Pero mi agresividad no podía explicarse sólo por mi amor a Mino. En ella intervenía también mi odio a Astarita, a su Ministerio, a los asuntos políticos y, en la medida en que Mino se interesaba por la política, al mismo Mino. No entendía nada de política, pero, quizás a causa de mi misma ignorancia, la política me parecía, en comparación con el amor de Mino, una cosa ridícula y sin importancia. Recordé el tartamudeo que dificultaba la palabra de Astarita cada vez que me veía o que me oía y pensé complacida que el tartamudeo no le atacaba cuando estaba ante alguno de sus jefes, aunque fuera el mismo Mussolini.
Con estos pensamientos caminaba apresuradamente por los amplios pasillos del edificio y me daba cuenta de que miraba con desprecio a los empleados con los que me encontraba. Sentía unas enormes ganas de arrancarles las carpetas rojas y verdes que apretaban bajo el brazo y arrojarlas al aire desparramando por todas partes aquellos papelorios repletos de prohibiciones y de iniquidades. Al ujier que en la antesala salió a mi encuentro, le dije con prisa y autoritariamente:
—He de hablar con el doctor Astarita, y pronto. Estoy citada y no puedo esperar.
Me miró con estupor, pero no se atrevió a protestar y fue a anunciarme.
Cuando me vio, Astarita salió a mi encuentro, me besó la mano y me condujo hacia un diván al fondo de la habitación. También me había acogido así la primera vez y pienso que lo mismo hacía con todas las mujeres que aparecían por su despacho. Contuve como pude el impulso de ira que me henchía el pecho y dije:
—Mira, si has hecho arrestar a Mino, haz que lo pongan inmediatamente en libertad… De lo contrario, hazte a la idea de que no volverás a verme.
Vi como en su semblante se pintaba una expresión de profundo asombro mezclado con una desagradable reflexión y comprendí que no sabía nada.
—Pero, qué diablos… Espera un momento… ¿De qué Mino me estás hablando? —preguntó tartamudeando.
—Creía que lo sabrías —dije.
Y con la mayor brevedad que me fue posible le conté la historia de mi amor por Mino y cómo había sido detenido en su casa aquella misma tarde. Lo vi cambiar de color cuando dije que amaba a Mino, pero preferí decir la verdad porque temía perjudicar a Mino con una mentira y porque sentía un violento deseo de gritar a todos mi amor. Ahora, después de haber descubierto que Astarita nada tenía que ver con la detención de Mino, la ira que hasta aquel momento me había sostenido decayó y me sentí de nuevo desarmada y débil. Por esto comencé mi relato con voz firme y excitada y acabé en tono casi quejumbroso. Y hasta los ojos se me llenaron de lágrimas cuando dije angustiada:
—Además no sé qué le hacen… Dicen que les pegan.
Astarita me interrumpió inmediatamente:
—Puedes estar tranquila… Si fuera un obrero, pero un estudiante…
—Pero no quiero… no quiero que esté preso —grité con voz de llanto.
Nos callamos los dos. Yo intentaba dominar mi conmoción y Astarita me miraba. Por primera vez no parecía dispuesto a hacerme el favor que le pedía. Pero ahora debía intervenir en su repugnancia a complacerme el saber que yo estaba ya enamorada de otro hombre. Añadí, poniendo una mano sobre la suya:
—Si haces que sea puesto en libertad, te prometo que haré todo lo que quieras.
Me miraba sin llegar a decidirse, y yo, aun sin tener el ánimo dispuesto para ello, me incliné y le ofrecí los labios, diciéndole:
—Entonces, ¿qué? ¿Me haces este favor?
Me miró, dudando entre la tentación de besarme y la conciencia de aquel beso humillante ofrecido por pura lisonja, con el rostro bañado en lágrimas. Después me rechazó, se puso en pie, me dijo que esperara y salió.
Ahora estaba segura de que Astarita haría poner en libertad a Mino. Y en mi inexperiencia de esas cosas, me lo imaginaba llamando por teléfono con tono irritado a un servil comisario y le ordenaba dejar en libertad inmediatamente al estudiante Giacomo Diodati. Conté los minutos impaciente, y cuando Astarita reapareció me puse de pie dispuesta a darle las gracias y marcharme inmediatamente en busca de Mino.
Pero Astarita tenía en el rostro una expresión singular, bastante desagradable, mezcla de decepción y de rabia maliciosa:
—¿Qué es eso de que lo han arrestado? —dijo secamente—. Disparó sobre los agentes y huyó… Uno de los policías está moribundo en el hospital… Ahora, si lo cogen, y puedes dar por cierto que lo cogerán, no puedo hacer nada por él.
Me quedé sin aliento. Recordaba haber quitado las balas del revólver de Mino, pero era verdad que podía haberlo cargado de nuevo sin que yo lo supiera. Después sentí una gran alegría, que nacía de sentimientos muy diversos. Era la alegría dé saber a Mino en libertad, pero era también la alegría de saber que había matado a un policía, una acción de la que, en el fondo, le creía incapaz y que modificaba profundamente la idea que hasta entonces me había hecho de él. Me asombró la fuerza vehemente y combativa con que mi ánimo, siempre enemigo de cualquier violencia, aplaudía el gesto desesperado de Mino. Era, en el fondo, la misma irresistible complacencia que había experimentado en su tiempo reconstruyendo con la fantasía el delito de Sonzogno, pero esta vez, acompañada de una especie de justificación moral.
Pensé además que lo encontraría pronto y que huiríamos juntos a escondernos, y a lo mejor íbamos a parar al extranjero, donde sabía que a los refugiados políticos se les acogía bien. Con esto, el corazón se me llenó de esperanza. Pensé que quizás estaba a punto de empezar para mí una nueva vida y me dije que esa renovación de mi existencia se la debía a Mino y a su valor, y sentí cariño y gratitud por él. Entre tanto, Astarita iba de un lado a otro de la habitación, con aire furioso, deteniéndose de vez en cuando a cambiar de sitio algún objeto de su mesa. Dije tranquilamente:
—Se ve que después que lo han detenido se ha envalentonado, ha disparado y ha huido.
Astarita Se detuvo y me miró contrayendo sus facciones en una fea mueca:
—Estás satisfecha, ¿eh?
—Ha hecho bien en matar al agente —dije con sinceridad—. Él quería llevarlo a la cárcel… Tú hubieras hecho lo mismo. Astarita contestó con voz desagradable:
—Yo no me meto en política… El agente no hacía más que cumplir con su deber. Ese hombre tiene mujer e hijos.
—Si él se ocupa de política, debe de tener sus razones… Y el agente debía pensar que un hombre hace cualquier cosa antes que ir a la cárcel… Peor para él.
Me sentía tranquila porque me parecía ver a Mino libre por las calles de la ciudad y saboreaba ya el momento en que me llamaría desde su escondite y podría correr a verlo. Mi calma pareció poner fuera de sí a Astarita.
—Pero lo encontraremos —gritó de pronto—. ¿Crees que no vamos a dar con él?
—No sé nada… Estoy contenta de que haya escapado, eso es todo.
—Lo encontraremos y entonces puede estar seguro de que no va a pasarlo tan bien.
Al cabo de un rato le dije:
—¿Sabes por qué estás tan furioso?
—No estoy furioso.
—Porque esperabas que lo hubiesen arrestado para exhibir tu generosidad conmigo y con él… En cambio se te ha ido de las manos, y eso es lo que te hace rabiar.
Le vi encogerse de hombros con furor. Sonó el teléfono y Astarita, con el alivio de quien encuentra un pretexto para zanjar una discusión embarazosa, descolgó el auricular. A las primeras palabras vi su rostro, como un paisaje al que en un día de tempestad ilumina gradualmente un rayo de sol, pasar de su anterior expresión irritada y oscura a otra más serena, y eso, sin saber por qué, me pareció una señal de mal agüero. La conversación telefónica duró un buen rato, pero Astarita nunca dijo más que «sí» o «no», de manera que no pude saber de qué se trataba.