– Imagínese usted…
Tourón hablaba, pero en realidad se comentaba algo así mismo.
– Imagínese usted…
– ¿Qué?
Tourón le miraba ahora como si valorase a priori su capacidad de comprensión o como si estuviera fascinado ante las dimensiones de lo que estaba imaginando.
– Imagínese usted que tiran una bomba atómica.
– ¿Dónde?
– Por aquí. Un día u otro la van a tirar. Esto está que hierve. He hecho mis cálculos y en el caso de que la bomba caiga a menos de dos millas del buque no queda de nosotros ni para los peces. Entre las dos y las cuatro millas nos dejan malparados y ya veríamos. No olvide lo que le digo, ya se lo he advertido a Germán y se lo comunico a usted porque si a mí y a Germán nos pasa algo usted es el llamado a responsabilizarse del barco, no lo olvide. En el caso de que la bomba caiga a una distancia no catastrófica en sí misma, desde luego, pero suficiente para que la radiación térmica provoque una onda de aire y una enorme ola, hay que poner la popa al Punto Cero, en dirección al punto donde se produce la explosión. Una bomba de cien kilotones provoca una primera ola que a los doce segundos tiene 53 metros de altura y ha llegado a seiscientos metros del Punto Cero, y después de esta primera ola vienen otras cada vez más pequeñas, pero cuidado, porque vete a saber cómo ha quedado el barco después de la primera. A los dos minutos y medio de la explosión la altura media de las olas es de seis metros. No lo olvide, Larios, en cuanto se enteren del bombazo, la popa hacia la explosión y a verlas venir.
En el alto de Almansa se abrieron las puertas del viento y en el descenso hacia Albacete y La Mancha, ante el coche de Carvalho se cruzaron secas zarzas desesperadas y al capricho del vendaval. De cinc invernal los cielos y la tierra prometían frío y necesidades de calor, intimidad, sueño, vino espeso. Todo el paisaje parecía resignado a esperar el milagro de la aún lejana primavera y rechazaba la mirada del forastero en busca de un rasgo de ternura de la naturaleza.
Desnudos los escasos árboles, ateridos los matorrales, de piel de gallina la tierra entre el ocre y el gris, tejados pardos, muros blancos agrisados por la luz de invierno y así un pasillo largo de horizontes iguales a sí mismos hasta llegar a la promesa de Albacete, a la mismísima Albacete prematuramente atardecida por el cielo encapotado. El Bristol Gran Hotel tenía una habitación para él y el incentivo del restaurante regentado por su dueño, El Rincón de Ortega, laboratorio de la nueva cocina manchega según había oído en cierta ocasión por la radio, qué radio no importaba.
En la recepción, un cliente con aspecto de viajante retiraba con precipitación las entradas para un partido de fútbol. Era domingo. Domingo en Albacete, se avisó a sí mismo cuando se hizo cargo de las cuatro paredes de una habitación individual con ventana que daba a un patio interior y una almohada que daba a un techo. Y en el techo los ojos de Carvalho se empaparon de depresión y de ganas de salir corriendo a cualquier parte.
– ¿Quién juega?
El desconcierto del recepcionista duró unos segundos, antes de hacer una silenciosa indagación dentro de sí mismo y deducir que jugaban el Albacete y el Jerez.
– Se me han acabado las entradas.
Pero si se da prisa en el campo le venderán.
Siguió las indicaciones del recepcionista, calle Marqués de Molins arriba, y en el parque de los Mártires pilló la rezagada retaguardia apresurada de la hinchada albaceteña.
Iban abrigados como samoyedos y se lo merecía la tarde. Parecían los únicos supervivientes de la ciudad dividida entre el televisor estufa y el partido de fútbol de segunda B, segundo grupo. Fueran las dimensiones del terreno de juego o la inmediatez de las gradas, Carvalho tuvo la impresión de volver a ser protagonista de un partido de fútbol de su infancia, aquellos partidos de fútbol de treinta contra treinta, una pelota de papel de periódico y cordel o de goma reventada por zapatos de posguerra con puntera reforzada con chapa. De segunda división para abajo los jugadores van más por la pelota, dedujo esta verdad objetiva de la cantidad de piernas que se afanaban por darle al bichito que rodaba de aquí para allá, como tratando de escapar de aquella jauría de músculos. Se oía el ruido de las pisadas de los jugadores, de las patadas contra el cuero de la pelota y contra las piernas ajenas, el resoplar de los extremos corredores y las imprecaciones ante la brutalidad o el fracaso.
Hasta se oyó un: “Me cago en tus muertos”, que Carvalho no supo atribuir, aunque le pareció que surgía de las filas del Jerez. La tribuna principal se dividía en dos zonas, la más céntrica, semiocupada por el patriciado de la ciudad, desganado y poco entusiasmado por el espectáculo, y la restante, donde se amontonaba la hinchada mesocrática, solidez de origen agrario en los cuerpos y la muy loada contención manchega en las actitudes. De los rótulos publicitarios que bordeaban el terreno de juego a Carvalho se le impuso el mensaje que emitía: Informática Albacete. Sin duda ya habría calculadores en disposición de dar la proporción exacta de leches para que los quesos manchegos salieran redondos.
– Mansilla no tiene su día.
La voz había salido de detrás de una bufanda y el propietario se frotaba las manos y pateaba el suelo de cemento de la grada como si esperara una respuesta de calor desde las profundidades de la tierra.
– No. No tiene su día.
– Y cuando quiere puede.
– Es posible.
Pitó el árbitro el final de la primera parte y Carvalho se salió de la tribuna y del campo enfrentándose a las proximidades de un paisaje urbano aristado por los fríos penumbrosos de un poniente encapotado. La ciudad parecía deshabitada, el viento movía toldos y carteles rasgados, pero era impotente ante la parálisis de los árboles cadaverizados, esqueleturas erizadas. Una ciudad como recién hecha y de las destrucciones se salvaban edificios de un modernismo tardío y prosopopéyico, con el prestado encanto de lo obsoleto abandonado a su tozudez de supervivencia. Un modernismo gris de ciudad seria, alterado en las policromías de un edificio militar al lado del cual se había construido un conato de rascacielos manchego al servicio de una Caja de Ahorros valenciana. Todo el mundo es Disneylandia o Disneylandia es ya todo el mundo. “Preferimos el balazo marxista al abrazo derechista”, había escrito algún joven pesimista en una fachada triste. Cuchillerías. Club Cinegético. Casino Primitivo. “Villancicos 83, XVI Concurso, Caja de Ahorros de Albacete.” Y en una misma fachada, de norte a sur: “Preparaciones militares.” “Oposiciones ministeriales.” Radio Cadena Española. RTVE. Castañas asadas en el fogón callejero de una pequeña locomotora esquinada junto a un bello edificio clásico florido, abandonado, mellado, amortajado por la piedad de viejos y nuevos carteles de cine. En la retina de la memoria los tics de la ciudad hacia el territorio literario de don Quijote: Aldonza Bar, Pastelería Dulcinea y en el descenso hacia el hotel Albacete Religioso: libros de folklore y de Editorial Planeta, santos universales de escayola, guitarras, guitarricos, laúdes, vidas de santos y beatas y casi puerta con puerta una propuesta: “Pregunte sobre la perforación de orejas y pendientes completamente antialérgicos.” El establecimiento presumía de utilizar el sistema Stesi-Quik: “Completamente esterilizado, rápido y seguro.” Carvalho se preguntaba sobre la extensión del movimiento punk en Albacete hasta que llegó a la conclusión de que la propuesta de perforación de orejas iba dirigida sobre todo a las de momento invisibles mujeres de Albacete. Rebasó la puerta del hotel evitando la tentación del calor de la habitación y la somnolencia desprendida del techo, atravesó la en otro tiempo plaza del Caudillo en busca de la catedral anunciada, al paso de los primeros paseantes del atardecer o de los regueros de jóvenes que entraban o salían de los cines dispuestos a vivir intensamente lo que les quedaba del imposible octavo día de la semana.
Comprobó con sus propios ojos que el establecimiento Informática Albacete existía y desembocó en el arranque de una alameda, presidido por un probable monumento al molino siamés, porque consistía en dos molinillos unidos para siempre, recordatorio exacto del papel de las redundancias en la construcción de la memoria. Había vida en los bares, clientes peatonales con palabras y tacos de queso en la boca, tecno rock en el “juke box” y una respuesta para Carvalho cuando preguntó por el resultado del Albacete-Jerez:
– Tres a uno.
Había ganado el Albacete una vez demostrada su superioridad en el centro del campo.
– El Jerez no tenía centro del campo -opinó un contertulio y nadie le dijo lo contrario, tal vez atareados todos en la contemplación del forastero que trataba de pegar hebra y había pedido vino de Estola al barman demostrando un conocimiento poco habitual sobre los vinos manchegos.
– Soy forastero y he llegado hoy mismo. No hay mucha gente por la calle los domingos.
– Es temprano aún y hace frío.
Métase usted por las calles peatonales… Mayor… Concepción… o por Marqués de Molins dentro de media hora y no podrá dar un paso.
– Trato de localizar al señor Rodríguez de Montiel. Tengo una dirección antigua, pero al parecer ya no vive allí. ¿Le conocen?
– Hay muchos Rodríguez de Montiel. Es una familia muy conocida por aquí.
Eran treintañeros algo fondones que distanciaban con la mirada a Carvalho, como pesándolo en la balanza de lo conveniente o lo inconveniente.
– Luis Rodríguez de Montiel.
Intercambiaron entre ellos miradas e información. Sí, hombre, el de los de Bonillo, el de la mujer… y al decir la palabra mujer todos supieron lo que querían decir y volvieron a observar a Carvalho por si estaba en antecedentes.
– Exactamente. El que tuvo aquella desgracia con su mujer.
– Desde entonces no se le ha visto mucho por aquí. ¿Tú le has visto?
No. No le ha visto.
– Y si no le ha visto éste… Trabaja en el Banco Central y los Rodríguez de Montiel están muy metidos en eso.
– Muy metidos. ¡Metidísimos! como que don Luis era o es incluso consejero.
– ¿Y no va por el Banco?
– Hace meses que no le veo. Se dice que está delicado de salud. Pero vaya usted a saber, porque ése vivía más en Madrid que en Albacete, como todos ellos, para ser sinceros.
– ¿Quiénes son ellos?
– ¿Quiénes van a ser ellos? La gente de pasta. Medio año en Madrid viviendo a todo tren y medio año en Albacete a parar la mano de lo que producen las tierras o a pegar cuatro tiros por los cotos o a irse de putas por las afueras.
– Que se te ve el plumero.
– ¿Qué plumero? ¿Es que no es verdad todo lo que digo? Y como ahora tienen la sensación de que la ciudad está ocupada por los rojos porque han ganado los socialistas pues aún se les ve menos.