Me pareció que, tal como estaban las cosas, no había para nosotros más que dos soluciones: o nos separábamos o nos ligábamos para toda la vida, y como no quería siquiera pensar en la primera alternativa, se me ocurrió preguntarme si no habría algún medio de precipitar la segunda. No me gusta mentir y creo que puedo contar entre mis escasas cualidades con una sinceridad a veces incluso excesiva. Si entonces mentí a Mino, se debe al hecho de que en aquel momento no me pareció mentir, sino, por el contrario, decir la verdad. Una verdad más verdadera que la verdad misma, una verdad según el alma y no de acuerdo con los hechos materiales. Por lo demás, no pensé nada; fue, a lo sumo, una especie de inspiración.
Mino estaba paseando como de costumbre de un lado para otro y yo estaba sentada a la cabecera de la mesa. De pronto le dije:
—Oye… Párate… Tengo que decirte una cosa.
—¿Qué?
—Hace tiempo que no me sentía bien… Días pasados fui al médico… Estoy encinta.
Se detuvo, me miró y repitió:
—¿Encinta?
—Sí… y estoy absolutamente segura de que has sido tú.
Mino era inteligente y aunque no pudiera intuir que yo estaba mintiendo, comprendió en seguida y perfectamente el objeto de mi anuncio. Cogió una silla, se sentó a mi lado, me acarició afectuosamente la cara y dijo:
—Supongo que ésta debería ser una razón más, la razón por excelencia, para hacerme olvidar lo sucedido y seguir adelante, ¿no es así?
—¿Qué quieres decir? —pregunté fingiendo no entenderlo.
—Voy a convertirme en padre de familia —prosiguió—. Lo que no quería hacer por amor a ti, tendré que hacerlo, como decís las mujeres, por esa criatura.
—Haz lo que quieras —dije encogiéndome de hombros—. Te lo he dicho porque es verdad, y nada más.
—Un hijo, al fin y al cabo —prosiguió con su tono reflexivo, como pensando en voz alta—, puede ser una razón de vida.
Muchos, casi todos, no piden más. Un hijo es una buena justificación. Hasta se puede robar y matar por un hijo.
—Pero ¿quién te pide que robes ni que mates? —interrumpí, indignada—. Solamente te pido que estés contento… Si no lo estás, paciencia.
Me miró y volvió a acariciarme la mejilla con afecto:
—Si tú estás contenta, yo también lo estoy. ¿Estás contenta tú?
—Yo sí —repuse con firmeza y orgullo—. En primer lugar porque los niños me gustan y después porque lo tengo de ti.
Se echó a reír y dijo:
—Eres astuta tú…
—¿Por qué soy astuta? ¿Qué astucia hay en estar encinta?
—Ninguna… Pero tienes que reconocer que en este momento, en estas circunstancias, es un bonito golpe… Estoy encinta y por lo tanto…
—¿Por lo tanto…?
—Por lo tanto tienes que aceptar lo que has hecho —gritó de pronto con una voz muy fuerte poniéndose de pie y agitando los brazos—. ¡Tienes que vivir, vivir, vivir!
No es posible describir el tono de su voz. Experimenté una opresión atroz en el corazón y los ojos se me llenaron de lágrimas. Balbucí:
—Haz lo que quieras… Si quieres dejarme, déjame… Yo me iré de aquí.
Pareció arrepentirse de su brusquedad, se acercó a mí y me acarició otra vez diciendo:
—Perdóname… No hagas caso de lo que digo… Piensa en tu hijo y no te preocupes de mí.
Le cogí una mano y me la pasé por la cara bañándola con mis lágrimas y balbuciendo:
—Oh, Mino, ¿cómo puedo no preocuparme de ti?
Así permanecimos un rato en silencio. Él estaba de pie a mi lado, yo me apretaba su mano en la cara, la besaba y lloraba. Entonces oímos sonar el timbre de la puerta.
Mino se apartó de mí y me pareció que se ponía muy pálido, pero de momento no supe explicarme el motivo ni me preocupé de preguntárselo. Me levanté diciéndole:
—Vete… Aquí está Astarita… Pronto, sal.
Salió por la cocina, dejando la puerta entreabierta. Me enjugué apresuradamente los ojos, volví a poner en su sitio las sillas y fui al recibidor. Me sentía otra vez perfectamente tranquila y segura de mí misma, y en la oscuridad del recibidor llegué a pensar que podía decir a Astarita que me hallaba encinta. Así me dejaría en paz y si no quería hacerme por amor el favor que le pedía, lo haría por piedad.
Abrí la puerta y di un paso atrás. En vez de Astarita, en el umbral estaba Sonzogno.
Llevaba las manos en los bolsillos y al gesto, casi instintivo, que hice de intentar cerrar la puerta, él se opuso abriéndola del todo con un ligero empujón y entró. Yo lo seguí hasta la sala. Se situó junto a la mesa, en la parte que daba a la ventana. Como de costumbre, iba sin sombrero, y apenas entré, sentí sobre mí aquellos ojos fijos y obstinados. Cerré la puerta y pregunté, fingiendo indiferencia:
—¿Por qué has venido?
—Tú me has denunciado, ¿eh?
Me encogí de hombros y me senté al extremo de la mesa diciendo:
—Yo no te he denunciado.
—Te fuiste y bajaste a llamar a la Policía.
Me sentía tranquila. Si en aquel momento sentía algo, más bien era un movimiento de ira que de temor. Él no me imponía ningún temor. Por el contrario, me inspiraba una enorme cólera, lo mismo que todos los que, como él, me impedían ser feliz. Dije:
—Te dejé y me fui a la calle porque amo a otro y no quiero tener nada que ver contigo, pero no llamé a la Policía… Yo no soy una delatora… Los agentes vinieron por su cuenta… Buscaban a otro.
Se acercó a mí, me cogió la cara entre dos dedos a la altura de las mejillas, y me la apretó con una fuerza terrible obligándome a abrir la boca y al mismo tiempo acercándosela a él.
—Da gracias a tu Dios por ser una mujer —dijo.
Seguía atenazándome el rostro, obligándome con dolor a hacer una mueca que debía de ser horrible y ridícula. Sentí un tremendo furor y de un salto me puse de pie, rechazándolo y gritando:
—¡Vete, imbécil!
Volvió a meterse las manos en los bolsillos y se acercó más mirándome con su habitual fijeza en los ojos. Volví a gritar:
—¡Eres un imbécil, con tus músculos, con tus ojitos azules y con tu cabeza rapada! ¡Vete, quítate de delante, cretino!
Pensé que era verdaderamente un imbécil al ver que no decía nada, con una ligera sonrisa en los labios sutiles y torcidos, las manos en los bolsillos, acercándose y mirándome fijamente. Corrí al otro extremo de la mesa, cogí una plancha de las más pesadas que usan las modistas, y grité:
—¡Vete, cretino, o te doy con esto en el hocico!
Vaciló un momento, deteniéndose. En el mismo instante, la puerta de la sala se abrió a mis espaldas y Astarita apareció en el umbral. Evidentemente, había encontrado abierta la puerta del piso y había entrado. Me volví hacia él y grité:
—Di a este individuo que se vaya… No sé qué quiere de mí… ¡Dile que se vaya!
No sé por qué, experimenté un gran placer al observar la elegancia del traje de Astarita. Llevaba un abrigo que parecía nuevo, cruzado por delante, gris. La camisa parecía de seda, con rayas rojas sobre fondo blanco. Una bella corbata gris plateada y con rayas de través, se introducía entre las solapas de su traje azul turquí. Me miró a mí, que todavía blandía la plancha, miró después a Sonzogno, y dijo con una voz tranquila:
—La señorita te dice que te vayas. Bueno, ¿qué esperas?
—La señorita y yo —replicó Sonzogno en voz muy baja— tenemos que hablar de algo… Será mejor que se vaya usted.
Al entrar, Astarita se había quitado el sombrero, un fieltro negro de bordes orlados de seda. Sin prisa lo dejó sobre la mesa y después fue hacia Sonzogno. Me asombró su actitud. Los ojos, habitualmente melancólicos y negros, parecían haberse iluminado con un centelleo combativo y la boca, grande, se estiraba y encogía en una risa de complacencia y desafío. Enseñando los dientes y martilleando las sílabas: