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– Cada hombre es un caso y cada una de las mujeres que yo puedo proporcionarte también. Para empezar.

¿Cómo te llamas?

– Ricardo. Siempre me ha gustado llamarme Ricardo.

– Muy bien. Ricardo. ¿Eres casado o soltero?

– Casado.

– ¿Te interesa discreción o no te interesa?

– Toda discreción es poca. Mi mujer me odia y no quiere perderme.

– Me parece que va a ser muy complicado. Eres muy complicado.

Tal vez había empleado un sistema de razonamiento demasiado elaborado.

Se le ocurrió que podía ayudarla recitando un verso que había aprendido en aquellos tiempos en que aprendía versos: ¿quién no teme perder lo que no ama? Pero pensó que aún alarmaría más a la santera.

– No sé. No sé. Yo no quiero perder el tiempo.

– ¿Cuánto cuesta tu información?

– Seis mil quinientas pesetas y te daré nombres y teléfonos de mujeres o contactos aquí, sólo contactos, repito, durante dos meses.

Carvalho puso dos billetes de cinco mil pesetas sobre la mesa y la santera los cogió con eficacia y justeza de tiempo, ni poco ni mucho y devolvió el cambio como un cajero generoso.

– Las cosas cambian. Ahora sé que no pierdo el tiempo. No pienses mal de mí, es que hay muchos que vienen aquí, se enrollan, te hacen perder el tiempo y luego nada de nada. Volvamos a tu asunto. Casado. Contactos discretos. Te interesan, pues, mujeres casadas y con necesidad de ser discretas. Voy a serte sincera, puedo proporcionarte mujeres que se meten en esto por necesidad económica, no por vicio, o por necesidad de afecto.

Casadas cuyos maridos ganan poco o están parados. También hay alguna que lo hace porque su marido no la satisface o están a la greña. Pero éstas quieren entonces una relación estable, que un hombre casado como tú no puede darles. Tú no vas a dejar a tu mujer los fines de semana.

– Ni hablar. Tenemos una casita en una urbanización de Montserrat y todos los fines de semana vamos a regar el árbol y a hacer una paella.

– ¿Lo ves? Por lo tanto tú necesitas mujeres con la misma necesidad de discreción que tú.

Se levantó porque había sonado el timbre, cerró la puerta a sus espaldas, conversó con alguien recién llegado y volvió junto a Carvalho con aún más satisfacción en el rostro de la que tenía unos minutos antes.

– Ha llegado una chica que tal vez te interese. Asómate y dime qué te parece.

Carvalho se asomó bajo la mirada de la virgen y la santera y pegó un ojo a la rendija que separaba las dos alas de la puerta, una flaca con botas y aspecto de vender enciclopedias por los pisos, pulcra, sentada, con los ojos fijos en la rendija desde donde sabía que iba a ser examinada.

– Muy delgada.

– ¿No te gustan las delgadas?

– Hay delgadas y delgadas. Pero en fin. Es una posibilidad. Tendrás más.

La santera escribía números y nombres sobre un papel como si estuviera escribiendo una receta médica.

– Con ésta, sobre todo, mucha discreción. Sólo por las tardes.

Números de teléfonos y nombres de mujeres.

– Y una vez contactadas ¿dónde las llevo?

– Yo sólo facilito el contacto.

– ¿Pero no podemos venir aquí? ¿No tienen un sitio?

– Esto es una oficina de contactos.

No un “meublè”. A tu edad ya tendrías que saber a dónde llevar a una mujer.

– Parezco mayor de lo que soy.

– Cerca de aquí, en la plaza de España, hay un “meublè”, el Magoria.

Si quieres puedes empezar con la que acaba de llegar. Pero primero toma una copa con ella. Hay que tener una cierta delicadeza.

– ¿Me costará muy cara? No llevo dinero encima, casi. El cambio que me has dado. Si he de pagar la habitación.

– La habitación te costará unas setecientas pesetas y con el resto te basta. Está muy necesitada esta chica.

– La verdad es que yo he venido a verte porque me lo recomendó un amigo.

– ¿Cómo se llamaba tu amigo?

– Le conocí en una sauna. Tampoco es que le tratara demasiado. Pero ya sabes de qué hablan los hombres. De mujeres. Siempre hablamos de mujeres.

Yo le conté mi caso y él me recomendó que viniera a verte. Y que preguntara por una tal Carol. Una que tú le habías proporcionado y que era muy guapa.

Se había recostado en el respaldo, con las manos apoyadas en el sobre de la mesa, los brazos tensos para mantener la distancia. Los ojos de la santera habían dejado de ser risueños.

Calculaban la estatura de verdad y mentira que había en el cliente.

– No recuerdo a ninguna Carol.

– No es un nombre fácil de olvidar.

Mi amigo, bueno, mi amigo, mi informante incluso me dio una fotografía que ella le había dado.

La foto de Encarna facilitada por Paca quedó ante la mujer, la escasa luz de una lamparilla de mesa la sumergía en un charco amarillo y desmerecedor. La santera parecía emplear un solo ojo en la contemplación de la propuesta y el otro seguía fijo en Carvalho.

– No me gusta que mis clientes se pasen las chicas. Me parece poco delicado y además pierdo la comisión.

– Es que a él ya no le interesaba porque se iba fuera de España o de Barcelona. No recuerdo muy bien. La verdad es que he tardado en decidirme.

Tengo la foto desde hace más de tres meses y él me dijo que esta mujer no estaba siempre disponible.

– Tengo muchas clientas así. Lo hacen por rachas. Una época de necesidad.

– Ésta al parecer no era de aquí o desaparecía largas temporadas y luego volvía.

– Sí.

– ¿Se la proporcionaste tú?

– Es posible. Ella desde luego ha pasado por aquí. Desaparecía y volvía cada tres o cuatro meses. Nunca me dijo por qué. Tal vez porque tenía que pagar letras que le vencían cada noventa días y necesitaba ayuda económica.

– ¿Cómo se la localiza?

– Tengo un teléfono.

Los ojos estudiaban a Carvalho y le aguantaron la devolución de mirada.

– ¿Me lo darás?

– No es una mujer barata.

– No es que yo tenga mucho dinero, pero en fin, tengo para un capricho y si la mujer lo vale.

Una mano se posó sobre la mesa y garabateó un número junto a los que había escrito previamente.

– Tal vez no la encuentres. Me llamó hace, eso, tres o cuatro meses y no ha vuelto a hacerlo. Pero ahora le toca. No falla desde hace dos años.

Antes no sé lo que haría. Yo tengo esto montado aquí desde hace dos años.

Te lo repito. Esto es como una agencia matrimonial. Yo relaciono a personas con necesidad de relacionarse.

Lo que hagan después es asunto de ellas, no mío. Esto que quede claro.

– Está clarísimo.

– No sé. No sé. Eres un cliente complicado. ¿Te quedas a esa que espera?

– Bueno. La invitaré a una copa de momento.

– Bien hecho. No hay que perder las formas. Aquí viene mucho que se cree que todo consiste en llegar y catacric catacrec. Llámame dentro de dos o tres días si no te han ido bien los contactos que te he dado. Ya sabes. Lo que has pagado te da derecho a dos meses de información.

Se alzó dando por terminada la audiencia y se anticipó a Carvalho para explicarle a la muchacha que aquel señor quería salir de allí con ella. Bajó la chica la escalera por delante del detective con una cierta elegancia en sus movimientos de joven esqueleto y se dejó invitar a un cortado en el bar de la esquina. Le contó a Carvalho que vendía por las casas aparatos para hacer sorbetes.

– No sabía que había tanta afición al sorbete.

– Bueno, el aparato sirve también para hacer mayonesas, amasar, incluso para hacer embutidos y si eres aficionado le puedes aplicar una serie de piezas que de hecho te eliminan toda la cantidad de aparatos y aparatitos eléctricos de una cocina.

– ¿Sale muy caro?

– Antes era carísimo. Ahora han sacado este que vendo yo y te sale por unas treinta mil.

– ¿Vendes muchos?

– No. Acabo de empezar. Por eso sigo viniendo por aquí. A propósito.

¿Quieres que vayamos a alguna parte?

Terminarían hablando del hijo o de la hija sin padre o con mal padre o con padre parado que la esperaba en casa y contándole las costillas enrojecidas por la luz afrodisíaca de un “meublè” mal ventilado. Carvalho dejó caer dos mil pesetas en el bolso entreabierto del que ella había sacado un catálogo del batidor eléctrico mágico.

– No me apetece hoy. Quizá otro día. Dame un catálogo. El aparato me parece muy útil.

– Lo es. Lo es.

Y se le enfrió el cortado mientras cantaba las excelencias batidoras del artefacto. Las preguntas de Carvalho sobre el sistema empleado para contactar con la alcahueta tuvieron respuestas obvias. Por teléfono. Con las páginas de relax y contactos de “El Periódico” o “La Vanguardia” como punto de referencia. El catálogo en el bolsillo y un pie ya en dirección hacia la puerta, era ahora la muchacha la que insistía en prolongar una conversación sobre el trabajo y la vida.

En un momento dado metió la mano en el bolso para sacar de él un libro folleto.

– ¿Has leído esto?

“La senda hacia ti mismo”, por el yogui Madhasharti. Los ojos serpénticos de la muchacha ya no pedían dinero ni conversación. Pedían la comunión de los santos.

– Ya no parezco un limpiabotas, Pepe. Parezco un mendigo, uno de esos mendigos modernos, Pepe, que ya ni los mendigos son como los de antes. ¿Recuerdas aquellos mendigos de puta madre que había después de la guerra? Mancos, cojos, sin piernas, ciegos, tuertos, pero de una pieza, Pepe, y no esta mierda de mendigos que hay ahora que se hacen perdonar la limosna que te piden fingiendo que te limpian el cristal del coche o diciéndote que están parados y se les mueren los hijos de hambre. Ésos no son mendigos, son modernos. Y yo un antiguo, Pepiño, que cuando la gente me ve con la caja en la mano se piensan que acabo de salir de un museo. Todo el mundo tiene en su casa un desodorante de esos para limpiar zapatos y ha desaparecido el amor por los zapatos limpios que había antes. ¿Has visto tú qué calza la juventud? “Wambas” o como se llamen. ¿Cómo se limpia eso, Pepe?

– ¿Tú puedes enterarte de una dirección a partir de un número de teléfono?

“Bromuro” detuvo el arco de violín de su cepillo embetunado y ofreció a Carvalho la amenaza visual de sus dientes mellados y podridos, de sus ojos amarillos, caídos, lagrimeantes, de su calva llena de posos de contaminación atmosférica y de espinillas enquistadas como clavos.

– Ahora te escucho, macho. Ésa es una pregunta de los viejos tiempos.

Así se iba a las cosas. Y puede que te sea útil, porque aún conservo mis contactos, y para algunas personas, muy pocas, el caballero legionario Francisco Melgar sigue siendo el caballero legionario Francisco Melgar.