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—Aquí tienes. Estoy segura que no lo rechazas.

Dejó algo en la mesa. Miré y vi cinco cigarrillos, de los mejores, con boquilla dorada; un puñado de caramelos en sus papeles coloreados y cuatro pequeños dulces de mazapán en forma de frutas también de color.

—¿Está bien así? —preguntó dándome otro golpecito en la mejilla.

Confusa, balbucí:

—Sí, gracias.

—De nada, de nada, hija… si necesitas algo, me llamas. No hagas cumplidos.

Una vez sola, me sentí invadida de un gran frío y de una intensa turbación. No tenía sueño y no quería acostarme. Por otra parte, en aquel cuarto helado, en el que el frío invernal parecía conservado desde hacía años como en las iglesias y en las bodegas, no había otra cosa que hacer. Las otras veces que había venido, no se me planteaban estos problemas, pues tanto yo como el hombre que me acompañaba no deseábamos más que meternos en la cama y calentarnos mutuamente, y aunque no experimentaba ningún sentimiento por aquellos amantes circunstanciales, el mismo acto del amor me absorbía y me sumergía en su magia. Ahora me parecía increíble haber podido amar y ser amada entre muebles y en una cama tan miserables y en un ambiente tan frío. Verdad es que el ardor de los sentidos nos había engañado siempre a mí y a mis compañeros haciendo amables y familiares aquellos objetos tan absurdamente extraños. Pensé que mi vida, si no podía volver a ver a Mino, no sería ya diferente de lo que era aquel cuarto. Contemplándola objetivamente, sin ilusiones, mi vida no tenía realmente nada de bello ni de íntimo, sino que, por el contrario, como la habitación de la Zelinda, estaba compuesta de cosas estropeadas, sucias y feas. Me estremecí y poco a poco fui desnudándome.

Las sábanas estaban heladas y como impregnadas de humedad, hasta tal punto que, al echarme entre ellas, me pareció ir a imprimir mi forma como en una arcilla mojada. Durante un buen rato, mientras las sábanas se calentaban lentamente, reflexioné absorta. El caso de Sonzogno me distrajo y anduve extraviada analizando los motivos y las consecuencias del tenebroso asunto. Ahora Sonzogno debía de pensar con seguridad que yo lo había denunciado y no había duda de que las apariencias estaban en contra mía. ¿Sólo las apariencias? Recordaba su frase: «Me parece que me persiguen», y me preguntaba si, al fin y al cabo, el sacerdote no habría hablado. No parecía, pero por el momento nada lo desmentía tampoco.

Pensando aún en Sonzogno, me puse a imaginar lo que habría ocurrido en mi propia casa después de mi huida: Sonzogno se quedaría esperando, se impacientaría, volvería a vestirse y de pronto entrarían los dos agentes de la Policía. Sonzogno sacaba la pistola, disparando sin previo aviso, y huía. Lo mismo que cuando había pensado en el delito de Sonzogno, estas fantasiosas reconstrucciones despertaron en mí una complacencia oscura e insaciable. Mi fantasía me proponía una y otra vez la escena de los disparos y acariciaba voluptuosa sus detalles y, sin duda, en el contraste entre los agentes y Sonzogno, me ponía con todo el ánimo de parte de Sonzogno. Me estremecía de júbilo viendo al agente herido en tierra, exhalaba un suspiro de alivio al ver que Sonzogno huía, lo seguía con ansiedad escaleras abajo, no me sentía tranquila hasta que lo veía desaparecer en la oscura lejanía de la amplia calle. Por último, me cansé de esa especie de cinematografía y decidí apagar la luz.

Ya había notado otras veces que el lecho estaba adosado, a una puerta que comunicaba con la habitación contigua. Cuando hube apagado la luz, vi que los dos batientes de la puerta no ajustaban bien y dejaban filtrar una vertical de luz. Me puse de codos sobre la almohada, pasé la cabeza entre las barras metálicas de la cabecera de mi cama y miré por la fisura. No lo hacía por curiosidad, ya que me sabía de memoria lo que podría ver y oír por aquella ranura; era más bien el temor de mis pensamientos y de la soledad lo que me empujaba a buscar, aunque fuera espiando, una compañía en la habitación contigua. Pero durante un rato largo no vi a nadie. Ante aquella ranura de la puerta había una mesa redonda.

La luz de la lámpara caía de lo alto sobre la mesa detrás de la cual, en una sombra densa, entreveía el reflejo de un espejo de armario. Pero oía hablar: eran las habituales palabras que conocía bien, las acostumbradas preguntas sobre la ciudad natal, la edad, el nombre. La voz de la mujer era tranquila y reticente y la del hombre, apremiante y turbada. Hablaban en un rincón de la estancia y tal vez estaban ya acostados. A fuerza de mirar sin ver nada, sentí un fuerte dolor en la nuca y estaba dispuesta a retirarme cuando apareció la mujer, que iba a ponerse a la otra parte de la mesa, ante el espejo en sombra. Me volvía la espalda, de pie, desnuda, pero, a causa de la mesa, no podía verle más que de cintura arriba. Debía de ser muy joven.

Bajo la mata de cabello crespo, la espalda parecía delgada, dura, sin gracia, de una blancura anémica. Pensé que no tendría siquiera veinte años, pero tenía el pecho ya caído y tal vez había sido madre. Supuse que sería una de esas jóvenes hambrientas que vagan por los jardines municipales cerca de la estación, sin sombrero y a menudo sin abrigo, mal pintadas y peor vestidas, con los pies metidos en unas enormes botas ortopédicas. Pensé que cuando se riera se le verían las encías. Y todas estas cosas pasaban por mi mente irreflexivamente, con espontaneidad, porque la vista de aquella mísera espalda desnuda me aliviaba y me parecía querer a aquella muchacha y comprender bien los sentimientos que ella experimentaba en aquel momento, mientras se miraba en el espejo. Pero la voz del hombre, dijo desgarbadamente: «¿Puede saberse qué haces?» y ella se apartó del espejo.

La vi un momento de perfil, con la espalda encorvada y el pecho flaco, tal como me lo había imaginado. Después desapareció y al cabo de un rato se extinguió la luz.

También se extinguió en mi ánimo aquel vago afecto que la vista de la muchacha había suscitado y de nuevo me encontré completamente sola en el gran lecho todavía helado, en aquella oscuridad llena de objetos gastados y fríos. Pensé en los dos que estaban al otro lado de la pared, que poco después dormirían juntos, y ella se pondría tras su compañero, con la barbilla en su espalda, las piernas entre las de él, el brazo en torno a la cintura, la mano en la ingle y los dedos lánguidamente perdidos entre los pliegues del vientre, semejantes a raíces que buscan la vida en el fondo de la tierra más negra. De pronto me sentí como una planta desarraigada y arrojada sobre un pavimento de piedra lisa sobre el que habría de entristecerse y morir. Me faltaba Mino, y si extendía un brazo hacia delante me parecía advertir el comienzo de un gran espacio helado y deshabitado que me rodeaba por todas partes y en cuyo centro yo estaba acurrucada sin protección ni compañía. Experimentaba un deseo entristecido y fuerte de abrazarme a él, y él no estaba. Era como ser viuda, y empecé a llorar manteniendo los brazos bajo las sábanas y fingiendo abrazarlo. No sé cómo, pero por fin me adormecí.

Siempre he tenido el sueño bueno y fuerte, semejante a un apetito que halla su alimento y se sacia sin esfuerzos ni interrupciones. Así, la mañana siguiente al despertarme, casi me sorprendió encontrarme en la habitación de Zelinda, tendida en aquel lecho, en medio de un rayo de sol que pasaba a través de las varas de la persiana y se extendía sobre la almohada y la pared. Aún no me daba cuenta de lo que sucedía cuando oí sonar el teléfono en el pasillo. Contestó la voz de Zelinda, oí mi nombre y después ella llamó a mi puerta. Salté de la cama y, en camisa como estaba, corrí descalza a la puerta.