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—¡Ah, conque no es moral! —empezó a chillar con toda la fuerza de su voz, de manera que todos los clientes de las demás mesas interrumpieron el yantar y se volvieron hacia nosotros—. ¡No es moral! ¿Qué es moral, entonces? Será moral estar aperreada todo el santo día, lavar platos, coser, cocinar, planchar, barrer, fregar suelos y después, por la noche, ver que llega tu marido, cansado a más no poder, que en cuanto cena se mete en cama, se vuelve de cara a la pared y se duerme… Esto es moral ¿eh? Sacrificarse, no tener nunca un minuto de alivio, hacerse viejos y feos, y reventar… Esto es moral, ¿verdad? ¿Pues sabe lo que le digo? Que sólo vivimos una vez y que una vez muertos, buenas noches. Pueden irse al diablo usted y su moral. Y Adriana hace muy bien en desnudarse delante de los que la pagan… Y haría aún mejor si…

Y aquí metió una hilera de obscenidades que me ruborizaron a más no poder porque mi madre las decía con los mismos gritos que las otras cosas.

—Yo, si hiciera todo eso, no sólo no se lo impediría sino que la ayudaría a hacerlo… Sí, la ayudaría, la ayudaría… naturalmente, si se lo pagaran —añadió, como reflexionando de pronto.

—Estoy convencido de que no sería usted capaz —dijo Gino sin descomponerse.

—¿Que no sería capaz? Eso lo dice usted… ¿Qué cree? ¿Que estoy satisfecha de que Adriana se haya hecho novia de un hombre sin porvenir como usted, de un chofer? ¿Y que no preferiría mil veces que se diera a la vida? ¿O es que va a imaginarse que me gusta que Adriana, con su belleza, por la que tantos pagarían billetes de mil, se condene a ser su criada para toda la vida? ¡Pues bien, se equivoca… se equivoca de plano!

Mi madre gritaba, todos nos miraban y yo enrojecía cada vez más de vergüenza. Pero Gino, como he dicho antes, no parecía alterarse. Aprovechó un instante en que mi madre, sin aliento, guardó silencio, para coger la botella, llenarle el vaso y decir:

—¿Otro poco de vino?

Mi madre, pobrecilla, no tuvo más remedio que decir: «Gracias» y aceptar el vaso que Gino le ofrecía. La gente, como nos veía bebiendo, a pesar de la borrasca, como si no sucediera nada, volvió a sus conversaciones. Gino dijo:

—Adriana, con su belleza, merecería hacer la vida que hace mi dueña.

—¿Y qué vida hace? —pregunté con interés, deseosa de desviar la conversación de mi propia persona.

—Por la mañana —contestó Gino con un tono fatuo y vanidoso, como si de la riqueza de sus amos le correspondiera a él algún lustre—, se levanta a las once o a mediodía… Le llevan el desayuno a la cama, en una bandeja de plata, con todas las piezas de plata maciza… Después se baña, pero antes la doncella echa en el agua unas sales que la perfuman. A mediodía, la llevo en el coche a dar una vuelta… Va a tomar el aperitivo o de compras… Vuelve a casa, come, duerme la siesta y, al cabo de dos horas largas, se viste… Tendríais que ver cuántos vestidos tiene… Armarios llenos… Va de visitas, también en coche, y después a cenar… Por las noches, al teatro o a un baile… A menudo recibe a gente en casa y juegan, beben, hacen música… Es gente rica, pero rica de verdad.., Sólo en joyas creo que mi ama tiene muchos millones.

Como los niños que se distraen con cualquier cosa y basta una nonada para hacerles cambiar de humor, mi madre había olvidado ya a su hija y la injusticia de mi suerte y abría los ojos a más no poder ante la descripción de todo aquel esplendor.

—¡Millones! —repitió con avidez—. ¿Y es guapa?

Gino, que estaba fumando, escupió con desdén un poco de tabaco:

—¡Qué va a ser guapa! Es fea, flaca y parece una bruja.

Así siguieron hablando de la riqueza de la dueña de Gino, o mejor dicho, Gino siguió exaltando aquellas riquezas como si fueran suyas. Pero mi madre, al cabo de un momento de curiosidad, volvió a caer en un estado de ánimo sombrío y desconcertado, y no dijo esta boca es mía en el resto de la noche. Tal vez estaba avergonzada de haberse dejado dominar por tanta cólera; quizá sentía envidia de toda aquella riqueza y pensaba con despecho que me había hecho novia de un nombre pobre.

El día siguiente pregunté con cierta aprensión a Gino si estaba enfadado con mi madre, y él me contestó que, aunque no lo compartía, comprendía muy bien su punto de vista causado por una vida desgraciada y llena de necesidades y privaciones. Había que compadecerla y, además, se veía que hablaba de aquel modo porque me quería. Éste era también mi pensamiento y agradecí a Gino que mostrara tanta comprensión. Realmente, había temido que la escena provocada por mi madre pudiera estropear nuestras relaciones. Además de llenarme de gratitud, la moderación de Gino me confirmó la idea de su perfección. De haber sido menos ciega e inexperta, hubiera comprendido que sólo la falsedad premeditada puede conseguir aquella sensación de perfección y que es propio de la sinceridad presentar, junto con las pocas cualidades, muchos defectos y muchas faltas.

En resumidas cuentas, me encontraba con respecto a él en condiciones de constante inferioridad. Me parecía no haberle dado nada a cambio de su magnanimidad y de su comprensión. Quizá se debiera a ese estado de ánimo de persona beneficiada que siente oscuramente el deber de pagar una deuda, el que, pocos días después, no resistiera como hubiese hecho antes a sus manifestaciones de amor cada vez más atrevidas. Pero también es verdad, como dije ya a propósito de nuestro primer beso, que me sentía inclinada a entregarme a él, llevada por una fuerza al mismo tiempo poderosa y dulce, comparable a la del sueño que, para vencer nuestra voluntad contraria, a veces nos persuade a que durmamos con el sueño de estar despiertos. De manera que nos abandonamos a él, convencidos de que aún resistimos..

Recuerdo muy bien todas las fases de mi seducción, porque cada una de las conquistas de Gino fue querida y no querida por mí, y a la vez me proporcionó placer y remordimiento. Y también porque fueron realizadas con una graduación bien meditada, sin prisas ni impaciencias, como un general que invade un país más que como un amante que se deja arrastrar por el deseo, sobre mi cuerpo pasivo, descendiendo desde la boca hasta el vientre.

Todo esto no impide que Gino se enamorara más tarde de mí, y que la premeditación y el cálculo cedieran puesto, si no al amor, a un deseo violento y nunca satisfecho.

Durante todos aquellos paseos en coche, habíase limitado a besarme en la boca y en el cuello. Pero una de aquellas mañanas, mientras me besaba, sentí que sus dedos se enredaban entre los botones de mi blusa. Después tuve una sensación de frío en el pecho y, alzando los ojos por encima de su hombro hacia el espejuelo del parabrisas, vi que tenía un seno desnudo. Tuve vergüenza, pero no me atreví a cubrírmelo de nuevo. Fue él mismo quien con un gesto apresurado que parecía salir al paso de mi inquietud, volvió a tapar el seno con la blusa y a meter cada botón en su ojal. Yo le agradecí este gesto. Después, pensando en ello, una vez en casa, volví a sentirme turbada y atraída. El día siguiente, repitió el gesto y esta vez experimenté más placer y menos vergüenza. Desde entonces, me acostumbré a esta demostración de su deseo, y creo que, si no la hubiera repetido, habría temido que me amara menos.

Al mismo tiempo hablaba cada vez más de la vida que llevaríamos cuando nos casáramos. Hablaba también de su familia, que vivía en una provincia y no era pobre, puesto que poseía algunas tierras. Creo que, como suele ocurrir a los mentirosos, él mismo acabó por creer en su propia mentira. Desde luego, mostraba por mí un sentimiento muy fuerte que, probablemente, aumentando cada día nuestra intimidad, debía hacerse en la misma medida cada vez más sincero. En cuanto a mí, sus palabras adormecían mis remordimientos y me proporcionaban un sentido de felicidad pleno e ingenuo que, más adelante, no he vuelto a experimentar. Amaba, era amada y pensaba que me casaría pronto. Me parecía que en el mundo no podía aspirarse a más.