—Sería lo mismo que fueras con cualquier otra mujer.
Él se echó a reír y dijo:
—Es verdad, pero a ti te tengo más a mano.
Me sentí ofendida por estas palabras, y más que ofendida, dolorida por el poco o ningún afecto que dejaban adivinar.
Después, de repente, tuve una especie de inspiración y, volviéndome hacia él, le dije:
—Mira, ya sé que no soy más que una pobre muchacha cualquiera, pero intenta amarme… Te lo pido por tu bien… Si lograras amarme, estoy segura de que acabarías amándote a ti mismo.
Me miró y repitió con voz fuerte y burlona:
—Amor, amor.
Y apagó la luz dejándome en la oscuridad con los ojos abiertos, amargada, perpleja, sin saber qué pensar.
Los días siguientes no aportaron ningún cambio y las cosas siguieron del mismo modo. Mino parecía haber adoptado nuevas costumbres en vez de las antiguas y esto era todo. Antes estudiaba, iba a la Universidad, se reunía con los amigos en el café y leía. Ahora fumaba tendido en el lecho, paseaba por la habitación, me hacía los habituales discursos extraños y alusivos, se emborrachaba y hacía el amor. El cuarto día empecé a sentirme realmente desesperada. Me daba cuenta de que su dolor no disminuía y me parecía imposible seguir viviendo en el dolor. Mi cuarto, continuamente lleno de humo de los cigarrillos, parecía una fábrica de dolor que trabajaba noche y día sin un momento de descanso y el mismo aire que respiraba se había convertido para mí en una densa gelatina de tristes y obsesionantes pensamientos.
En aquellos momentos maldije más de una vez mi poquedad y mi ignorancia y el tener una madre que aún era más ignorante que yo. En las dificultades graves, el primer impulso es ir a una persona de más edad y más experta a pedir consejo. Pero yo no conocía a nadie que tuviera esas cualidades y pedir ayuda a mi madre hubiera sido como pedirla a uno de los niños que jugaban en el patio de casa. Por otra parte, no lograba penetrar en lo más hondo de su dolor, se me escapaban muchos detalles, pero poco a poco fui convenciéndome de que se atormentaba sobre todo por la idea de que todo lo que había dicho a Astarita había quedado escrito en los papeles de la Policía y se conservaba en los archivos, como perpetuo testimonio de su debilidad. Ciertas frases suyas me confirmaron en esta convicción. Así, pues, una de aquellas tardes le dije:
—Si te disgusta que hayan escrito cuanto dijiste a Astarita, él hace cualquier cosa por mí… Estoy segura de que, si se lo pido, hará desaparecer tu interrogatorio.
Me miró y preguntó con un tono singular:
—¿Qué te hace pensar eso?
—Tú mismo lo dijiste el otro día… Yo te dije que debías intentar olvidar y me contestaste que aunque tú olvidaras, la Policía no olvidaría.
—¿Y cómo harías para pedírselo?
—Es muy sencillo… Lo llamo por teléfono y voy al Ministerio.
Él no dijo ni sí, ni no. Yo insistí:
—¿Quieres que se lo pida?
—Por mí puedes hacerlo.
Salimos juntos y fuimos a telefonear. Pronto di con Astarita y le dije que tenía que hablar con él. Le pregunté si podía ir al Ministerio. Pero él, con un acento particular aunque balbuciente, replicó:
—O en tu casa o nada.
Comprendía que deseaba ser pagado por el favor que iba a pedirle y traté de evitarlo.
—En un café —propuse.
—O en tu casa o nada.
—Bien —dije entonces— en mi casa.
Y añadí que lo esperaba aquel mismo día, al anochecer.
—Sé lo que quiere —dije a Mino mientras volvíamos a casa—. Quiere hacer el amor conmigo, pero nadie ha podido obligar a una mujer a hacer el amor contra su deseo… Una vez me hizo pagar un rescate, cuando yo era aún una inexperta, pero ya no me lo hará más.
—Pero ¿por qué no quieres hacer el amor con él? —preguntó Mino distraídamente.
—Porque te amo a ti.
—Puede ser —dijo como al azar—, pero si no haces el amor con él, se negará a destruir los interrogatorios y entonces…
—Los destruirá, no lo dudes.
—Pero ¿y si no quisiera más que con esa condición?
Estábamos en la escalera. Me detuve y dije:
—Entonces haré lo que tú quieras.
Mino me cogió entonces por la cintura y dijo lentamente:
—Pues bien, lo que yo quiero es que hagas venir a Astarita y con el pretexto del amor lo lleves a tu cuarto… Yo lo esperaré detrás de la puerta y cuando entre lo mataré de un disparo… Después, lo meteremos debajo de la cama y el amor lo haremos nosotros durante toda la noche.
Por primera vez le brillaban los ojos, libres de la niebla opaca que se los había oscurecido durante todos aquellos días. Me asusté, porque me daba cuenta de que había una lógica en su propuesta y porque ya me esperaba desgracias cada vez mayores y más definitivas y aquel delito tenía todo el aspecto de poder ocurrir.
—Misericordia, Mino —exclamé—. No lo digas ni en broma.
—Ni en broma —repitió—. Es verdad, estaba bromeando.
Pensé que, al fin y al cabo, a lo mejor no había bromeado, pero me tranquilizó el pensamiento de que el revólver con el que hubiera podido actuar estaba descargado sin que él lo supiera.
—Cálmate —continué—. Astarita hará lo que yo quiera. Pero no vuelvas a hablar de ese modo, pues me has asustado.
—Ahora ya no vamos a poder ni bromear —dijo frívolamente mientras entrábamos en casa.
Cuando estuvimos en la sala noté que una repentina vacilación se había adueñado de él. Empezó a pasear de un lado para otro, con las manos en los bolsillos, como de costumbre. Pero con un movimiento diferente, más enérgico del habitual, y con una expresión en el semblante que parecía delatar una profunda y lúcida reflexión y no el acostumbrado disgusto o la apatía de siempre. Atribuí el cambio a la tranquilidad de saber que, sin duda muy pronto, los documentos comprometedores habrían sido destruidos y acogiendo una vez más la esperanza en el corazón, dije:
—Ya verás cómo todo sale bien.
Él se estremeció profundamente, me miró como si no me reconociera y repitió de un modo maquinaclass="underline"
—Ya verás cómo todo sale bien.
Yo había enviado fuera de casa a mi madre con el pretexto de las compras para la cena. De pronto me sentí optimista. Pensé que realmente todo iría bien y quizá mucho mejor de lo que esperaba. Astarita haría lo que yo le pidiera, si no lo había hecho ya, y día a día Mino se alejaría de sus remordimientos, recobraría el gusto de vivir y empezaría a mirar de nuevo con confianza el futuro. Es un rasgo común a todos los hombres conformarse con sobrevivir en el tiempo de la desventura, pero cuando parece que el viento cambia, empiezan a tramar planes más lejanos y ambiciosos. Dos días antes me parecía que hubiera sido capaz de alejarme de Mino con tal de saber que era feliz, pero ahora que me hacía la ilusión de poder devolverle esa felicidad, no sólo no pensaba más en dejarlo, sino que estudiaba el modo de unirlo más a mí. Me impulsaba a maquinar estos planes no un cálculo de la inteligencia, sino un impulso oscuro de mi alma que siempre quiere esperar y no soporta mucho tiempo la mortificación y el dolor.