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– ¿Y el capitán?

– Se ha hecho servir el almuerzo en su camarote.

– ¿Le habéis visto?

– Yo no. He hablado con él por teléfono porque no ha acudido al puente de mando.

– Yo tampoco.

– Ni yo.

– Hay que deducir que no ha salido de la habitación.

– Que se dio cuenta ayer noche.

– O que está enfermo o que le ha dado por ahí. En fin, comamos y amemos.

Basora y Martín comieron con buen apetito el arroz con bacalao y el redondo a la jardinera del menú del día, Germán permanecía abstraído y Ginés apenas mordisqueó su arroz hervido con cebolla y el lenguado a la plancha.

– Ya saldrá del cascarón -comentó Basora cuando se ponía en pie dando la comida por concluida.

Durante toda la tarde el capitán siguió los trabajos del buque desde su camarote, rechazó el ofrecimiento de Germán de ir a verle y aseguró que tenía una pequeña alergia en la piel que le impedía el contacto con el aire libre. Cenaron los oficiales entre silencios, bostezaron ante el segundo pase de “Lo que el viento se llevó”, porque Martín había dosificado las tres películas de vídeo nuevas y la tercera no tocaba hasta que rebasaran la perpendicular de las Azores, ya en descenso abierto hacia el estrecho.

Al día siguiente el capitán repetiría su ausencia y al tercer día subió al puente de mando en un momento en que estaba deshabitado, pero desde cubierta vieron su silueta tras los cristales, oteando el horizonte con unos prismáticos, y por la noche se presentó en el comedor simpático y parlanchín, como si llegara de un largo viaje cargado de anécdotas y regalos de su imaginación. Al poco rato de diálogo, los oficiales habían recuperado el tono conversacional de otras noches, y el capitán exhibía uno de sus mejores talantes, aunque persistía en la especial dedicación a Ginés, por cuya salud estaba preocupado.

– Después de la cena venga a mi camarote. Tengo unas vitaminas en mi botiquín que le estimularán el apetito. No puede usted desembarcar en Barcelona con esta cara.

La perspectiva de un encuentro a solas entre Ginés y el capitán devolvió la malicia a los oficiales y la angustia a Ginés, que pretextó la mejor salud de este mundo para evitar la cita. No contó con la solidaridad de sus compañeros, cómplices del capitán en la exageración de su mala salud.

– Tu salud es una pieza fundamental en la buena marcha de este barco.

Como ha dicho tantas veces el capitán Tourón, cada uno de nosotros es una parte de un todo y la avería de una parte significa el mal funcionamiento del todo.

Aunque Tourón no recordaba el momento exacto en el que había dicho lo que le atribuía Basora, asintió con firmeza y Ginés se fue a por él nada más terminada la cena, pisando las suelas del capitán en el corredor que llevaba a su camarote.

– Con su permiso, quisiera acostarme temprano y no molestarle demasiado tiempo.

– No es molestia, Ginés. Tome asiento. Le daré las vitaminas, pero he de decirle que ha sido un pretexto para poder charlar a solas. Hay tres clases de asociaciones de hombres, Ginés: personas, gente y gentuza. Me temo que sus compañeros son gentuza, mala gentuza y entre ellos le distingo a usted como una persona diferente.

Se sentó Tourón vencido en alguna batalla que no estaba dispuesto a desvelar, pero ofrecía a Ginés los restos de la derrota.

– Soy un hombre solo, Ginés. Mi mujer se cansó de esperarme travesía tras travesía y ni siquiera sé por dónde para. Mis hijos ya son mayores y viven su vida. Sólo me llaman cuando necesitan dinero o cuando pasan apuros, por ejemplo, mi hija, la pequeña, la última vez tuve que sacarla de una cárcel por tráfico de drogas.

Menos mal que aún conservo buenos amigos bien situados. Pero en fin, nada puedo esperar de los míos. Y en estas condiciones pesa más la soledad, la inutilidad de llegar a puerto.

Tengo ya cincuenta y cinco años, pronto empezaré a ser viejo, yo ya me siento viejo. Y lo noto cuando llego a puerto y todos ustedes tienen algo que les reclama. Yo no vivo mi propia esperanza, Ginés. Vivo las de ustedes.Por eso me emocioné cuando le vi tan feliz, aquel día, por las Ramblas, creo, en compañía de aquella mujer tan, tan aparentemente interesante, ésa es la palabra. Pero las mujeres interesantes son las peores.

¿No, Ginés?

Le pedía que hablase y Ginés tenía la boca llena de la nada que le enviaban los pulmones y el cerebro, ni una idea, ni una imagen, ni una palabra, ni siquiera aire.

– ¿No tiene nada que decirme, Ginés?

Negó con la cabeza.

– Nada especial.

– ¿Está usted seguro?

– Eso creo.

– A veces es mejor hablar a tiempo.

¿Qué le espera a usted en Barcelona, Ginés? ¿Quién?

– Pues… Espero que lo de siempre. La misma persona de siempre.

– ¿Seguro?

– ¿Quién puede estar seguro?

– Usted. Usted es el más indicado para estar seguro de lo que dice.

La mano del capitán voló sobre el oficial y Ginés cerró los ojos cuando la sintió sobre una de sus rodillas.

– Puedo pretextar avería y desviarme a las Azores. A veces es posible huir de un mal destino.

La mano del capitán era una presencia viscosa que le provocaba un temblor interior que trataba de no exteriorizar.

– En Barcelona no le espera nada bueno.

– Es imprescindible que vuelva.

¿Según usted qué me espera?

– Una mujer, ¿no? ¿No es eso lo que le espera?

– Eso es. Se trata de mi vida privada. Tengo derecho a equivocarme.

– Si usted fuera a tirarse por la borda yo trataría de impedirlo.

No podía soportar más la situación y se puso en pie, cogió la cajita de las vitaminas y balbució urgencias olvidadas que el capitán escuchó con los ojos sabios y la tranquilidad de un animal más poderoso que su presa.

– Estamos en el punto justo en el que aún es posible hacer virar el barco hacia las Azores.

– ¿Qué iba a hacer yo en las Azores? Mi vida pasa por Barcelona.

– Mañana será tarde.

Ginés aguantaba ahora la mirada del capitán, pero sabía que ninguno de los dos iba a llamar las cosas por su nombre. Le invadió la irritación de la presa ante la prepotencia incontestable de la rapiñadora y se contempló a sí mismo arrojando la caja de pastillas contra la cara del capitán, en un movimiento lento, de ensueño y al fondo de un pasillo de violencia el rostro alarmado de la “Niña de la Venta”, al que dio la espalda para salir y tratar de regatear las sornas de sus compañeros, apoyados en el quicio del camarote de Basora y buscar en su propia madriguera la normalidad del pulso y la racionalidad de lo hecho y lo por hacer. Pero el camarote parecía achicado hasta el límite de lo irrespirable y bajó a cubierta para comprobar los límites de su cárcel. El mar no importaba. El cielo era la noche y las estrellas mentían la posibilidad de la huida.

La cárcel flotante avanzaba, y al tratar de contraponer al destino la imagen de un pasado de salvación, reaparecía el Trópico en sordina de Trinidad, la fallida solidaridad de Gladys, la avaricia pobre del taxista hindú ordeñándole como a una vaca extranjera y estúpida. Y ése era el único pasado posible. Lo inmediatamente anterior le asqueaba hasta el vómito. Y antes, antes sólo le quedaban vivencias de juventud inútil que ya sabía destinada al fracaso. ¿Qué sabía Tourón? ¿Lo sabía por sí mismo o su nombre, Ginés Larios Pérez, ya era una consigna telegráfica?

– Sólo quiero despedirme de ti, Encarna. Tal vez sólo eso.

Se apercibió que estaba excitando el sentido de la autocompasión. Se sonrió a sí mismo y gritó por encima del estridente mar:

– ¡Tranquilos, que ya llego!

Dejar el coche al pie de la entrada, tirar la bolsa de viaje dentro del cuartucho donde colgaban los trajes que esperaban su verano, ducharse y tirarse en la cama para romper el cuatro que se había apoderado de su esqueleto, era un objetivo obsesivo desde que pagó el último peaje valenciano y cruzó la raya imaginaria de la autopista catalana. Se dormía y tuvo que parar dos veces para tomar café y hacer respiratorias profundas, pero ahora estaba en condiciones de dormir, tras la sorpresa de las cosas familiares recuperadas y un breve proyecto de llamadas telefónicas, las escasas amarras que le ataban con su pequeño puerto particular, lluvia de imágenes migadas que le llenaron los ojos de sueño, para despertar aún lejano el amanecer, la cabeza llena de urgencias y los nervios con necesidad de saltar de la cama. Guardó los quesos manchegos que había comprado en El Bonillo y las tortas para hacer gazpachos un día que tuviera ese humor y Fuster se prestara a la prueba del primer gazpacho carvalhiano. Fuster. Tenía que llamarle para contarle la impresión producida por el nacimiento del Mundo, la magia de un instante tal vez debida exclusivamente al exceso de significación del nombre del río.

Pero antes amanecería y graduó las llamadas por un supuesto orden de aparición ante el nuevo día: Mariquita, el autodidacta, Biscuter y finalmente Charo, ya desde el despacho. Escuchó la radio. Merodeó por la cocina.

Salió al jardín, donde le esperaba un frío húmedo que acabó por empujarle dentro de la cáscara de la casa. Trató de recuperar el sueño, pero la danza de imágenes o los ríos de café que llevaba en la sangre durante la subida de un tirón desde Águilas a Barcelona le mantenían abiertos los ojos, como si ésa fuera la natural desembocadura del café. En primer plano las dos monjas, ¿por qué precisamente las dos monjas?, y luego todos los demás, hasta llegar a una lejanía donde se configuraba un barco imaginario, grande pero con un solo tripulante, Ginés Larios, el amor de Encarna, recuperado en un encuentro en plena Barcelona. Quizá el hombre permanecía ignorante de lo que le había ocurrido a la mujer y debía ponerse en contacto con él o saber al menos para cuándo estaba prevista su escala en Barcelona. Y en cuanto el sol asomó por la esquina izquierda de su ventana mirador de la ciudad, como si viniera del fondo del Mediterráneo, Carvalho recuperó el coche y se fue hacia el puerto a la espera de que abrieran las oficinas de tráfico portuario para saber noticias de “La Rosa de Alejandría”.