Se palpaba el estómago y se pellizcaba los rebordes de grasa que le asomaban por todo el circuito del cinto.
– Le invito a un “planter.s punch” para celebrar el encuentro.
El camarero no tuvo más remedio que salir de su huelga o de su letargo ante el griterío de rodeo que le envió el americano entre las risitas de cortés timidez violada que dejaba escapar la pecosa. El camarero estaba ofendido por la manera de ser convocado y porque no sabía qué era un “planter.s punch”. Se levantó el de Seattle, le tomó por un brazo a pesar del rechazo del mozo y se lo llevó hacia los adentros del hotel. La pecosa había llevado la risa hasta los extremos del éxtasis y daba golpes con el puñito cerrado en el pecho de Ginés para trasmitirle su desternillamiento.
– Lo que no consiga Micky no lo consigue nadie.
Había lucerío de alcoholes en los ojos cálidos de la mujer.
– ¿Viaja solo o acompañado?
– Solo.
– ¿Negocios?
– No.
– Turismo.
– Tampoco, simplemente viajo.
– ¡Simplemente viajo! -repitió la mujer imitando el tono de voz de Ginés y se echó a reír, poniendo una mano sobre el brazo del hombre, instándole a la complicidad-. ¡Ya está aquí mi Robert Redford!
Robert Redford llegaba con una coctelera en las manos y la agitaba mientras avanzaba al son de una rumba que sólo él escuchaba.
Un elixir color ámbar anaranjado quedó propuesto en vasos altos.
– Lo va a probar según la fórmula de Micky. Ron de Jamaica, limón, naranja, soda, azúcar.
Ginés no tenía estómago para tanto líquido, pero se lo bebió lentamente porque en el fondo agradecía el espectáculo gratuito que le ofrecía la pareja.
– Hay que marcharse de esta isla, aunque sea por un día. Me han dicho que en Tobago hace mejor tiempo y está a media hora de vuelo en fokker.
Nos subimos al fokker, volamos a ras de selva y rata ta ta ta ta, ametrallamos a todos los monos. Micky y Gladys se van mañana mismo a pasar todo el día en Tobago y usted queda invitado.
Rechazó Ginés el ofrecimiento con un gesto, pero la actitud del americano no admitía rechaces. Cuchicheó algo al oído de su compañera y se echaron a reír para quedar luego los dos contemplando a su nuevo amigo con una expresión de felicidad algo estúpida. Pretextó Micky un afán olvidado y quedaron a solas la mujer y Ginés. La conversación no era el fuerte ni de la mujer ni del marino, y el barman no volvía. La cabeza de Gladys se inclinó hacia la de él.
– No volverá. Nos ha dejado solos.
– ¿Por qué?
– Tenía sus planes. Al marcharse me ha dicho: Gladys, te dejo en buenas manos. ¿Estoy en buenas manos?
Ginés imaginó lo que podían hacer sus manos en aquel cuerpo largo, desgarbado, prometedor de esquinas inciertas y sobre todo prometedor el rostro de inocente buscona pecosa. Le enseñó las manos a Gladys.
Éstas son mis manos. No tengo otras.
Gladys acercó los labios y le besó las palmas. Dejó los labios pegados a la piel del hombre y los abrió para dejar paso a una lengua fuerte y rasposa que lamió con ansiedad la noche que Ginés mantenía en las manos.
Luego alzó la cabeza.
– Necesito un hombre y una cama.
Ginés se encontró a sí mismo siguiéndola con una nerviosa ansiedad de primera vez, y cuando entraron en la habitación no la reconoció como suya hasta que Gladys le cubrió la maleta abierta con la ropa que se iba quitando para quedar largamente desnuda, como una zanahoria húmeda sobre la cama. Y de la mujer salió una mano que abrió la bragueta del hombre paralizado, le tomó el pene en cuarto creciente y se lo llevó a los labios como si fuera un hot dog con la mejor mostaza de este mundo.
– ¡Huy! ¡Qué rico!
Se lo metió en una boca de serpiente pitón muerta de hambre.
– No te preocupes. Es la bebida.
Gladys le besó en la mejilla y le forzó con las dos manos a que su cara se enfrentara a la suya. El comportamiento de los homínidos femeninos respondía a pautas universales. Después del acto amoroso fallido, el homínido femenino caucasiano suele coger la cara de su insuficiente pareja, mirarla de hito en hito con una ternura cultural y ofrecerle la generosidad de la comprensión.
– Voy a ver qué hace Micky y volveré más tarde.
– ¿Micky sabía que estabas conmigo?
– Sí. Él se ha ido con dos negras que ha contratado en un bar de por ahí, del Central Market. Cerca del Central Market. Sólo se le levanta con las negras y a pares. Lo ha descubierto aquí, en Trinidad. Yo no soy su mujer. Trabajo en su bar.
Se vestía mientras hablaba. Abrió la puerta y penetró en la estancia la luz del pasillo. A contraluz, Gladys agitó un dedo como una regañina que Ginés notó directamente dirigida a su pene.
– No te muevas de ahí que Gladys no tardará en volver.
La marcha de la mujer hizo que se sintiera a gusto cobijado en aquel refugio recuperado para él solo. Se adormiló y le despertó horas después la evidencia de una presencia junto a la cama. Gladys volvía a estar allí y se estaba desnudando de pie junto a la maleta pertinazmente abierta. Oía ahora el ruido liviano de las ropas al caer unas sobre otras. La mujer se inclinó hacia la lamparilla de la cabecera de la cama y la iluminó.
– ¿Estás despierto?
Se estaba soltando la breve colita que campaneaba sobre su nuca y en sus labios se movía la lengua y la promesa de un trabajo ahora perfecto.
– ¿Estás cansado? Ese cerdo de Micky aún no ha vuelto. Deja hacer a Gladys. Gladys consigue resucitar a los muertos.
Y empezó una ceremonia de posesión a la luz de una lamparilla de blonda plisada que otorgaba a Gladys contornos brujeriles en su posición de buscadora del sexo del hombre y de introductora del animal en la boca, donde lo paseó en todas direcciones, como si le impidiera huir de aquella cárcel húmeda. Con la cabeza realzada por la doble almohada, Ginés veía cómo su pene trataba de salir de aquella cueva, cómo la punta pugnaba por romper la malla de la mejilla izquierda o de la mejilla derecha de la mujer, para finalmente ser engullido hacia las profundidades de la garganta, estar a punto de escabullirse como un émbolo mojado, para ser de nuevo succionado por los labios implacables.
Pudo extrañar aquel objeto como si no fuera suyo, como si una extraña anestesia local le separara de aquel músculo muerto que la mujer trataba de resucitar. Aplicada como una escolar concentrada, la silenciosa Gladys repasaba sus apuntes mentales sobre sexualidad y consideró en un momento dado que la excitación oral había terminado, porque dejó escapar el que parecía apetitoso bocado, para arrodillarse ante el hombre yaciente, adelantar las rodillas y buscar asiento para sus posaderas sobre las entrepiernas de su pareja. Metió una mano hacia las oscuridades del contacto, empuñó el pene con delicadeza y pese a su relativa flaccidez se lo fue metiendo en la vagina con cuidado y asepsia de supositorio. Subió y bajó para comprobar que el pene estaba en condiciones de idas y venidas y puso las palmas de las manos abiertas sobre el pecho moreno del hombre. Alzó la cabeza hacia el cenit del techo e inició los movimientos de subidas y bajadas, lenta, pausadamente, para forzar el ritmo poco a poco, acompañándose de jadeos y expresiones entrecortadas que iban del mi vida al querido pasando por el fóllame que a Ginés le recordaban la jerga profesional de todos los “meublès” portuarios. La excitación progresiva de Gladys provocaba la frigidez no menos progresiva del hombre, hasta el punto de que su extremidad a prueba perdió la consistencia mínima para seguir recibiendo aquel tratamiento de arriba abajo.
Tardó o fingió tardar Gladys en darse cuenta de que había perdido contacto físico con el placer y finalmente se dio por aludida porque bajó la cabeza, con los ojos cerrados y una expresión reconcentrada, la expresión del que busca el hilo perdido de una conversación o de un recuerdo. Se animó a sí misma con una sonrisa, aún con los ojos cerrados, y finalmente los abrió para contemplar risueña a su pareja.
– Niño. Niño mío. ¿Es que no te gusto?
Se dejó caer de pronto con precisión de ensamblaje lunar y su boca buscó la de Ginés para cebarse con ella entre brutales mordiscos y acariciadores dientes, nacidos para el desgarro o el roce en un juego alternativo. Las voces de estímulo erótico obedecían a un ritmo paralelo al de las caricias, pero de vez en cuando la mujer se apartaba para estudiar el proceso anímico de su pareja y el crecimiento o no crecimiento del ingrediente fundamental. Se dejó caer a su lado y pegó el lenguaje al oído del hombre.
– ¿Qué te gusta? Dime qué te gusta y Gladys te lo hará. Gladys lleva quince días a dos velas, niño mío.
Dime. ¿Te gusta que te peguen? ¿Te gusta pegar a ti?
Las negativas silenciosas de Ginés no la desanimaron. Volvió a la posición a cuatro patas, esta vez con el culo encarado a los ojos de Ginés y lo removió como si fuera un dulce que quería y no quería ser comido.
– ¿Has visto bien mi conejito, niño mío? Es un conejito suave. Todo para ti. Todo para mi niño.
Apartó Ginés la cara y buscó en una esquina de la habitación una fuente de inspiración, un estímulo cultural de simple educación, de estricta necesidad de quedar bien, y se levantó como una bestia de lascivia que se animaba a sí misma con respiraciones ansiosas, mientras las manos se convertían en bocas que amasaban las carnes de la mujer. Así, así, gritaba con alborotado placer la pelirroja y ofrecía su cuerpo al encuentro de las frotaciones ciegas del hombre, que en su voluntad de no ver lo que no quería, a veces se equivocaba de envite y caía al vacío del colchón donde la mujer le buscaba implacable para que no cejara en su resurrección.
Provocó efecto el ritual, porque Ginés se creyó en condiciones de montar sobre el otro cuerpo, y así lo hizo con brusquedades de conquistador que fueron recibidas con entusiasmo.
Hasta logró meterse donde tanto le llamaban e iniciar una galopada que de pronto se quedó en simple caída sobre un caballo que poco a loco fue asumiendo la miseria del caballero. Allí permaneció Ginés, fríamente lúcido de la inevitabilidad de su derrota, como si estuviera contemplándose el colgajo vencido, que avergonzado buscaba el escondite entre los pliegues de su propia piel. La mujer ya no jadeaba, respiraba y era una respiración que pronto evolucionó del cansancio a la protesta.
– ¿Ya está? ¿Eso es todo, niño mío?
– No es mi día.
– Lo mío es peor. No es mi año.