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Finalmente me reanimé y sorbí el café que me habían puesto en la mesita. A decir verdad, no era la primera vez que en los últimos tiempos había sentido aquel malestar, pero siempre muy ligero, apenas notable. No había los mismos sucesos insólitos y angustiosos de aquellos días que me habían impedido pensar en esto. Pero ahora, reflexionando y poniendo este malestar en relación con una irregularidad significativa de mi vida física ocurrida precisamente aquel mes, me convencí de que ciertas sospechas mías de los últimos tiempos, siempre rechazadas a las zonas más oscuras de mi conciencia, respondían ahora a la realidad.

—No hay duda —me dije de pronto—. Voy a tener un hijo.

Pagué el café y salí del local. Lo que experimentaba era muy complicado y todavía hoy, a tanta distancia de tiempo, me resulta difícil decirlo. He observado ya que las desgracias no vienen solas, y aquella novedad, que en otros tiempos y en otras condiciones me hubiera producido una gran alegría, ahora se me presentaba como una desdicha. Por otra parte, estoy hecha de una manera que un movimiento irresistible y misterioso del alma me lleva siempre a descubrir un aspecto amable incluso en las cosas más desagradables. Esta vez no era difícil encontrar tal aspecto, pues era la sensación que llena de esperanza y satisfacción el corazón de todas las mujeres cuando saben que están encintas. Era verdad que este hijo nacería en las condiciones menos favorables que pudieran darse, pero era mi hijo y era yo quien iba a parirlo y a criarlo y quien iba a gozar de él. Pensé que un hijo es un hijo y que no hay pobreza ni circunstancias terribles ni porvenir oscuro que puedan impedir a una mujer, por desdichada y sola que esté, alegrarse ante el pensamiento de traerlo al mundo.

Estas reflexiones me calmaron, de modo que, después de un instante de aprensión y de descorazonamiento, me sentí otra vez tranquila y confiada como siempre. El médico joven que me había visitado tanto tiempo antes, cuando mi madre me arrastró a la farmacia para saber si había hecho el amor con Gino, tenía su despacho poco más allá de la lechería. Decidí ir a que me viera. Era pronto, nadie esperaba en la antesala y el médico, que me conocía muy bien, me acogió con cordialidad. Apenas hubo cerrado la puerta, le anuncié tranquilamente:

—Doctor, estoy segura de que me encuentro encinta.

Se echó a reír, porque conocía mi oficio, y me preguntó:

—¿Te disgusta?

—No, no me disgusta. Al contrario, estoy contenta.

—Veamos.

Después de haberme hecho alguna pregunta sobre mi malestar, me hizo tender sobre la tela encerada de la camilla, me examinó y dijo alegremente:

—Esta vez, sí.

Me satisfizo recibir la confirmación de mis sospechas sin sombra de disgusto, con ánimo tranquilo.

—Ya lo sabía —dije—. He venido más que nada para estar segura.

—Puedes estar segurísima.

Se frotaba las manos con satisfacción, como si el padre fuera él, y se balanceaba sobre sus pies, alegre y lleno de simpatía por mí. Me atormentaba una duda y hubiera querido resolverla. Pregunté:

—¿Cuánto tiempo?

—Bueno… Casi dos meses, poco más o menos… ¿Por qué? ¿Quieres saber quién ha sido?

—Ya lo sé. Fui a la puerta.

—Si necesitas algo, ven a mí —me dijo abriendo la puerta—, y cuando llegue el momento, procuraremos que el niño nazca en las mejores condiciones.

Igual que el comisario, este médico sentía por mí una inclinación muy fuerte. Pero a diferencia del comisario, él me gustaba. Era, como ya lo describí otra vez, un guapo mozo, muy moreno, sano y vigoroso, con un bigote negro, unos ojos brillantes y unos dientes blancos, vivaz y alegre como un perro de caza. Yo iba a menudo a él para que me visitara, al menos una vez cada quince días, y dos o tres veces, por gratitud, porque nunca me cobraba un céntimo, había consentido en hacer el amor con él en aquella misma camilla de tela encerada en la que poco antes me había tendido. Pero era discreto y, salvo alguna broma afectuosa, nunca me imponía sus deseos. Me daba consejos, y creo que a su manera estaba un poco enamorado de mí.

Había dicho al médico que ya sabía quién era el padre de aquel hijo. En realidad, en aquel momento, más que nada tenía la sospecha, casi más por instinto que por cálculo material. Pero ya en la calle, contando los días y examinando mis recuerdos, la sospecha se convirtió en certeza. Recordé la mezcla de atracción y terror que casi dos meses antes me había arrancado en la oscuridad de mi cuarto el largo grito lamentoso de agonía y de placer, y tuve la certeza de que el padre no podía ser otro que Sonzogno. Desde luego, era horrible saber que se tenía un hijo de un asesino insensible y monstruoso como Sonzogno, sobre todo porque era de temer que este hijo pudiera parecerse a su padre y repetir sus caracteres.

Por otra parte, no podía por menos de encontrar cierta justicia en esta paternidad. Ente tantos hombres como me habían amado, Sonzogno era el único que me había poseído en realidad más allá de todo sentimiento de amor, en el rincón más secreto y oscuro de mi carne. Y el hecho de que sintiera espanto y horror por él y que, a pesar mío, me hubiera sentido empujada a entregarme a aquel hombre, confirmaba la profundidad y la solidez de la posesión. Ni Gino, ni Astarita, ni siquiera Mino, por el cual sentía una pasión de un género del todo diferente, había despertado en mí una sensación de posesión tan legítima, aunque tan odiada.

Todo ello me parecía extraño y al mismo tiempo espantoso, pero era lo mismo porque los sentimientos son lo único que no puede rechazarse, ni desmentirse, ni, en cierto sentido, analizarse. Acabé por llegar a la conclusión de que el amor requiere una clase de hombres y la procreación otra, y que si era justo que tuviera un hijo de Sonzogno, no era menos justo que lo detestara y huyera de él, y en cambio amara, como en realidad lo amaba, a Mino.

Subí lentamente la escalera de mi casa, pensando en el peso de vida que llevaba en mi vientre. Cuando estuve en el recibidor, oí que alguien hablaba en la sala. Me asomé y vi con sorpresa a Mino sentado al extremo de la mesa y conversando tranquilamente con mi madre, que se había sentado junto a él y cosía. Sólo estaba encendida la lámpara central, una luz de contrapeso, y gran parte de la estancia estaba en sombras.

—Buenas tardes —dije blandamente.

—Buenas tardes, buenas tardes —contestó Mino con voz desagradable y vacilante.

Lo miré a la cara, vi que tenía los ojos brillantes y me convencí de que estaba borracho. En el extremo de la mesa había un mantel y cubiertos para dos, y sabiendo que mi madre comía siempre a solas en la cocina, comprendí que aquel otro cubierto era para Mino.

—Buenas tardes —repitió—. He traído las maletas… Están ahí…

Acabo de hacerme amigo de tu madre… ¿Verdad, señora, que nos entendemos de maravilla?

Sentí una especie de desmayo al escuchar aquella voz sarcástica y lúgubremente jocosa. Me dejé caer sentada sobre una silla y por un momento cerré los ojos. Oí que mi madre decía:

—Usted dice que nos entendemos, pero si le oigo hablar mal de Adriana no nos entenderemos nunca.

—Pero ¿qué he dicho? —exclamó Mino con una voz llena de fingida sorpresa—. Que Adriana ha sido hecha para la vida que hace, que Adriana se encuentra en la vida como el pez en el agua… ¿Qué mal hay en ello?

—Pues no es verdad —rebatió mi madre—. Adriana no ha sido hecha para la vida que hace. Con su belleza merecía más, mucho más… ¿Sabe usted que Adriana es una de las muchachas más bellas del barrio, por no decir de toda Roma? Yo veo cómo muchas otras, bastante más feas, se abren camino… Y en cambio, Adriana, bella como una reina, no consigue nada. Y bien sé yo por qué.

—¿Por qué?

—Porque es demasiado buena, eso es, porque es guapa y buena… Si fuera guapa y mala, ya vería usted como las cosas iban de otro modo.