—¿Qué estás haciendo? Me haces daño.
Así, casi de repente, concluyó aquel ilusorio sentimiento mío de victoria. Y durante todo el tiempo que nos amamos no volvimos a decir una palabra, pero por su actitud adiviné vagamente el verdadero sentido de su abandono, que más tarde él mismo me aclararía con todo detalle. Comprendí que hasta entonces no le había interesado tanto yo como una parte de su propio ser inclinada a desearme y que ahora, en cambio, por algún motivo personal, dejaba que aquella parte, hasta entonces combatida, se desahogara plenamente, esto era todo. Yo no tenía nada que ver en ello, y del mismo modo que no me había amado antes, tampoco me amaba ahora. Yo o cualquier otra, era lo mismo para él, y, como antes, yo no era más que un medio del que se servía para castigarse o para premiarse. No pensaba tanto estas cosas, mientras yacíamos juntos en la oscuridad, como las sentía en mi sangre y en mi carne, de la misma manera que tiempo atrás había sentido que Sonzogno era un monstruo, aunque todavía no supiera nada de su delito. Pero lo amaba, y mi amor era más fuerte que esta conciencia.
Con todo, me sorprendió la violencia y la insaciabilidad que ponía en su deseo en otro tiempo tan avaro. Yo había pensado siempre que se moderaba, entre otras razones, por motivos de salud, ya que era de naturaleza delicada. Por eso, cuando vi que comenzaba por tercera vez inmediatamente después de haber recibido el placer de mí, no pude por menos de susurrarle:
—Por mí, puedes seguir cuanto quieras, pero ten cuidado que no te haga daño.
Me pareció oírle reír y su voz murmuró a mi oído:
—Ahora ya nada puede hacerme daño.
Aquel «ahora» me produjo una sensación fúnebre y el placer que sentía entre sus brazos quedó casi destruido y esperé con impaciencia el momento en que podría hablar con él y sabría, por fin, qué había ocurrido. Después del amor, pareció amodorrarse, pero tal vez no dormía. Esperé un tiempo razonable y después, con un esfuerzo que me hizo latir aceleradamente el corazón, le pregunté en voz baja:
—Y ahora me dirás qué ha pasado.
—No ha pasado nada.
—Sin embargo, algo tiene que haber ocurrido.
Calló un momento, y después, como hablando consigo mismo, dijo:
—Al fin y al cabo, creo que también tú debes saberlo… Pues bien, ha sucedido esto: desde las once de la noche del día de ayer yo soy exactamente un traidor.
Experimenté al oír estas palabras una horrible sensación de frío, no tanto por las palabras en sí mismas como por la voz con que las había pronunciado. Balbucí:
—¿Un traidor? ¿Por qué?
Con aquel tono suyo, frío y lúgubremente burlón, contestó:
—El señor Mino era conocido entre sus compañeros de fe política por la intransigencia de sus opiniones y la violencia de sus resentimientos… Al señor Mino lo consideraban incluso como un futuro jefe, y el señor Mino estaba tan seguro de que en cualquier circunstancia habría sabido hacer honor a su propia fama que deseaba ser arrestado y puesto a prueba… Sí, porque el señor Mino pensaba que el arresto, la cárcel y los otros sufrimientos son necesarios en la vida de un hombre político, como en la de un hombre de mar lo son los largos viajes, los huracanes y los naufragios… Pero al primer golpe de mar el marino se ha mareado como la última de las mujercitas, y el señor Mino, apenas se ha visto ante un policía cualquiera, sin esperar a que se le amenazara o se le torturara, ha desembuchado todo lo que sabía… En fin, ha traicionado. El señor Mino ha dejado desde ayer la carrera política y ha entrado en otra que podríamos llamar delataría…
—Has tenido miedo —exclamé.
Contestó inmediatamente, con calma:
—No, quizá ni siquiera he tenido miedo… Sólo que me ha sucedido lo que me sucedió aquella noche contigo, cuando querías que te explicara mis ideas… De pronto, no me ha importado nada, y el policía que me interrogaba casi se me ha hecho simpático… A él le urgía saber ciertas cosas, y a mí, en aquel momento, no me interesaba ocultárselas y se las he dicho así, simplemente… O mejor dicho, no tan simplemente, sino con solicitud, con prisa, casi diría con celo… Un poco más y casi era él quien tenía que moderar mi entusiasmo.
Pensé en Astarita y me pareció extraño que hubiera sido simpático a Mino:
—Pero ¿quién te ha interrogado?
—No lo conozco… Un hombre joven, de cara amarilla, calvo, con los ojos negros, muy bien vestido… debía de ser un funcionario superior.
—¡Y te ha resultado simpático! —exclamé al reconocer por esta descripción a Astarita.
Se echó a reír en la oscuridad, junto a mi oído.
—Poco a poco… No él personalmente, sino su función…
Cuando se renuncia y no se sabe ser lo que se debiera ser, aparece lo que uno es… ¿Acaso no soy el hijo de un rico propietario?
Y aquel hombre, en su función, ¿no estaba defendiendo mis propios intereses? Hemos reconocido que somos de la misma raza, solidarios en la misma causa… ¿Qué crees? ¿Que iba a experimentar simpatía por él, personalmente? No, sentía simpatía por su función… Me he dado cuenta de que era yo quien le pagaba, yo a quien él defendía, yo quien estaba tras él como amo, aunque estaba ante él como acusado.
Reía o, mejor dicho, tosía una risa que me arañaba horriblemente el oído. Yo no entendía nada, sino que había sucedido algo muy triste y que toda mi vida estaba otra vez en tela de juicio. Al cabo de un rato, añadió:
—Pero tal vez estoy calumniándome y simplemente he hablado porque no me importaba no hablar, porque de pronto todo me ha parecido absurdo y sin importancia y ya no he comprendido nada de las cosas en las cuales hubiera debido creer.
—¿No has comprendido nada? —repetí maquinalmente.
—Sí, o mejor dicho, he comprendido solamente, como comprendería aún, las palabras, pero no los hechos que esas palabras indicaban… Ahora bien, ¿cómo es posible sufrir por unas palabras? Las palabras son sonidos y hubiera sido como si me dejara encarcelar por el rebuzno de un asno o el chirrido de una rueda… Las palabras ya no tenían ningún valor para mí. Me parecían todas absurdas e iguales. Él quería palabras y yo le he dado todas las que ha querido.
—Entonces —objeté —, si no eran más que palabras, ¿qué te importa?
—Sí, pero por desgracia, apenas fueron pronunciadas, estas palabras dejaron de ser únicamente palabras y se han convertido en hechos.
—¿Por qué?
—Porque he empezado a sufrir, porque me he arrepentido de haberlas dicho, porque he comprendido, he sentido que al decir tales palabras me había convertido en eso que suele llamarse traidor…
—Pero ¿por qué las has dicho, entonces?
—¿Por qué se habla en sueños? —repuso lentamente—. Quizá dormía, pero ahora me he despertado.
Así, dando vueltas y más vueltas, volvíamos siempre al mismo punto. Sentí un dolor terrible en el corazón y dije con esfuerzo:
—Tal vez te equivocas… Crees haber dicho quién sabe qué cosas y después resultará que no has dicho nada.
—No, no me equivoco —replicó brevemente.
Callé un rato. Después pregunté:
—¿Y tus amigos?
—¿Qué amigos?
—Tullio y Tommaso.
—No sé nada —contestó con una especie de ostentosa indiferencia—. Los detendrán.
—No, no los detendrán —exclamé.
Pensaba que Astarita no habría aprovechado el momento de debilidad de Mino. Pero por primera vez, con la idea del arresto de los dos amigos, comencé a ver clara la gravedad de todo aquel asunto.
—¿Por qué no van a detenerlos? —dijo Mino—. Di sus nombres… No hay motivo para que no los detengan.
—¡Oh, Mino! —exclamé angustiada, sin poder evitarlo—. ¿Por qué has hecho esto?