentimiento.

—No sé nada de ti —dije en voz baja—. Sólo sé que mataste a aquel hombre.

—Además —siguió hablando consigo mismo —, estoy harto de vivir solo… Cuando uno está solo, acaba haciendo alguna tontería.

Al cabo de un rato de silencio dije:

—Así, de pronto, no puedo contestarte ni sí ni no… Dame tiempo para pensarlo.

Con gran asombro por mi parte, contestó entre dientes:

—Piénsalo, piénsalo… Después de todo, no hay prisa.

Dicho esto, se apartó de mí y siguió desnudándose.

Me había sorprendido sobre todo la frase: «Hemos sido hechos el uno para el otro», y me preguntaba por qué no iba a tener razón, al fin y al cabo. ¿A qué podía aspirar yo sino a un hombre como él? Por otra parte, ¿no era verdad que me unía a él un lazo oscuro, que yo conocía y temía? Me sorprendí repitiendo en voz baja: «¡Huir, huir!» y moviendo desoladamente la cabeza, y dije con una voz clara que me llenó la boca de saliva:

—En Milán… ¿Pero no tienes miedo de que te busquen?

—Lo he dicho por decir algo… En realidad no saben ni siquiera que existo.

De pronto, la blandura que aflojaba mis miembros desapareció y creí sentirme mucho más fuerte y decidida. Me levanté, me quité el abrigo y lo puse en el colgador. Como de costumbre, di la vuelta a la llave en la cerradura y, con pasos lentos, fui a la ventana a cerrar los postigos. Después, erguida ante el espejo, empecé a desabrocharme el vestido de abajo arriba. Pero inmediatamente me interrumpí y me volví a Sonzogno. Estaba sentado en el borde de la cama y se inclinaba para quitarse los zapatos. Fingiendo un tono casual, le dije:

—Espera un momento… Tenía que venir alguien y es mejor que vaya a advertir a mi madre para que le diga que no estoy.

No contestó nada ni tuvo tiempo. Salí del cuarto, cerré la puerta tras de mí y pasé a la sala.

Mi madre cosía a máquina junto a la ventana. Desde hacía algún tiempo, para no aburrirse, había vuelto a hacer algún trabajo. Le dije apresuradamente y en voz baja:

—Telefonea a Gisella o a Zelinda… mañana por la mañana.

Zelinda alquilaba habitaciones y a veces yo iba a su casa con mis amantes. Mi madre la conocía.

—Pero, ¿por qué?

—Me voy —dije—. Cuando ese que está ahí dentro pregunte por mí, dile que no sabes nada.

Mi madre se quedó con la boca abierta, mirándome mientras yo descolgaba del perchero un chaquetón suyo de piel, todo despellejado, que años antes había sido mío.

—Y de ninguna manera le digas a dónde he ido —añadí—. Sería capaz de matarme.

—Pero…

—El dinero está donde siempre… Por favor, no digas nada y telefonea mañana por la mañana.

Salí de prisa, anduve de puntillas por el recibidor y empecé a bajar la escalera.

Cuando me encontré en la calle, eché a correr. Sabía que a aquella hora Mino estaba en casa y quería llegar antes de que saliera, después de cenar, con los amigos. Corrí hasta la plazoleta, subí a un taxi y di la dirección de Mino. Mientras el taxi corría, comprendí de pronto que no huía de aquel modo de Sonzogno, sitio de mí misma, pues me sentía oscuramente atraída por su violencia y su furor. Recordé el grito desgarrador, entre el horror y el placer, que había lanzado la primera y única vez que Sonzogno me había poseído y me dije que aquel día me había dominado de una vez por todas, como ningún hombre, ni siquiera Mino, había sabido hacerlo hasta entonces. No pude por menos de convenir que era verdad que habíamos sido hechos el uno para el otro, pero como el cuerpo está hecho para el precipicio que le produce vértigo, le oscurece la vista y, por último, lo atrae hacia un abismo terrible.

Subí la escalera corriendo, llegué arriba jadeando, y a la vieja sirvienta que acudió a abrirme le pregunté inmediatamente por Mino.

Ella me miró, asustada. Después, sin decir nada, se adentró en el piso dejándome en la puerta.

Creí que había ido a avisar a Mino. Entré en el recibidor y cerré la puerta.

Entonces oí una especie de susurro detrás de la cortina que separaba el recibidor del pasillo. Después se levantó la cortina y apareció la viuda Medolaghi. Desde la primera y única vez que la había visto, me había olvidado de ella. Su maciza figura negra, su cara blanca, de muerta, cruzada por el negro antifaz de los ojos, al aparecer repentinamente ante mí, me inspiraron en aquel momento, no sé por qué, una sensación de miedo, como si me encontrara en presencia de una aparición terrorífica. Dijo en seguida, deteniéndose y hablándome desde lejos.

—¿Busca al señor Diodati?

—Sí.

—Lo han arrestado.

No comprendí bien. No sé por qué se me ocurrió que aquel arresto debía estar relacionado con el delito de Sonzogno y balbucí:

—Arrestado… Pero si él no tiene nada que ver.

—No sé nada —dijo—. Sólo sé que han venido, han hecho un registro y lo han arrestado.

Por su expresión de disgusto comprendí que no me diría más, pero no pude por menos de preguntarle:

—Pero, ¿por qué?

—Señorita, ya le he dicho que no sé nada.

—¿Pero dónde se lo han llevado?

—No sé nada.

—Pero dígame al menos si ha dejado dicho algo.

Esta vez ni siquiera me contestó, sino que, volviéndose con una majestad ofendida e inflexible, llamó:

 —Diomira.

Reapareció la sirvienta anciana de cara asustada. La dueña le indicó la puerta y dijo levantando el cortinaje y haciendo un gesto de despedida:

—Acompaña a la señorita.

Y el cortinaje volvió a caer.

Hasta que hube bajado la escalera y me encontré de nuevo en la calle no comprendí que la detención de Mino y el delito de Sonzogno eran dos hechos distintos, independientes el uno del otro. En realidad, lo único que los unía era mi pánico. En aquel montón de desventuras reconocía la abundancia de un destino que me abrumaba con todos sus dones funestos de una sola vez, como el estío hace madurar juntos los frutos más diversos. Y es la pura verdad que, como dice el proverbio, las desgracias no vienen nunca solas. Más que pensarlo, lo sentía mientras caminaba por las calles inclinando la cabeza y los hombros bajo una especie de imaginaria granizada.

Naturalmente, la primera persona a la que pensé recurrir fue Astarita. Sabía de memoria el número de teléfono de su despacho y entré en el primer café que vi y marqué el número. El teléfono dio la señal, pero nadie acudió al aparato. Volví a marcar el número varias veces y por fin tuve que convencerme de que Astarita no estaba. Habría ido a cenar y volvería más tarde. Todo esto lo sabía bien, pero, como suele ocurrir, tenía la esperanza de que precisamente aquella vez, por excepción, lo encontraría en su despacho.

Miré el reloj. Eran las ocho de la tarde y antes de las diez Astarita no volvería a su despacho. Estaba en una esquina, erguida, y delante de mí se extendía la superficie convexa de un puente con los viandantes que aparecían ininterrumpidamente, solos o en grupos, y parecían volar a mi encuentro, negros y apresurados, como hojas impelidas por un incesante vendaval. Pero más allá del puente, las casas alineadas sugerían una sensación de tranquilidad, con todas sus ventanas iluminadas y la gente que se movía entre las mesas y los otros muebles. Recordé que no estaba lejos de la Jefatura Central de Policía, a donde suponía que habrían conducido a Mino, y aunque comprendí que era una empresa desesperada, decidí ir allí directamente para informarme. Sabía por adelantado que no me dirían nada, pero no me importaba. Sobre todo quería hacer algo por él.