– Es su problema.
Y la mujer se quedó sin saber si era un problema de la policía o suyo.
– ¿Tiene alguna foto reciente de ella?
– De hace tres o cuatro años.
Por fin Encarnación Abellán adquiría el rostro de su muerte. La adolescente de “La niña de Puerto Rico” había dejado crecer sus facciones y había acabado su cuerpo en los límites de una presencia agresiva, imposible no mirar la belleza madura y airada de mujer que seguía estando sin estar en aquella fotografía sin sonrisa.
Oyó voces familiares que hablaban sobre su fiebre, y entre ellas la del capitán, partidario del frenol y mucho calor.
– Que lo sude, que lo sude.
Y más allá de los ojos abiertos, Germán o Basora o Martín y, en ocasiones, Tourón contemplándole desde su estatura de capitán con conocimientos médicos.
– Está usted en buenas manos. Es un enfriamiento de caballo. Se sale del Trópico en mangas de camisa y luego viene lo que viene.
Le dolían las junturas del cuerpo y estaba a gusto arrebujado por las sábanas.
– Caldos, muchas naranjas, pescado a la plancha -ordenaba Tourón al camarero que tomaba apuntes.
– Y pensar poco -añadía el capitán.
– No le vicien la atmósfera.
Los tres oficiales jugaban a las cartas junto a su camastro y el capitán les arrojaba del tugurio como si fueran tres tahúres.
– Le estamos haciendo compañía.
– No fumen y mantengan la puerta abierta. Se ven volar los virus.
Sólo faltaría ahora que todos la pilláramos.
– No se preocupe, capitán, haremos calceta un rato y cantaremos villancicos. Yo le he prometido un jersey a mi novia.
El capitán pasó por encima de la ironía de Basora y luego aprovechaba la soledad del enfermo para introducirse en la estancia y examinarle sin decir nada, reprimido por los ojos que Ginés apretaba para no propiciar la conversación.
– ¿Duerme? ¿Está dormido, Larios?
Siempre duerme.
Por la ranura de los párpados, Ginés veía cómo se le acercaba aquel rostro blanco, aquellas lentes sólidas como de cuarzo al fondo de las cuales aparecían los ojos sumergidos. A partir del tercer día fue imposible fingir, y el capitán se pasaba los ratos muertos sentado a su lado, las piernas encabalgadas, los brazos cruzados sobre el respaldo de la silla, la mirada divagante o pendiente de un punto concreto del camarote que le hipnotizaba.
– Tiene mejor color.
– Es posible.
– El color de la cara es un síntoma de la salud. Un organismo que funciona bien se expresa a través de la tonalidad de la piel y especialmente de la piel de la cara. En las personas morenas, como usted, se nota menos, pero en las blancas la comprobación es exacta, de manual. Ha sido una gripe, creo, y usted ha hecho todo lo demás. Tenía el cuerpo en malas condiciones. No le sentaron bien las vacaciones en Trinidad.
– Por lo visto.
Le había pedido a Germán que no le dejara a solas con el capitán y el compañero hacía lo imposible para estar atento a las idas y venidas de Tourón por el barco, no fuera a infiltrarse en el camarote de Ginés.
Las entradas de Germán ponían nervioso a Tourón, que no tardaba en marcharse o trataba de enviar a Germán a cumplir funciones que ya estaban cumplidas.
– Es como una clueca. Le gusta sentirse necesario, y en cuanto puede exhibir sus conocimientos de medicina se corre. Pero para recetar frenol y zumo de naranja no hace falta ni ser veterinario.
Al cuarto día Ginés subió a cubierta porque hacía sol y encontró a los marineros en el lance de tender un pasamanos especial de proa a popa.
– ¿Qué están haciendo?
– Es en tu honor. Tourón lo ha ordenado. Para que no te caigas.
– ¿No lo dirás en serio?
– Totalmente en serio. El mar ni se mueve. Viento fuerza tres, marejadilla. El pasamanos es para ti, todo para ti. A esto se le llama amor. Te lleva como una reina.
El cuerpo se le había quedado especialmente sensible al sol y al viento y notaba que le inoculaban nuevos ánimos, ganas de moverse y de relacionarse con los demás. La travesía estaba en el momento dulce, al decir de Basora, ese momento en que queda más camino por detrás que por delante y la promesa del puerto de llegada despierta los apetitos. Además hacía un día espléndido y los inocentes cúmulos indicadores del buen tiempo pasaban como borregos tímidos, sobrecogidos por la soledad del arco del cielo sobre la laguna atlántica. Se sintió aquella tarde a gusto escuchando el programa de Radio Nacional de España “Directo-Directo” y luego se trasladó al salón del vídeo adonde Martín había preparado el pase de “Lo que el viento se llevó”.
– ¡Qué guapa era esta tía, la Vivien Leigh! ¡En cambio la Olivia de Havilland no valía ni un pimiento!
– Aún vive.
– Pues imagínate cómo estará ahora.
A mí nunca me había gustado Olivia de Havilland, era como una niña o como una madre. Te la encuentras en una isla desierta, en pelota, y no te la tiras porque te da un respeto, una cosa, no sé.
– En una isla desierta te tiras hasta a la Thatcher.
– Pues no está tan mal la Thatcher para sus años.
– Hace falta ser de derechas para decir que la Thatcher tiene un polvo.
– Yo no he dicho que la Thatcher tenga un polvo. He dicho que no está mal para sus años, y la pones en pelotas en un centro de camioneros jubilados y me la hacen madre.
– Salvaje.
– Pero qué morbo tiene esta mala puta, la Vivien, que me voy a hacer yo una paja esta noche en su honor.
– Bestia.
A Martín le gustaba que le insultaran, que le trataran como una bestia de lascivia.
– Esta noche me la como yo a ésta.
– Será guarro.
– Le echo un bote de leche condensada por encima y me la lamo de arriba a abajo. Rinconcito por rinconcito.
– ¡Calla ya, hombre, que parece como si no hubieses follado desde los tiempos del cuplé!
Ginés se durmió en el instante en que Leslie Howard, el frío Ashley Wilkes, vuelve a casa herido de un balazo, fingiéndose borracho, como Clark Gable, Ret Butler en la película. Le despertaron para que se fuera a su camarote y se dejó caer en el camastro cansado por su primer día de convalecencia activa. Concilió el sueño y creía estar en la habitación inmensa de un hospital blanco, hasta el punto de que apenas se veía el relieve de los cuerpos en movimiento, salvo el de Tourón, que se le acercaba y le acariciaba los cabellos: pobrecito, pobrecito, Larios, duerme, siempre duerme. Le despertó una mano más contundente que la del capitán soñado. Era Basora cuchicheante.
– ¿Te ves con ánimo de levantarte?
– ¿Qué pasa?
– La ocasión esperada. El capitán está cantando y Germán ha dejado la puerta sin cerrar. Nosotros vamos a ver qué pasa. ¿Tienes fuerzas para venir? Tal vez pasen muchos días hasta que se repita una situación como ésta.
– Voy.
– Abrígate.
Basora deshizo la cama y le echó una manta por encima. Siguió Ginés a su compañero por un recorrido a media luz que les llevó a las puertas del camarote del capitán, donde ya permanecían agazapados Martín y Germán.
Basora cogió el canto de la puerta con la yema de los dedos y la fue abriendo con lentitud enervante hasta conseguir una ranura suficiente para que Martín y él pudieran contemplar lo que estaba ocurriendo dentro. Basora retiró la cabeza en seguida, Martín permaneció algún tiempo más.
La puerta entreabierta permitía oír con mayor claridad la canción del capitán.
“Quien te puso Salvaora qué poco te conosía.
Que el que de ti se enamora se pierde pa toa la vía”.
Germán y Ginés ocuparon las posiciones cedidas por los otros dos conspiradores, y ante ellos apareció una perspectiva rectangular en la que se veía extrañamente entera la figura de lo que quedaba del capitán. Traje de lamé largo y escotado, guantes hasta los codos, peluca platino, una flor de trapo en el vértice del escote, ojeras pintadas, labios sangrantes, brazos serpénticos agitando los efluvios emocionales de la canción y el humo de un cigarrillo dorado entre los dedos de la mano izquierda.
“Ere tan bonita como el firmamento; lástima que tenga malo centimiento…”
Y el capitán aparecía y desaparecía en sus idas y venidas por un escenario delimitado por luces de varietés que él sólo veía. En su cara se habían dibujado rasgos canallas de puta en desguace y por un corte de la falda asomaba una pierna vieja, musculada, llena de vello, apoyada en el mundo a través de un rojo zapatito de charol.
Germán se apartó, cogió a Ginés por los hombros y le apartó también a él con una cierta firmeza. Los cuatro se metieron en el camarote de Basora y buscaron las cuatro esquinas de la estancia para no mirarse, ni hablarse, como si tuvieran que pedirse perdón los unos a los otros por algo que habían hecho y que les avergonzaba.
– Mierda -dijo Basora.
– Pobre hombre -comentó Germán.
Ginés simplemente tenía miedo, un miedo inexplicable, como si se hubiera metido en una casa desconocida y todas las puertas hubieran quedado cerradas a su espalda.
– Así que lo que vio el “Cojoncitos”, el fogonero, no era ninguna chaladura. Este tío tuvo las agallas de pasearse por cubierta vestido de tía.
– Un capitán de barco que se viste de tía puede pasearse por cubierta si le da la gana. Por algo es el capitán. Y otro día se saca el carnet de baile y te pide una polka.
Martín reía como un histérico ante la broma de Basora, pero, en los demás, pesaba más el sentimiento de disgusto y del no saber a qué atenerse.
– Y mañana qué. Mañana cuando empiece a dar órdenes, o en el comedor, ¿qué?, ¿le seguiremos viendo como el capitán o como la “Niña de la Venta”?
Escupía Martín por la nariz la risa que no podía sacar por la boca y esta vez arrastró a Basora y luego a Germán. Ginés sostenía una media sonrisa indeterminada, mientras los demás se aguantaban el pecho o el vientre o la meada, porque la carcajada era ya una asfixia histérica que les revolcaba por la cama o les hacía caer al suelo en busca de los rincones del camarote.
– ¿Sabéis qué le diré mañana cuando le vea? -preguntó Martín con lágrimas en los ojos.
Germán y Basora también lloraban, pero se aguantaron las lágrimas y la risa porque sabían que Martín iba a echar más leña a la hoguera de su hilaridad.
– ¡A sus órdenes, tía buena!
Y el capitán oyó las carcajadas desde su camarote convertido en camerino.
Al día siguiente, Ginés dijo estar totalmente recuperado y convenció a Germán de que le dejara hacer sus tareas habituales. Le horrorizaba la perspectiva de quedarse en la encerrona del camarote, entregado a las entradas libres de Tourón y a la necesidad de tratarle como si nada hubiera pasado. Merodeó por los rincones del buque menos propicios a la visita del capitán e incluso bajó a la sala de máquinas, donde fue recibido con sorpresa por los maquinistas y Martín, que le confesó que también estaba jugando al escondite. Llegó la hora del almuerzo y no había más remedio que acudir al comedor, aunque lo hizo con retraso, en la confianza de que tomaran asiento antes sus compañeros y asumieran ellos la primera conversación con Tourón. Llegó al comedor casi al tiempo que Germán y ya estaban allí Basora y Martín.