Pero al mismo tiempo recordaba que habiendo perdido de niña no sé qué objeto al que tenía gran afición, me puse a llorar desconsoladamente y mi madre, para consolarme, se había sentado en mi cama, poniéndose a cantar las poquísimas cosas que sabía. Cantaba mal, con una voz desentonada y, sin embargo, al principio me distrajo y hasta la escuché como Mino me escuchaba ahora. Pero después la idea de que había perdido aquel objeto comenzó a deslizar amargura en el licor del olvido y por último lo había envenenado todo, haciéndolo incluso intolerable. Así, pues, recuerdo haber estallado de nuevo en llanto y mi madre, perdida la paciencia, apagó la luz y se fue dejándome en la oscuridad llorando a mi gusto. Y ahora estaba segura de que, pasada la engañosa dulzura de mi canto, Mino volvería a sentirla misma pena, aún más fuerte y más hiriente por el contraste con la superficialidad y el sentimiento de mis canciones. Llevaba cantando casi una hora cuando él me interrumpió:
—¡Basta! Tus canciones me aburren.
Y dicho esto se acurrucó como para dormir volviéndose de espaldas.
Yo había previsto aquel gesto y no me dolió demasiado. Por otra parte, ya no esperaba más que cosas desagradables y lo contrario me hubiera asombrado. Me levanté y fui a colocar en su sitio la ropa remendada. Después, sin hablar, me desnudé y me tendí en la parte del lecho que Mino dejaba libre. Estuvimos así un buen rato, espalda contra espalda, en silencio. Yo sabía que él no dormía y que seguía pensando en lo mismo, y esta convicción, unida al agudo sentimiento de mi impotencia, provocaba en mi mente un torbellino de pensamientos confusos y desesperados. Estaba replegada sobre un costado y, sin dejar de pensar, miraba fijamente un rincón del cuarto. Veía una de las dos maletas que Mino había traído de la pensión de la viuda Medolaghi, una vieja maleta de cuero amarillo llena de etiquetas variopintas de hoteles. Entre otras había una con un rectángulo de mar azul, una gran roca roja y la inscripción: Capri. En aquella penumbra, entre los muebles de mi cuarto, opacos y mortecinos, aquella mancha azul me parecía luminosa, casi más que una mancha, un orificio por el que yo veía un fragmento de aquel mar lejano. Repentinamente sentí una gran nostalgia del mar, tan alegre y tan vivo, en el que todo objeto, aun el más corrompido y deforme, se purifica, se aligera, se redondea y se hace sutil hasta llegar a ser bello y claro. Siempre me ha gustado el mar, aunque sea el mar doméstico y lleno de gente de Ostia, y a la vista del mar experimento una sensación de libertad que, más que los ojos, me embriaga los oídos, como si en sus olas viajaran continuamente las notas de una música prodigiosa y moderada. Empecé a pensar en el mar con un agudo deseo de sus olas transparentes que, además del cuerpo, parecen lavar también el alma, que, en contacto con el líquido, se hace ligera y llena de gozo. Me dije que si pudiera llevar a Mino al mar, tal vez aquella inmensidad, el movimiento perpetuo, el continuo rumor, surtirían el efecto que mi amor por sí solo no bastaba a provocar. De pronto le pregunté:
—¿Has estado en Capri?
—Sí —contestó sin volverse.
—¿Es bonito?
—Sí, muy bonito.
—Oye —dije volviéndome y rodeando su cuello con un brazo—, ¿Por qué no vamos a Capri, o a cualquier otro sitio en el mar? Mientras sigas en Roma no harás más que dar vueltas a las mismas ¡deas desagradables… Si cambias de sitio y de aire, estoy convencida de que lo verás todo de otro modo. Muchas cosas que ahora no ves, se te presentarían entonces más claras… Estoy segura de que te haría mucho bien.
No me contestó en seguida y pareció reflexionar:
—No necesito ir al mar. También aquí podría, como tú dices, ver las cosas de otro modo… Bastaría aceptar, según tu consejo, ID que he hecho e inmediatamente gozaría del cielo, de la tierra, de ti, de todo… ¿Crees que no sé que el mundo es hermoso?
—Pues entonces, acepta —dije con ansiedad—. ¿Qué te importa?
Él se echó a reír.
—Había que pensarlo antes… Hacer como tú, aceptar desde el principio… Hasta los mendigos que se calientan al sol en los peldaños de la iglesia aceptaron desde el principio… Para mí es demasiado tarde.
—Pero ¿por qué?
—Hay quienes aceptan y quienes no aceptan, y yo, evidentemente, pertenezco a la segunda clase.
Callé, sin saber qué decir. Mino añadió al cabo de un rato:
—Ahora, apaga la luz. Me desnudaré a oscuras… Creo que es hora de dormir.
Obedecí y él se desnudó en la oscuridad y se metió en la cama a mi lado. Me volví hacia él y quise abrazarlo, pero me rechazó sin decir una palabra y se acercó al borde volviéndome la espalda. Este gesto me llenó de amargura y me encogí a mi vez, con el ánimo entristecido, esperando el sueño. Volví a pensar en el mar y me acometió un gran deseo de morir ahogada. Pensé que sufriría sólo un instante y mi cuerpo inánime flotaría mucho tiempo de ola en ola, bajo el cielo. Las gaviotas me picotearían y los peces me morderían la espalda. Por último me hundiría, tirada por la cabeza hacia alguna corriente azul y fría que me llevaría al fondo del mar viajando durante meses y años por entre las rocas submarinas, los peces y las algas. Mucha agua límpida y salada pasaría sobre mi frente, mi pecho, mi vientre y mis piernas, llevándose lentísimamente mi carne, haciéndome cada vez más ingrávida y sutil. Y por último, una ola cualquiera, cualquier día, me arrojaría con ruido en una playa cualquiera, reducida ya a unos huesos blancos y frágiles. Me gustaba la idea de ser arrastrada al fondo del mar por los cabellos y me complacía la idea de quedar reducida a unos huesos sin forma humana, entre las piedras limpias de un guijarral. Y tal vez alguien, sin darse cuenta, caminaría sobre mis huesos reduciéndolos a un polvo blanco. Y con estos pensamientos tristes y voluptuosos finalmente me dormí.
CAPÍTULO XI
El día siguiente, por más que me hiciera la ilusión de que el sueño y el descanso habrían modificado los sentimientos de Mino, me di cuenta en seguida de que nada había cambiado. Incluso creí notar un decidido empeoramiento. Como el día anterior, pasaba de silencios largos, lúgubres y obstinados, a una locuacidad sarcástica y desmedida acerca de cosas indiferentes, aunque en ella, como en ciertos papeles con filigrana, podía adivinarse en transparencia el mismo pensamiento dominante. El empeoramiento consistía, según creí observar, en una especie de voluntad de inercia, de apatía, de abandono, que en él, siempre activo y enérgico, era una cosa nueva y parecía denotar un alejamiento progresivo de cuanto había hecho hasta entonces. Le abrí las maletas y ordené en mi armario sus vestidos y las demás cosas. Pero cuando se trató de los libros de estudio y le propuse ponerlos provisionalmente sobre el mármol de la cómoda a lo largo del espejo, contestó:
—Déjalos en la maleta… Al fin y al cabo, ya no voy a necesitarlos.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Acaso no tienes que sacar el título?
—Ya no sacaré ningún título.
—¿No quieres estudiar más?
—No.
No insistí por miedo a que hablara del asunto que lo angustiaba y dejé los libros en la maleta. También noté que no se lavaba ni se afeitaba. Siempre había sido muy limpio y cuidadoso, pero se pasó aquel segundo día en mi cuarto, echado en la cama, fumando, o caminando de un lado para otro, con aire pensativo y las manos en los bolsillos. En la comida no habló con mi madre, como me había prometido. Al anochecer, dijo que iría a cenar fuera y salió solo, sin que yo me atreviera a proponerle salir con él. No sé adonde fue. Yo estaba a punto de acostarme cuando volvió y en seguida noté que había bebido. Me abrazó con gestos desmesurados y burlescos y quiso poseerme y yo tuve que aceptar, aunque me daba cuenta de que para él hacer el amor era como beber, una cosa desagradable hecha por fuerza con el único fin de cansarse y aturdirse. Se lo dije y añadí: