El pasillo estaba vacío y el auricular del teléfono posado sobre la ménsula. Zelinda había vuelto a la cocina. En el teléfono oí la voz de mi madre, que preguntaba:
—¿Eres tú, Adriana? —Sí.
—Pero ¿por qué te fuiste? Aquí han ocurrido unas cosas… Por lo menos podías avisarme… ¡Qué susto!
—Sí, lo sé todo —dije apresuradamente—. Es inútil hablar de eso ahora.
—Estaba preocupadísima por ti —prosiguió—. Además, está aquí el señor Diodati.
—¿El señor Diodati?
—Sí, ha venido esta mañana muy temprano… y quiere verte a toda costa… Dice que te espera aquí.
—Dile que voy en seguida, que dentro de un minuto estoy ahí.
Colgué el auricular, corrí a la habitación y me vestí a toda prisa. No esperaba que Mino fuera puesto en libertad tan pronto y me sentía menos feliz que si hubiera esperado un día o una semana entera su libertad. Desconfiaba de una libertad tan repentina y no podía menos que experimentar una vaga aprensión. Todo hecho tiene un significado y el de aquella salida de la cárcel tan prematura me resultaba incomprensible. Pero me tranquilicé pensando que, al fin y al cabo, podía ser que Astarita hubiera logrado ponerlo en libertad lo antes posible, como me había prometido. Por otra parte, estaba impaciente por volver a verlo y esa impaciencia seguía siendo un sentimiento feliz, aunque ligeramente angustioso.
Acabé de vestirme, puse en el bolso, para no mortificar a Zelinda, los cigarrillos, los caramelos y dulces que la noche anterior no había tocado y fui a la cocina a saludar a mi amiga.
—Ahora estás contenta, ¿eh? —dijo—. ¿Se te ha pasado el mal humor?
—Estaba cansada… Bien, hasta la vista.
—Bien, bien… ¿Crees que no he oído al teléfono…? Vaya, el señor Diodati… Pero espera, toma una taza de café.
Seguía hablando cuando yo estaba ya fuera del piso.
En el taxi, acurrucada al borde del asiento, con las manos en el bolso, me mantuve dispuesta a bajar apenas el coche se detuviera. Temía encontrar gente ante la puerta de mi casa, a causa de los disparos de Sonzogno. Me pregunté incluso si me convendría volver a casa. Sonzogno podía presentarse en cualquier momento y cumplir su venganza, pero me di cuenta de que no me importaba nada. Si Sonzogno quería vengarse, que se vengara. Lo que yo deseaba era ver otra vez a Mino y estaba decidida a no esconderme de nuevo por cosas que no había hecho.
En casa no encontré a nadie en el portal ni en la escalera. Entré con ímpetu en la sala y vi a mi madre que cosía a máquina, sentada junto a la ventana. El sol entraba ampliamente por los sucios cristales y el gato de casa, sentado en la mesa, se lamía las patas traseras. Mi madre dejó de coser inmediatamente y me dijo:
—Ah, por fin estás aquí… Por lo menos podías decirme que ibas a la Policía…
—¡Qué Policía! ¿Qué estás diciendo?
—Me hubiera ido contigo, aunque sólo fuera para evitarme el susto.
—Pero yo no salía a llamar a la Policía —exclamé irritada—. No hice más que marcharme… Los policías debían buscar a algún tipo que debía de tener algo en su conciencia.
—Ni siquiera a mí quieres decírmelo —repuso con una mirada de maternal reproche.
—Pero ¿qué tengo que decirte?
—No temas que vaya a contarlo por ahí, pero no querrás hacerme creer que saliste así, por nada… En realidad, los policías vinieron a los pocos minutos de irte tú.
—Pero si no es verdad, yo…
—Bueno… Hiciste bien, pues hay una gentuza por ahí… ¿Sabes qué dijo uno de los guardias? Pues que la cara de aquel hombre no le era desconocida.
Comprendí que no había manera de convencerla. Mi madre pensaba que yo había salido para denunciar a Sonzogno y no había nada que hacer.
—Está bien, está bien —interrumpí bruscamente—. Y el herido, ¿cómo se lo llevaron?
—¿Qué herido?
—Me dijeron que había un moribundo.
—Pues te informaron mal… A uno de los agentes le rozó una bala el brazo y yo misma le vendé la herida. Pero se fue por sus propios medios… Si hubieras oído qué ruido, qué disparos, toda la casa parecía que iba a saltar… Después me interrogaron y les dije que yo no sabía nada.
—¿Dónde está el señor Diodati?
—En tu cuarto.
Me había entretenido un poco con mi madre, sobre todo porque sentía cierta aprensión ante la idea de ir a ver a Mino, como si presintiera alguna mala noticia. Salí de la sala y fui a mi cuarto. Estaba en la oscuridad más completa, pero, antes de que llevara la mano al interruptor, oí la voz de Mino que me decía en la sombra:
—Por favor, no enciendas la luz.
Me sorprendió el tono singular de su voz, realmente poco alegre. Cerré la puerta, me acerqué tanteando al lecho y me senté en el borde. Me di cuenta de que Mino estaba tendido y ocupaba mi parte.
—¿No te encuentras bien? —le pregunté.
—Estoy perfectamente.
—Cansado, ¿verdad?
—No, no estoy cansado.
Yo había esperado un encuentro distinto. Pero realmente es verdad que la alegría es inseparable de la luz. Me parecía que en aquella oscuridad mis ojos no brillaban, mi voz no podía manifestarse en jubilosas exclamaciones, mis manos no alcanzaban a reconocer sus rasgos. Esperé un largo rato, y entonces, inclinándome sobre él, le pregunté:
—¿Qué quieres hacer? ¿Quieres dormir?
—No.
—¿Quieres que me vaya?
—No.
—¿Quieres que me quede contigo?
—Sí.
—¿Quieres que me eche en la cama?
—Sí.
—¿Quieres que hagamos el amor? —le pregunté como al azar.
—Sí.
Esta respuesta me sorprendió, porque, como ya he dicho, nunca estaba dispuesto a amarme. De pronto me sentí turbada y añadí con voz acariciante:
—¿Te gusta hacer el amor conmigo?
—Sí.
—¿Te gustará siempre de ahora en adelante?
—Sí.
—¿Y estaremos siempre juntos?
—Sí.
—Pero ¿no quieres que encienda la luz?
—No.
Empecé a desnudarme con la sensación embriagadora de una victoria completa. Creía que la noche pasada en la cárcel le habría revelado inesperadamente que me amaba y que me necesitaba. Como se verá a continuación, me equivocaba. Y aunque estaba en lo cierto al pensar que había una relación entre su arresto y esa entrega repentina, no comprendía que un cambio así de actitud no tenía nada que pudiera lisonjearme o alegrarme. Por otra parte, me sería difícil tener semejante clarividencia en aquel momento. Mi cuerpo, como un caballo sofrenado durante demasiado tiempo, me empujaba impetuosamente hacia él y estaba impaciente por hacerle aquella ardiente y gozosa «cogida que, poco antes, la oscuridad y su actitud me habían impedido.
Pero cuando me acerqué a él y me incliné sobre la cama para tenderme a su lado, sentí de pronto que me rodeaba las rodillas con los brazos y me mordía con fuerza en el costado izquierdo. Sentí un dolor agudo y al mismo tiempo la sensación precisa de no sé qué desesperación expresada en aquel mordisco, como si no fuéramos dos amantes dispuestos a amarse, sino dos condenados a los que el odio, la furia y la tristeza empujaban al fondo de un infierno de nuevo género, a morderse recíprocamente. El mordisco me pareció larguísimo, como si realmente quisiera arrancarme con los dientes un pedazo de carne. Finalmente, aunque casi me gustaba que me mordiera y, a pesar del poco amor que sentía, deseaba que siguiera haciéndolo, no pude soportar más el dolor y lo rechacé con voz quebrada y baja: