Se estaban encendiendo las luces de las Ramblas cuando “Brumuro” llamó a la puerta del despacho de Carvalho y pidió algo fuerte para recuperar el habla y la dignidad.
– Todo lo he perdido en una noche, Pepe. Ya puedo morirme.
Más alarmado estaba Biscuter que Carvalho por el pesimismo repentino del limpiabotas barbado, sucio y despeinado en lo que le quedaba de viscoso tapiz de sus parietales.
– Que se me llevaron ayer noche, Pepiño, en la redada, un teniente joven de esos que han sacado de yo qué sé dónde y yo me sonreía, ya verá este tío ya, la que se arma cuando vean aparecer al “Bromuro” por la comisaría. Y nada más llegar que me voy al número que estaba de guardia y me identifico. Nada. Como si le hubiera dicho que estaba allí un quinqui. Ni me miraba el tío. Exijo que salga el Miraflores o el Contreras, ya sabes de quién hablo. Que el Miraflores está jubilado y el Contreras pasa, porque está en otra cosa. Y ya con los cojones más llenos que el coño de la Bernarda, echo mano de mis antecedentes, de la División Azul y más confidente que Dios en los tiempos gloriosos en que las calles estaban llenas de pistoleros. Pues no va un mequetrefe de esos de academia y me dice que esos méritos han periclitado y me lo dice con su barbita y su cara de rojo por correspondencia, de rojo por correspondencia, que yo me los huelo a esos tíos, y yo a un rojo de verdad, de toda la vida, le respeto, pero a un pipiolo policía y rojo o demócrata o cualquier mezcla de esas contranatura, pues no. Y me tiene allí el tío olvidado y cada vez menos tío, Pepe, te digo la verdad, porque pensaba para mí, tantos tiros, tanto ir por la vida en invierno sin camiseta, a cuerpo limpio, para que al final no te acepten ni como un confidente.
No me merezco que te fíes de mí, Pepiño. No soy nada. Soy una mierda. Me he dejado los cojones en comisaría. Se me han caído al suelo como dos pingajos secos, como dos pieles de níspero.
Un par de copas de orujo y un bocadillo de chorizo preparado por Biscuter devolvieron a “Bromuro” las ganas de volver a ser el que era.
– Pero mañana mismo, una vez recuperado, me planto allá y pido ver a Contreras y en su presencia cito al pipiolo de ayer noche y le hago salir los colores. Ni cuando le dije lo de la División Azul se inmutó. O cuando le recordé que yo había entrado con el general Yagüe en la liberación de Barcelona.
– Él no había nacido.
– Tampoco había nacido yo cuando lo de Cuba y bien sabía quién era Weyler o Polavieja. Es que no les enseñan historia, Pepe. Saber historia está en descrédito. La gente vive al día y apenas tienen en cuenta lo que pasó ayer. La gente con memoria no tiene sitio en este mundo.
– Hablando de memoria. ¿Recuerdas lo que te pedí?
– Aquí está, Pepe. -Y se señaló la cabeza con un dedo-. Aquí me lo metí cuando vi que lo de comisaría no era como antes. Tuve miedo de que me encontraran el papel con el teléfono y la dirección y me la liaran, porque ya no te puedes fiar ni de la policía.
Me comí el papel. Luego me he pasado toda la noche repitiendo la dirección para no olvidarla.
Miró hacia el techo “Bromuro” y recitó de carrerilla:
– Carretera de Vallvidrera, 67 bis, bajos.
– Vamos, “Bromuro”, no me la líes.
Yo ya pensaba que el asunto estaba por Sarriá por el comienzo del número de teléfono, pero no camino de casa.
– Que me muera ahora mismo, Pepe, si miento. Me he dado una consigna a mí mismo: aunque sea lo último que hagas como hombre has de saber estar a la altura de las órdenes de Pepe.
Carvalho sacó de un cajón la guía telefónica y buscó en el tomo callejero las señas aportadas por “Bromuro”.
Sólo había un número y era el que figuraba en la nota escrita por la alcahueta, y el nombre del titular del número le retuvo la mirada como si de un campo magnético se tratara: Juan Pons Sisquella.
Abandonó el cuerpo Carvalho al sillón giratorio y dejó de seguir la conversación jeremiaca entre Biscuter y “Bromuro” para ir construyendo la intuición de una sospecha. Cogió el teléfono y llamó a Electrodomésticos Amperi, pero la llamada sonaba y sonaba como atrapada en una red que no la dejaba pasar hasta el objetivo de las urgencias de Carvalho. A continuación llamó a la familia de Charo y se puso al teléfono la voz agravada del parado. No, su mujer no podía ponerse. Carvalho reveló su identidad y le informó que estaba buscando a Narcís.
– Nada sé de él. Sólo sé que han detenido a mi hijo. Mi mujer se ha ido a la comisaría por si puede verle.
– ¿Por qué?
– No han dado ninguna explicación.
Se lo han llevado y eso es todo. Estaba el chico a punto de irse al trabajo y se me lo han llevado como si fuera un maleante.
– ¿Recuerda usted el nombre del padre de Narcís? ¿Recuerda usted si se llamaba Juan?
– No. No recuerdo. Me suena que su madre se llama Neus, Nieves, pero no recuerdo el nombre del padre. ¿Qué importa eso ahora? Por favor, si le encuentra dígale lo de mi Andrés.
Siempre ha sido un buen amigo y podría echarnos una mano. ¿Usted no puede hacer nada?
– Haré lo que pueda.
Haré lo que pueda, le repetía minutos después a una Charo crispada, advertida por Mariquita de lo que había ocurrido.
– Pepe, están perdidos, no saben qué hacer. Primero lo del hijo drogadicto que no saben dónde para. Pero con Andrés es la primera vez que les pasa una cosa así. No hay manera de encontrar a Narcís. Es como si hubiera desaparecido.
– Ahora mismo voy yo y hablo con Contreras -se ofrecía “Bromuro” recuperado, marcial en su decrepitud, dispuesto a iniciar la expedición hacia la Jefatura Superior.
Carvalho le pidió que no se moviera durante unas horas, tal vez las que necesitaba para ordenar sus pensamientos y encontrar el sentido de su alarma ante la coincidencia entre el apellido del autodidacta y el del propietario de la casa de la carretera de Vallvidrera. Tampoco contestaba el teléfono del domicilio particular del autodidacta y no era cuestión de empezar una indagación por todas las saunas y casas de relax de la ciudad.
– ¿Te enteraste del porqué de la redada?
– Pues porque sí, porque hay mucho chorizo suelto y tienen encima a todos los tenderos de Catalunya, porque un día les matan a un joyero y otro a un droguero y han de mover el esqueleto para que la gente crea que mueven algo más. Esto de la delincuencia no hay quien lo pare ya. ¿Se puede parar el terrorismo? No. Como no metan en la cárcel a la mitad de los vascos y manden a Venezuela a otra cuarta parte, pues nada. Y en las grandes ciudades es lo mismo. Hay mucha mala leche y mucha prisa por llegar cuanto antes no sé adónde. Y eso lo tiene el chorizo de camisa blanca y el chorizo de dieciséis años que roba un coche para fardar o atraca una farmacia para pincharse. Si te he de decir la verdad, Pepiño, porque ya soy viejo y después de todo lo que he vivido para qué iba a tirarlo por la borda, pero si fuera joven y viera lo que veo, me ahorcaba, a mí no me engañarían, no, ¿para qué subir esta montaña de años y venga y dale y un día y otro día y una hostia y otra hostia, para que al final nada de nada?
Levanta el ánimo “Bromuro”, arengaba Biscuter, como sólo Cortés hubiera podido arengar a sus desanimadas y diezmadas huestes tras la “Noche Triste”, y algo de iluminada arenga patriótica tenía aquella alocución del rubianco, con un brazo en alto y los ojos fijos en el efecto de sus palabras sobre la orografía tenebrosa de la cara de “Bromuro”. Era un ajuste de límites de la esperanza en la patria de los miserables y Carvalho le pidió a Charo que se fuera al encuentro de Mariquita, mientras él iba a hacer un trámite inaplazable.
El trámite consistió en recuperar el coche y repetir los gestos cotidianos como si volviera a casa. Pero sólo era un simulacro que tenía el final anunciado al pie mismo de la montaña, donde a la ciudad se le escapa la naturaleza y los árboles y las plantas, prisioneros tras las tapias de residencias venidas a más o a menos, prometen la proximidad de la montaña.
Era el crepúsculo quien manchaba color de sangre seca los muros de los colegios, incluso a la chiquillería que recuperaba la pretensión de ser libre, las madres regaladas con el quehacer de chófer, los autocares paquidérmicos sorprendidos en el instante en que no sabían si avanzar o retroceder, quedarse o devolver su carga de niños repatriados. Y unos metros más arriba, pensaba Carvalho, probablemente, el lugar del crimen.
Creció en su interior la sensación del tiempo doblemente aprovechado.
Como si le llevaran el trabajo a su misma casa. El número anotado respondía a un pequeño chalet de aspecto exterior abandonado, situado a pocos metros del apeadero del Peu del Funicular. Una guardia urbano ordenaba la salida de un colegio, como un reguerillo de hormigas infantiles que iban desde el edificio hasta la estación del tren, y el mismo urbano le indicó con gestos enérgicos que no podía aparcar en la carretera. Tomó pues el puente inmediatamente anterior al apeadero y dejó el coche en una calle solitaria al pie de los altos muros de una residencia. Anduvo hacia la casa y llegó ante una alta verja metálica sobre la que se había clavado una ya vieja plancha de zinc para ocultar el jardín. Empujó la puerta y cedió. Le esperaba una extensión de grava y un pasillo central de ladrillos hacia la escalinata central de una casita con pretensiones neoclásicas. Pero no estaba vacío el jardín.
Los dos hombres se le vinieron encima. Uno se detuvo a un palmo de su cara y el otro le marcó el flanco derecho. Tal vez reconoció sus rostros, en cualquier caso les reconoció el gesto.
– Identifíquese, por favor.
– ¿Y ustedes?
La placa le fue ofrecida desde la más estricta asepsia profesional. El que se le enfrentaba no necesitaba el carnet para reconocer a Carvalho, de hecho apenas lo miró.
– Acompáñenos para unas diligencias.
La puerta de la casa se había abierto y en el dintel se movieron otros dos policías y se adivinaban otras presencias en el interior. La casa estaba tomada y era una trampa en la que había caído como un novato. No opuso reparos legales y prefirió ir en el coche policial que en el suyo.
– Es difícil aparcar por allí.
Durante el trayecto revisó todos los pliegues de su cerebro para adivinar cuándo y por qué la policía iniciaba movimientos primero paralelos y luego coincidentes con los suyos. O seguían a los Abellán desde hacía tiempo o a él mismo o todo lo había desencadenado la sospecha de la alcahueta. Jugaste demasiado con ella.