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—Lo siento por ti —dijo después, dejando el teléfono—, pero la primera noticia sobre el arresto de ese estudiante contenía un error… La Policía, para estar más segura, había enviado agentes tanto a su casa como a la tuya con lo que pensaban detenerlo de todas maneras… En realidad lo han arrestado en la casa de la viuda que le tenía alquilada una habitación… En cambio, en tu casa los agentes encontraron a un individuo pequeño y rubio, de acento del Norte, que apenas los vio, en vez de mostrar la documentación como le pedían, sacó la pistola, disparó y escapó… De momento creyeron que se trataba del estudiante… Pero, por lo visto, debía de ser alguien que tenía alguna cuenta pendiente con la Justicia…

Creí que iba a desmayarme. Así Mino estaba en la cárcel y por si esto —fuera poco Sonzogno estaría convencido de que yo lo había denunciado. Cualquier otro, al verme desaparecer y ver más tarde llegar a la Policía, habría pensado lo mismo. Mino estaba en la cárcel y Sonzogno me buscaba para vengarse. Quedé tan aturdida que no supe decir más que: «¡Pobre de mí!», dando un paso hacia la puerta.

Debía de haberme puesto muy pálida porque Astarita abandonó en seguida su aire victorioso de sombría satisfacción y se acercó a mí, diciéndome:

—Ahora siéntate y hablemos… No hay nada irreparable.

Moví la cabeza y puse la mano en la puerta. Astarita me detuvo y añadió, tartamudeando:

—Mira… Te prometo que haré todo lo posible… Lo interrogaré yo mismo, y si no hay nada grave, te lo pondré en libertad lo antes posible… ¿Te parece bien?

—Sí, está bien —respondí con voz apagada.

Y añadí, haciendo un esfuerzo:

—Hagas lo que hagas, ya sabes que te lo agradeceré.

Sabía que Astarita haría verdaderamente, como decía, todo lo posible para liberar a Mino, y no tenía más que un deseo: irme, salir lo antes posible de su horrible Ministerio. Pero él, con un escrúpulo policiaco, dijo:

—A propósito, si tienes alguna razón para temer a ese hombre que han encontrado en tu casa, dime su nombre… Eso hará más fácil su captura.

—No sé su nombre —respondí.

—De todos modos —insistió—, no estará de más que vayas espontáneamente a la comisaría y digas lo que sabes… Te dirán que te pongas a su disposición y te dejarán marchar, pero si no vas, será peor para ti.

Contesté que haría lo que él decía y me despedí. Él no cerró inmediatamente la puerta, sino que permaneció mirándome desde el umbral mientras yo me alejaba por la antesala.

CAPÍTULO IX

Fuera del Ministerio, caminé apresuradamente hasta una plaza próxima, como si huyera de alguien. Solamente cuando estuve en el centro de la plaza me di cuenta de que no sabía adonde ir y pensé en qué lugar podría refugiarme. Al principio había pensado en Gisella, pero su casa estaba lejos y, por el agotamiento, las piernas se me doblaban. Por otra parte, no estaba segura de que Gisella me acogiera de buena gana. Quedaba Zelinda, la mujer que alquilaba habitaciones de la que había hablado con mi madre antes de irme. Zelinda era amiga mía y, además, su casa estaba cerca. Por eso decidí acudir a ella.

Vivía en una casa amarilla que daba, entre otros caserones parecidos, a la plaza de la Estación. Esta casa de Zelinda se distinguía, entre otros particulares, por tener una escalera sumergida, incluso en pleno día, en una oscuridad casi impenetrable. No había ascensor y no tenía ventanas. Se subía casi a oscuras tropezando continuamente con sombras de personas que bajaban cogidas al mismo pasamanos. Un olor intenso de cocina impregnaba siempre el aire, pero era como de una cocina que se hubiese apagado hacía años y cuyos perfumes hubieran tenido todo el tiempo posible para descomponerse en aquel aire helado y tenebroso. Subí, casi sin responderme las piernas y con el corazón dominado por una fuerte náusea, aquella misma escalera que otras veces había subi­do seguida de cerca por algún amante impaciente. A Zelinda, que acudió a abrirme, le dije:

—Necesito un cuarto para esta noche.

La Zelinda era una mujer corpulenta, sólo madura tal vez, pero envejecida prematuramente por la gordura. Enferma de gota, con las mejillas cubiertas de manchas enfermizas y rojas, los ojos azules, empañados y lacrimosos y los pocos cabellos rubios siempre en desorden y caídos en mechones de estopa, pero en el rostro le quedaba aún no sé qué gracia afectuosa, como queda un reflejo de sol en el agua de un charco a la hora del crepúsculo.

—Tengo una habitación —dijo—. ¿Estás sola?

—Sí, sola.

Entré, cerró la puerta y me precedió balanceándose, baja y ancha, envuelta en una vieja bata, con el moño medio suelto y las horquillas sueltas, colgándole todo sobre la espalda. El cuarto era oscuro y frío como la escalera. Pero el olor a cocina era reciente, como de buenas y limpias viandas en plena cocción.

—Estaba preparando la cena —explicó volviéndose y sonriendo.

Aquella Zelinda, que alquilaba habitaciones por horas, me quería y aún no sé por qué. A veces, después de mis habituales visitas, me retenía para charlar y me ofrecía pasteles y licores. Era núbil y nadie debía de haberla amado nunca, pues desde su juventud era deforme por la gordura. La virginidad se le adivinaba en su timidez, en su curiosidad y en la torpeza con que se informaba de mis amores. Carente de envidia y de malicia, creo que debía de lamentar para sus adentros no haber hecho nunca lo que veía hacer en sus habitaciones y que en su oficio de alquilar alcobas había que ver, más que el simple interés crematístico, un deseo quizás inconsciente de no sentirse del todo excluida del paraíso prohibido de las relaciones amorosas.

Al final del pasillo había dos puertas que yo conocía bien. Zelinda abrió la de la izquierda y me precedió en la habitación. Encendió la luz, una lámpara de tres brazos con tulipanes de vidrio, y fue a cerrar los postigos. La estancia era grande y limpia. Pero la limpieza parecía realzar de un modo despiadado la vejez y la pobreza de las cosas: los rasgones de las alfombras, los remiendos de la colcha de algodón, las manchas herrumbrosas de los espejos, los desconchados de la jarra y la palangana. Vino hacia mí y me preguntó, mirándome con atención:

—¿No te encuentras bien?

—Me siento muy bien.

—Pero ¿por qué no duermes en tu casa?

—No tenía ganas.

—Vamos a ver si adivino —dijo con aire astuto y afectuoso—. Tienes algún disgusto… Esperabas a alguien que no ha venido.

—Puede ser.

—Y veamos si tengo razón… Ese alguien debe ser aquel oficial moreno con quien viniste la última vez.

No era la primera vez que Zelinda me hacía esas preguntas. Respondí al azar, con la garganta apretada por la angustia:

—Tienes razón… ¿Y qué?

—Nada… Pero ya ves como te comprendo en seguida… A la primera mirada he adivinado lo que te sucedía… Pero no debes ponerte así… Si no ha venido será por algún motivo… Los militares, ya se sabe, no son libres…

No dije nada. Ella me miró un momento. Después, con un gesto vacilante, afectuoso y lisonjero:

—¿Quieres cenar conmigo? Hay una buena cena.

—No, gracias —contesté en seguida—. Ya he comido.

Volvió a mirarme y me dio, a manera de caricia, un golpecito en una mejilla. Y con la expresión prometedora y misteriosa de ciertas viejas tías cuando hablan a algún sobrino jovenzuelo:

—Ahora voy a darte algo que no creo que rechaces.

Se sacó del bolsillo un llavero y, volviéndome la espalda, abrió un cajón.

Yo tenía abierto el abrigo con una mano en la cadera y apoyaba la espalda en la mesa mirando a Zelinda que hurgaba en el fondo de su cajón. Recordé a Gisella que a menudo había ido a aquella habitación con sus amantes y pensé que Zelinda no amaba demasiado a Gisella. A mí me quería porque era yo y no porque quisiera a todos. Me sentí consolada. Al fin y al cabo, en el mundo no había sólo policías, ministerios, cárceles y otras cosas por el estilo, crueles y sin alma. Entre tanto, Zelinda había acabado de buscar en el cajón. Volvió a cerrarlo cuidadosamente y se acercó a mí, repitiendo: